La transición de la incertidumbre
Si la transición fuera un producto de supermercado traería una electrizante alerta en blanco sobre negro: diría exceso de incertidumbre.
De las ocho veces que en los últimos 40 años la Argentina pasó por la situación de estrenar presidente recién sacado de las urnas (Alfonsín, Menem, De la Rúa, Néstor Kirchner, Cristina Kirchner, Macri, Fernández, Milei) la actual debe ser la más incierta. No es que cuando los anteriores presidentes electos transitaban el fugaz período de precalentamiento se supiera perfectamente lo que vendría sino que la cantidad de frentes expuestos a la indefinición era menor.
Hoy no sólo no está claro cuánto de lo que prometió Milei en campaña intentará llevar a cabo, qué profundidad alcanzará el meneado ajuste ni en qué plazos él espera tramitarlo, lo mismo que las privatizaciones. Tampoco se conoce qué dimensiones y funciones le dará a cada ministerio en el replanteo del gabinete ni los nombres de la mayoría de sus miembros. Si es por las designaciones Milei todavía tiene algo de tiempo -no mucho- para completarlas, el problema es que las noticias sobre ministros, secretarios de estado y presidentes del Banco Central que renuncian antes de ser nombrados (una versión del tiempo como la de El curioso caso de Banjamin Button) empezaron a competir con el número de funcionarios fehacientemente confirmados. Como el parto aun no sucedió cabría entender que se trata de una crisis de gabinete intrauterina, ajena por completo a los virus y las bacterias del mundo externo, el hábitat en el que el gobierno deberá pasar cuatro años.
Probablemente haya que atribuírsela a un cóctel de inexperiencia, estilo de mando desordenado y acomodación de los equipos al giro pragmático que el líder dio cuando pasó de ser el candidato del hartazgo a domador supremo de la realidad. Exigido, en primer término, por las expectativas que él generó y que le permitieron juntar 14 millones y medio de votos, marca nunca vista en 40 años de democracia.
Si Milei de veras viene copiando a Menem, como opina el reaparecido Alberto Fernández, deberíamos esperar que ahora jubile el peinado alborotado “con el que vertebró toda su campaña en torno de la figura del león”, para decirlo con palabras de Antoni Gutiérrez Rubí, el gurú electoral de Massa, citadas en una nota de El País sobre el pelo de los líderes de ultraderecha. Fue lo que hizo Menem con sus patillas cuando dejó de despachar plegarias diarias sobre la soberanía nacional y se casó con Bunge y Born. No se puede decir que el émulo de Facundo Quiroga haya querido esconder su voltereta. Que significó una bisagra histórica, porque antes las conversiones, cuando las había, se hacían soto voce. Sin que se notase mucho, Arturo Frondizi apenas asumió prohibió Petróleo y política, su propio libro.
Milei recalculó primero que nada la política exterior asistido por una disciplinada Diana Mondino, pero cuando lo hizo en el área económica varios de los suyos se cayeron del camión. Parecería ser que no esperaban una curva tan cerrada. A la falta de contención partidaria se sumó el inorgánico aporte macrista, la parte más confusa del gobierno en construcción.
Milei, que hasta ahora extrajo más equipo del Grupo América (Eduardo Eurnekian) que de La Libertad Avanza, ofrece nuevas categorías de incertidumbre. Por ejemplo, la que involucra a los gobernadores, no sólo debido a que no los conoce personalmente sino a que los 24 pertenecen a diversos partidos, ninguno de los cuales es el suyo. En otra época los presidentes que enfrentaban esa dificultad no lo dudaban, intervenían las provincias.
¿Qué clase de alianza hará finalmente Milei con el macrismo que lo ayudó a ganar? ¿Cómo conseguirá las leyes que necesita con las dos cámaras del Congreso prácticamente dominadas por el peronismo? ¿Qué solución concreta tiene en mente para el momento en que el peronismo y la izquierda se adueñen de la calle según anuncian con lógica pavloviana?
