La UBA, un tesoro a preservar para las nuevas generaciones
A las cuatro y media de la tarde se han dado cita en la iglesia de San Ignacio las más importantes autoridades civiles, militares y eclesiásticas de Buenos Aires. Las naves del templo “rebosan de un público ansioso de ver por sus ojos aquella constelación de doctos brillando a la luz reflejada por las lentejuelas y abalorios de capirotes y bonetes”, relata Juan María Gutiérrez.
Es el 12 de agosto de 1821 y se inaugura la Universidad de Buenos Aires, creada tres días antes por edicto del gobernador de la ciudad, Martín Rodríguez, y su secretario de Gobierno, Bernardino Rivadavia. El Argos de Buenos Ayres informa: “Jamás un establecimiento ni una función pública ha tenido un séquito tan interesado y numeroso; el pueblo se hallaba verdaderamente encantado de alegría, y ha dado a conocer hasta qué grado es entusiasta por las letras... Los auspicios con que se ha fundado la Universidad son en todos los aspectos favorables y nos han alejado los temores de que se aproximase una generación desmoralizada y bárbara”.
Gutiérrez –rector de la UBA en 1861 e impulsor de la universidad de investigación– comenta: “En aquel día la ciencia se dignificaba, se despertaba al estímulo por el estudio y se mostraba claramente por la autoridad de Buenos Aires cuán grande debe ser el respeto que rinden los gobiernos bienintencionados a la inteligencia cultivada”.
La creación de la universidad era una aspiración desde fines del siglo XVIII, aunque las convulsiones políticas hicieron fracasar varios intentos de concretarla. Antonio Sáenz, abogado y sacerdote, que participó en el Cabildo Abierto de 1810 y en el Congreso de 1816, fue la fuerza impulsora de su creación, concretada con el apoyo entusiasta de Rivadavia, quien advirtió la trascendencia que tendría la institución en su proyecto modernizador. Sáenz fue designado rector de la nueva universidad, que se organizó agrupando en seis departamentos instituciones ya existentes. Ese origen constituyó un escollo para diseñar una verdadera universidad, ya que, como decía el rector Ricardo Rojas, “poseemos facultades de verdad y carecemos de universidad”. Integrarla es una tarea aún pendiente.
Recorrer la historia de la UBA, iniciada en el marco de esa concepción progresista, es recorrer la historia del país. Aunque en el transcurso de estos dos siglos no escapó a las turbulencias políticas, ellas no impidieron que se convirtiera en una de las universidades más valoradas de América Latina. Miles de profesores, investigadores, alumnos y personal de apoyo, así como sus graduados, dispersos en el país y el mundo, construyeron ese prestigio con trabajo y esfuerzo. Hoy la UBA es una institución cuya complejidad es difícil de abarcar, ya que aloja una enorme diversidad de actividades y de visiones de la realidad. A pesar de lo mucho que se puede y debe debatir acerca de aspectos concretos de su siempre conflictivo presente, la UBA es un tesoro que la Argentina debe preservar para las nuevas generaciones que se acercan a ella.
Además de conocer, es preciso saber para qué se conoce, lo que se logra mediante una formación amplia, cada día más desprestigiada
En los albores del siglo XX, la Universidad de Buenos Aires promovió cambios que anticiparon uno de los momentos culminantes de la historia de la universidad argentina: el movimiento de la Reforma nacido en Córdoba en 1918. Eso demostró el vigor y la capacidad de los universitarios para impulsar transformaciones desde el interior de la institución. Tal vez la celebración del bicentenario de la UBA brinde la oportunidad de promover una nueva reforma que, jerarquizando las funciones básicas de la universidad, logre definir sus lazos con una sociedad que ha cambiado radicalmente en pocas décadas. Hay que reflexionar acerca de la conveniencia de preservar en la institución académica algunos de sus valores originales, a pesar de que hoy no sean apreciados, como la seriedad y profundidad en el análisis; el respeto a todas las ideas y no solo a las consideradas circunstancialmente correctas; la exigencia y el rigor en el estudio; la valoración de la docencia y la investigación independientemente de intereses de grupos, y la transparencia en la gestión académica y administrativa.
A pesar de las profundas transformaciones que ha experimentado la universidad desde el siglo XI, cuando se creó la de Bolonia en Italia, su misión sigue siendo la misma: enseñar saberes concretos y, sobre todo, proporcionar a los jóvenes las herramientas para que logren formarse una visión del mundo. Porque la universidad es el ámbito autónomo que la sociedad ha elegido preservar para generar y debatir todas las ideas, permitiendo adquirir una visión de conjunto desde una perspectiva universalista y, sobre todo, humanista. Además de conocer, es preciso saber para qué se conoce, lo que se logra mediante una formación amplia, cada día más desprestigiada.
La sociedad contemporánea cifra demasiadas expectativas en la universidad, que corre así el peligro de alejarse de los objetivos que promovieron su creación. Buscando ejercer un impacto directo en el quehacer social, se arriesga a debilitar su influencia en la formación de sus estudiantes, olvidando que son ellos quienes, además de poder incluirse en la actividad productiva, darán sentido al cambio.
Corremos el riesgo de que la mercantilizada visión contemporánea pretenda hacer que una institución eminentemente cultural –destinada a evitar que las nuevas generaciones sean “desmoralizadas y bárbaras”, como se celebraba en 1821– se convierta en una oficina expendedora de títulos. Ahora, además, se cierne el peligro de que maestros y alumnos, hoy fugaces espectros virtuales, prescindan del contacto inspirador y singular entre ellos para pasar a ser una parte más del espectáculo mediatizado. Las universidades son ámbitos de la cultura donde se producen decisivos encuentros entre las personas y no solo empresas a ser gestionadas. El respeto al conocimiento, no siempre “útil”, y a quienes piensan y crean, la valoración del esfuerzo y de la reflexión constituyen el sedimento que deja el paso por una buena universidad.
Esa idea queda sintetizada en esta descripción de la experiencia universitaria que ha hecho la escritora mexicana Ángeles Mastretta: “La bendita universidad dio para todo. Dio para entender el amor y la barbarie, para una sorpresa tras otra, para descuartizar la fe de un monje y concebir la de un pagano. Dio para crear villanos y para reconstruir héroes y dio, es de esperar que siga dando, gente empeñada en pensar la verdad como una mezcla de verdades, el acuerdo como una consecuencia del respeto, la tolerancia como una virtud, la duda como la más ardua y sensata de las virtudes. Hemos de desear que la vida guarde a tan generosa universidad porque dio para cumplir los sueños que nunca soñamos y para sembrar los que aún no cumplimos”.
Los jóvenes merecen que hagamos todo para preservar y transmitirles las posibilidades de lo humano que la naciente universidad “empresa de servicios” les está escamoteando. A ellos, los legítimos herederos de la cultura. Por eso, en esta celebración, expresemos nuestro deseo de que la vida guarde a esta generosa UBA que, con disensos y acuerdos, aciertos y errores, avances y retrocesos, ha hecho mucho para mejorar la Argentina y es imprescindible que siga haciéndolo en estas instancias cruciales. ß
Exrector de la Universidad de Buenos Aires (2002-2006)