La trampa del homo economicus
Asistimos azorados a la posibilidad de que Donald Trump asuma la presidencia de los Estados Unidos de América; un personaje rayano en lo carnavalesco, que impone su pretensión de ocupar la Casa Blanca en un insolente alarde de grosería, desdén e insensibilidad propios de los certámenes televisivos que arbitraba con arrogancia y ultraje. La realidad siempre supera la ficción, aun la de los reality shows.
Semejante despropósito puede hallar justificativo en el terror que provoca el fundamentalismo islámico, en el recelo a la inmigración como factor de constricción del mercado laboral, en el descreimiento en la clase política o en un cansancio ciudadano. Pero no debemos soslayar un elemento subyacente a lo bufo que tiene que ver con el ideario de las sociedades liberales, las cuales, en medio de sus valores, que no son pocos -el de la libertad, por empezar- han ido otorgando creciente espacio a un disvalor que Donald Trump encarna patéticamente. Me refiero al homo economicus.
Homo economicus es un concepto acuñado a fines del siglo XIX para modelizar un comportamiento humano ante estímulos económicos que consiste en maximizar la utilidad, alcanzando los mayores beneficios con el menor esfuerzo. El hombre económico es un ser racional capaz de procesar adecuadamente la información disponible para actuar entonces en pos de un solo objetivo: acrecentar su riqueza. Una de sus "cualidades" es carecer de sentimientos hacia cualquier otro que no haga a su beneficio. El afecto, la gratitud, la fidelidad, el respeto, la justicia no forman parte de su escala de valores.
En un momento de la película de Pablo Trapero basada en la truculenta familia Puccio, el hijo del jefe del clan dice: "Mi padre no tiene amigos; sólo familia y cómplices". De la misma manera, el homo economicus no tiene amigos, sólo familia y relaciones de conveniencia que no tiene reparo en cancelar sin miramiento alguno cuando dejan de serle útiles, pues una de sus máximas es que todo ser humano es descartable. Mal que nos pese, esta conducta es la que, en forma inconsciente, las sociedades liberales han ido internalizando como ejemplo de éxito y de seguridad. El descreimiento en las instituciones hace el campo orégano al homo economicus, que ya no sólo querrá más riqueza, sino toda la riqueza y todo el poder. En sociedades con la moral debilitada, el homo economicus se erige en la moral del éxito. Y si además, en plena era del espectáculo en la que sólo se es cuando se es mediático, se añade el condimento de la fama y el show, el resultado más previsible puede llegar a ser un Donald Trump presidente de los Estados Unidos.
Cuando la cultura del hombre económico alcanza su apogeo, los valores se subvierten y los conceptos se confunden. Es así como hoy denominamos empresario a quien sólo hizo fortuna. En verdad, empresario es aquel que persigue un sueño para compartir, que vela por su gente, capaz de arriesgar posesiones personales para salvar la fuente de trabajo. Los grandes empresarios son visionarios y humanistas. El empresario proyecta; el hombre económico calcula. El empresario se acerca a su gente; el hombre económico se distancia. El empresario dignifica a su empleado; el hombre económico lo somete. El empresario dialoga; el hombre económico oculta y amenaza. Hoy llamamos empresario al usurero, al especulador, al testaferro, al valijero, al ladrón de guante blanco. Nos espanta la codicia de Lázaro Báez, pero ésta no es sino el desafuero de un modelo caro a un liberalismo distorsionado que pretende fundamentarse en Adam Smith cuando dice que "lo mejor que el carnicero, el panadero o el cervecero podrían hacer para la sociedad no es ser generoso o altruista, sino buscar su propio interés". Lo que se olvida es que el filósofo escocés ya había señalado que una economía requería de un mínimo de honestidad, de confianza, de justicia y de cooperación para prosperar. Pero los sistemas dinámicos tienden a la incontinencia y a la descomposición. Es así como el aspecto moral de la teoría de Adam Smith fue fácilmente sesgado para entronar en su lugar el egoísmo como garantía de bienestar social. Cuando se descree de la necesidad de una moral en la economía, el homo economicus se desenfrena, no acepta límites y desconoce al otro como persona digna de consideración.
No hay demasiada diferencia entre Báez y Trump: ambos son codiciosos e inmorales. Uno cayó en el desenfreno de la corrupción; el otro, en el del desprecio. Pero no son sino el exceso de una creencia expandida y festejada: que es válido ser inmoral para hacer fortuna y que quien sabe hacerla es más apto para asegurar la prosperidad social. Nada más desacertado.
Sin embargo, en contraposición con el credo del utilitarismo extremo, Jeremy Rifkin habla de la civilización empática como único camino para superar la crisis del mundo actual. El sociólogo norteamericano sostiene que el bienestar de una sociedad depende de la capacidad de sus individuos de cooperar, solidarizarse, ponerse en el lugar del otro. Esto ha sido, desde los orígenes, lo propio del hombre en sociedad. Es el comportamiento que posibilitó la supervivencia y desarrolló la cultura y el progreso. Afortunadamente, esta tendencia es la que prevalece en las generaciones jóvenes, más empáticas cuanto más interconectadas. Este modelo que comienza a fortalecerse es el que urge practicar en las actividades económicas cuyos daños pueden ser criminales.
Los Panamá Papers significan mucho más que un escándalo; es la virulencia de una corriente espiritual que pugna por cambiar el rumbo de un mundo extraviado. Las mansiones obscenas de Báez y el rictus despectivo de Trump podrían ser los rabiosos estertores de un modelo que agoniza. Algo nuevo se anuncia, algo largamente dormido comienza a despertar: la conciencia moral de los hombres.