Paradojas del verano amenazado por una ola
PUNTA DEL ESTE.- Los rayos de sol que convierten al mar en un espejo del cielo me dieron la bienvenida. Punta del Este, balneario de mi infancia y dueño de recuerdos imborrables, me abrazó con calidez. Apacible, todo se ve igual, pero nada lo es.
La llegada se sintió como un saltito al vacío, luego de algunas semanas de preparación. “Te llaman a dirección”, había bromeado mi jefe, antes de que me convocaran para realizar la cobertura de verano en Uruguay. Víctima de la ansiedad y una obsesiva previsión, me pasé los días previos a las corridas por la Redacción anotando todo en mi cuaderno rojo: quién estará, dónde aparecerán las tendencias, qué buscar. Aventurarse a una tarea de estas características supone preparación, pero sobre todo anticipación.
Llevaba ya algo de experiencia en coberturas en otras ciudades en tiempos de coronavirus: me tocó informar sobre el avance del covid desde el epicentro mundial de la pandemia, Nueva York. Tal vez por eso asumí el desafío con cierta soltura. En 2020 viví con cadáveres en containers frigoríficos estacionados a la vuelta de mi casa. Tras una experiencia tan hostil, pensé: Punta del Este, easy-peasy. “Subestimar, error es”, habría retrucado el maestro Jedi llamado Yoda.
Presupuesto en Excel y rechequeo de seguro médico. El viaje comenzó días antes del embarque. Hisopado, certificado de vacunación y declaraciones juradas en mano. La rutina parecía muy lejana a los tiempos prepandemia. Crucé la frontera con Uruguay por los puentes. Luego de casi nueve horas de rutas onduladas, el inmenso azul del mar en Punta Ballena me confirmó el arribo. “Usted ha llegado a Punta del Este”, resonó en mi cerebro la voz de un narrador.
Ese queseyó del mar se mantiene intacto. Mansa o Brava. Hechicero imperturbable y dueño de un olor tan particular (una rápida búsqueda me enseñó que se debe al dimetil sulfuro, un gas maloliente generado por las bacterias que se alimentan de fitoplancton), el Atlántico es el único que parece que no haber cambiado en el Este.
El verano llegó con mucha expectativa y optimismo por los altos niveles de vacunación. Todo se veía claro, pero el avance de la variante ómicron llegó para entorpecer la vida y hacer del horizonte una bruma bien difusa.
El día a día muestra los recovecos de una ola que nada tiene que ver con la de mar. Se usa certificado de vacunación como carta de presentación y tapabocas como accesorio de la temporada. De la Mansa a José Ignacio, de El Chorro a La Barra y de regreso la península. Durante la cobertura se destinan horas arriba del auto en busca de historias.
El identificador de llamadas de mi celular bulle con alertas desde Buenos Aires. Con diferentes urgencias, editores de distintas secciones quieren saber: ¿cómo fue el Año Nuevo de las celebridades? ¿el sistema de salud da abasto? ¿cómo se comportan los más jóvenes? Sin tiempo para la playa, reporto a mis jefes con vista al océano y sin muchas horas de sueño mientras mi perro me mira con recelo.
Con menos argentinos que en otras temporadas, la distribución de rioplatenses occidentales se concentra casi de forma exclusiva de Manantiales a José Ignacio. En la Península, el “Ché” fue reemplazado por “Bo” de los charrúas, que copan el corazón esteño entre amigos o familias.
Los boliches eligieron no enfrentar un duelo con las autoridades sanitarias para adecuarse a la pandemia, aunque los cónclaves privados se distribuyen todas las noches desde fines de diciembre. El típico fortachón que controla el ingreso en las fiestas ya no solo sirve de escáner visual, sino como filtro para no inmunizados contra el Covid-19. “Nena, sin el certificado no pasás”, resoplan de mala gana los hombres de negro.
Hablo con los adolescentes en las playas más coquetas. El hartazgo es comunión. No les interesa la pandemia, ni los efectos, ni lo que puedan generar sus contagios. Muchos jóvenes con síntomas prefieren salir igual y lo bautizan “la movida de los positivos”. Trago saliva y doy unos pasos para atrás.
La dinámica de los hisopados en Punta del Este es tan cara (US$70, en promedio) y complicada –requiere horas de fila al sol o en el auto- que abundan los reclamos. “Estamos desbordados” justifican, mientras el veraneante –o laburante, en este caso- protesta y rezonga con mala cara.
Ya sea después de las fiesta de Año Nuevo (que ni se dio por enterada de la pandemia) o por las masivas colas en los supermercados, no haber tenido Covid-19 ni ser contacto estrecho es como sacarse la Quiniela. El tercer hisopado terminó por arrojarme el fastidioso positivo. “Sala de espera virtual: María Domitila Dellacha, usted tiene 46 pacientes esperando”, reza la aplicación del seguro médico en mi celular mientras escribo esta columna. Fiebre, tos y mialgia. ¿Cobertura periodística a fondo? Con más historias en el tintero, creo que la conseguimos.