La trampa de las dos Argentinas enfrentadas
En su batalla dialéctica, el Gobierno busca dividir al país. Su mesianismo tiene antecedentes en nuestra historia, que también enseña que la prosperidad se logra a partir de consensos entre fuerzas antagónicas
El kirchnerismo ha provocado una guerra civil dialéctica. Atado a una interpretación maniquea de la historia, quiere hacer creer a los argentinos que deben elegir entre el Bien (el populismo kirchnerista) o el Mal (los amplios sectores de la sociedad que se oponen a sus políticas). Esta simplificación se ha hecho evidente una vez más en la reacción del oficialismo ante la masiva protesta del 8-N.
Como ha sucedido demasiadas veces en nuestro país, el kirchnerismo no aprende de los errores que hemos cometido en el pasado y no percibe que su empeño por dividir a la sociedad argentina está destinado al fracaso y, más grave aún, que condena al país a vivir por debajo de sus posibilidades, que en esta época son muy favorables. Desperdiciar esta oportunidad histórica por no querer acordar políticas de Estado a largo plazo es un crimen de leso patriotismo.
Superar la visión de la existencia de dos Argentinas inconciliables es la misión irrenunciable de intelectuales y políticos en el tiempo presente. Más Habermas y Rawls y menos Gramsci y Laclau. Más Mandela y Lula y menos Putin y Chávez. La tarea no es sencilla porque la interpretación bifronte del país cuenta con un nutrido grupo de pensadores que de una u otra manera han dado impulso a esta visión tan negativa para la prosperidad argentina.
Desde distintas perspectivas ideológicas, han destacado la existencia de dos Argentinas, entre otros, Mitre (dos corrientes de colonización, del Atlántico y del Perú), Sarmiento (civilización y barbarie), Alberdi (antecedentes unitarios y federales de la organización constitucional), José Ingenieros (revolución y contrarrevolución), Ricardo Rojas (exotismo e indianismo), Rodolfo y Julio Irazusta (nacionalismo e imperialismo), Eduardo Mallea (país visible y país invisible) y José Luis Romero (autoritarismo y liberalismo). Este contrapunto de la dualidad argentina se repite en la arena política. Buenos Aires y Asunción, el puerto y las provincias, morenistas y saavedristas, republicanos y monárquicos, directoriales y artiguistas, unitarios y federales, rosistas y antirrosistas, autonomistas y nacionalistas, conservadores y radicales, civiles y militares, peronistas y antiperonistas, son algunas de las formas que ha asumido el enfrentamiento político.
La historia argentina nos enseña que nuestra nación progresa cuando una conjunción de sectores sociales logra el predominio político con el consentimiento expreso o tácito de sus principales antagonistas. En ellos, la Argentina se une y cosecha grandes logros. A esta circunstancia histórica la denominamos "períodos de hegemonía consentida". En cambio, cuando el predominio político de una conjunción de sectores sociales se logra por imperio de la fuerza de las armas, la apelación al fraude político o por el peso de una mayoría electoral que se siente dueña del destino nacional, pero no tiene el consentimiento expreso o tácito de la sociedad, el país se estanca o retrocede. A esta circunstancia histórica la denominamos "períodos de hegemonía intolerante". En estos años, lo peor de la Argentina fragmentada aflora sin control.
En los períodos de hegemonía consentida las fuerzas sociales aceptan de buen grado el manejo a discreción del poder político por los sectores predominantes, que, a pesar de constituir sólo una parte de la opinión pública, asumen la representación de la voluntad social mayoritaria. Son épocas de consenso y de grandes cambios, referidos a transformaciones de estructuras sociales y no a aspectos superficiales. Estos períodos suelen suceder a períodos de estancamientos prolongados en los distintos órdenes de la vida social. El cuerpo social, agotado por períodos de luchas estériles o sacudido por fracasos recurrentes, reclama un liderazgo político firme y con objetivos claros.