No es esta la más convencional de las transiciones. El récord del 55,69 por ciento renovó la costumbre popular de valorar la musculatura de un nuevo gobierno casi de manera exclusiva en base a la dimensión del triunfo que lo llevó al poder. Un camino razonable si no fuera porque la historia se empeña en contradecirlo. De la Rúa fue votado prácticamente por uno de cada dos argentinos (48,37%). Su gobierno entró en crisis nueve meses después de arrancar (cuando renunció el vicepresidente Chacho Alvarez) y de manera traumática se derrumbó al cumplir dos años. En el otro extremo, Néstor Kirchner accedió a la Casa Rosada con el menor porcentaje de la historia (22,5, inferior incluso al proverbialmente bajo de Arturo Illia) y no sólo resultó el primer presidente del siglo XXI que completó el mandato sino que luego abdicó en favor de su esposa, actual vicepresidenta, hasta hoy la líder peronista más influyente. Un tercer caso podría ser el de Alberto Fernández, cuya perseverante debilidad -luego de un meteórico vigor inicial- hizo olvidar que en un punto le había ido mejor que a Milei: se alzó con el sillón de Rivadavia en primera vuelta (48,25%). Escoltado por quien lo entronizó, Fernández llegó al poder casi con el mismo porcentaje que el malogrado De la Rúa, incluso algo superior al de Menem (47,51). Menem puso el país patas para arriba (otro día se puede seguir discutiendo en beneficio de quién), cambió la Constitución y se quedó diez años y medio. Fernández consiguió el logro solitario de permanecer en la Rosada hasta pasar inadvertido apuntalado por la tercerización del gobierno en su ministro de Economía. Raro período: la estabilidad de Fernández casi ni estuvo en riesgo, desacoplada de los resultados de una gestión que llevó al peronismo a su cuarta derrota en 78 años. En cifras, la peor de todas.
Tal vez sea un juego travieso de la numerología. Pero el listado de marcas electorales parecidas con porvenires diferentes recomienda no atribuirle al 55,69 de Milei, la marca que está hoy en su máximo lustre, propiedades disuasorias imperecederas contra las desestabilizaciones. Es cierto, el presidente que viene, el más votado en 40 años, es el tercero de la historia en apoyo popular después de Perón (62,49% en 1951; 61,86% en 1973) y de Yrigoyen (57,41% en 1928). Pero sólo con recordarlo no le bastará para impedir que el peronismo busque atenazarlo con la calle tomada y una impiadosa superioridad parlamentaria.
Es curioso, Milei le ganó a Sergio Massa por once puntos y algunas décimas, la misma diferencia porcentual por la que el triunfo de Alfonsín produjo la primera derrota del peronismo. Aunque Milei y Alfonsín sean incomparables y el nuevo presidente deteste a su antecesor, las ilusiones colectivas siempre un poco se parecen. Las hubo en 1983 como las hay ahora. Hace 40 años, mezcladas con una enorme expectativa en la democracia, también merodeaban las incertidumbres, pero tenían focos más específicos. El primer presidente de la democracia fue el último que padeció la amenaza de la desestabilización militar (y resultaría objeto de tres levantamientos).
Alfonsín -esto ya es anecdótico- completó su gobierno en el hotel Panamericano, frente al Obelisco, a sólo 600 metros del Hotel Libertador, en el que ahora Milei arma el suyo. Allí reinaba un desorden comiteril que hasta produjo un daño colateral: Julio Cortázar, quien había venido a Buenos Aires por seis días en el que sería su último viaje, nunca llegó a ser recibido por el presidente electo. La cita se traspapeló. El bullicio se completaba con gritos de adolescentes extasiadas con Menudo, la banda portorriqueña alojada al lado.
Ahora el bullicio viene de la 9 de Julio ocupada por el Polo Obrero. Esto recién empieza.