Los períodos de hegemonía consentida representan una oportunidad única en la historia de una nación. Ejemplos históricos: período de las generaciones del 37 y del 80 (1862-1905), período del acuerdo conservador-radical (1916-1928), primeros años peronistas (1946-1949), primeros años de Alfonsín (1983-1987), primera presidencia de Carlos Menem (1989-1995). El secreto del período más prolongado de progreso de nuestra historia, entre 1862 y 1928, fue la habilidad de los líderes políticos de la época para renovar la hegemonía consentida luego de las luchas iniciadas con la revolución radical de 1905. Por contraposición, esta sana capacidad política de integrar hegemonías con consenso desapareció en el período 1928-1930 y a partir de la sanción de la Constitución de 1949, una pérdida de rumbo que llevó a no capitalizar a fondo el período de mayor progreso del siglo XX: los 25 años de la posguerra.
En los períodos de hegemonía intolerante, una conjunción de sectores sociales impone su predominio político a expensas de los intereses generales de la sociedad, que se ve agredida por el triunfo incontenible de la facción. Estos períodos suelen suceder a revoluciones, guerras civiles o crisis económicas, de manera que el deseo de eliminar de modo abrupto el desorden político, o de reafirmar compulsivamente las banderas partidarias que han perdido consenso, conduce a la intolerancia.
Se trata de períodos de escasísima vitalidad colectiva en los que el predominio de un poder político no consentido genera estancamiento y retroceso. Ejemplos históricos: la época de Rosas (1829-1852), período de la secesión nacional (1852-1861), segunda presidencia de Yrigoyen (1928-1930), período conservador (1930-1943), segundo período peronista (1949-1955), primer período militar (1966-1973), segundo período militar (1976-1982). El fracaso final de la década peronista prueba cómo se puede desperdiciar una circunstancia histórica, inicialmente favorable para un período de hegemonía consentida, por la incapacidad de renovar el acuerdo entre los distintos sectores sin promover la intolerancia recíproca.
Hoy estamos viviendo un intento deliberado de afianzar un período de hegemonía intolerante. ¿Por qué el kirchnerismo sigue una estrategia política que siempre ha resultado estéril? ¿Cuál es la causa profunda que lleva al actual gobierno a dividir al país, paralizando la energía creadora de los argentinos y su fe en un futuro mejor? La misma que ha generado en el pasado otros períodos de similar sectarismo político: el mesianismo. Si tuviéramos que decir qué tienen en común Rosas, el Yrigoyen de su segunda presidencia, Uriburu, Justo, el Perón de su segunda presidencia, Rojas, Onganía o Videla, más allá de sus profundas diferencias, es el mesianismo con que actuaron en la vida pública. Ellos eran los elegidos para imponerles a los argentinos un nuevo orden.
Afortunadamente, hoy vivimos en tiempos de democracia, cuya vigencia tiene el consenso unánime de los argentinos. Hay quienes sostienen que ni siquiera la democracia es un dique adecuado para contener el populismo cuando el gobernante en el poder no respeta las instituciones de la Constitución y usufructúa en su favor el enorme poder del Estado. Al sostener esta posición de descreimiento en las elecciones como método democrático de alternancia en el poder, quienes así opinan cometen el mismo pecado de intolerancia que les endilgan a sus adversarios políticos.
Es muy probable que, de cara al resto de su mandato, la presidenta Cristina Fernández de Kirchner elija prolongar el actual período de hegemonía intolerante, que continuará profundizando la grieta entre las dos Argentinas y a la postre será infecundo y de graves consecuencias.
Será entonces responsabilidad de quienes no concuerdan con el kirchnerismo la construcción de una alternativa política que, sin revanchismos, tome lo bueno del kirchnerismo y deje de lado sus aspectos negativos, y sea de este modo capaz de derrotarlo en las urnas e inaugurar una época de consenso y progreso sustentable.
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