La trampa de la punición
La Argentina se encuentra sumida en un debate acerca de qué hacer con las penas y castigos para quienes cometen delitos. En la reforma penal que está en discusión se esgrimen distintos argumentos a favor o en contra de la severidad del castigo.
La criminología ha estudiado por décadas el efecto de la cárcel en la reducción del delito. Existen dos efectos: la disuasión, o sea la probabilidad de que un delincuente se abstenga de delinquir por miedo a caer preso, y la llamada incapacitación, que un delincuente, al estar recluido, no puede cometer delitos fuera de la prisión. Los estudios en varios países han sido contundentes: el efecto disuasorio es muy selectivo y la incapacitación depende del tipo de delito: un violador serial preso efectivamente reduce el número de violaciones, pero un ladrón o vendedor de droga preso se convierte en una oportunidad de tomar su lugar para otros ladrones o vendedores de drogas.
Un estudio reciente de la Universidad Nacional de Tres de Febrero, sobre una encuesta a 1000 presos, verifica que el 55% lo está por robo y el 10% por venta menor de drogas. Más de la mitad había estado antes presa o en instituciones de menores; más de un 70% tuvo fácil acceso a armas de fuego y la mayoría proviene de familias desestructuradas que habitan en entornos delictivos. El promedio de las sentencias es de 9 años y la gran mayoría, una vez liberada, no encuentra un espacio adecuado de readaptación.
En este contexto hay voces que llaman a incrementar la punición. A mi juicio, esto produce tres problemas serios que no han sido debidamente contemplados. El primero es el costo fiscal de esta política; el segundo, que la reducción del número de delitos por esta vía probablemente sea marginal, y el tercero, que tenemos instituciones débiles para atender un encarcelamiento masivo, que puede transformarse en boomerang.
Para evaluar el costo potencial de un mayor encarcelamiento basta observar lo ocurrido en EE.UU., donde, para reducir la ola delictiva, se triplicó el número de presos en 25 años. Hoy en dicho país, con 300 millones de habitantes, hay 2.300.000 internos, o sea, una de cada 130 personas está detrás de las rejas. Si extrapolamos esa proporción a la Argentina, habría unos 300.000 presos, o sea, casi 4 veces más que hoy. Si cada preso le cuesta al país unos 15.000 dólares por año (sin incluir gastos de inversión en instalaciones), nos costaría alrededor de 4500 millones de dólares, o sea, más de 1% del PBI. ¿De dónde saldrán esos recursos?
El segundo argumento es más sustantivo. Distintos estudios sobre la reducción del delito en países de la OECD le atribuyen al efecto encarcelamiento no más de un 10%. Es decir, semejante nivel de inversión y gasto para reducir el delito, en el mejor de los casos, produjo 10% menos de crímenes. La experiencia en América latina es mixta aunque no auspiciosa. El estado de San Pablo tiene 230.000 presos y, a pesar de que bajó la tasa de homicidio, no se redujeron ni los robos ni el tráfico de droga. México y Venezuela han triplicado la tasa de encarcelamiento y el crimen en dichos países crece. Esto sucede porque hay delitos que, si no los comete X los cometerá Y, en tanto haya condiciones favorables para que ocurran.
Por último, es muy claro que si la política carcelaria hoy no produce los resultados deseados, probablemente el delito se agravará si tenemos más presos. Y esto es porque algún día se cumple la pena y éstos son liberados. La "universidad del delito", el estigma y las condiciones carcelarias inhiben una rehabilitación efectiva. Asimismo, las consecuencias sociales del encarcelamiento son severas. Por ejemplo, el 78% de los presos tienen hijos. Esto significa que hoy en la Argentina hay más de 70.000 hijos que tienen padres en la cárcel. ¿Cuál es el impacto social de este hecho? ¿Qué sucedería si multiplicamos por 3 o por 4 esta cifra?
La conclusión es que la política de encarcelamiento debe pensarse seriamente y a la luz de la evidencia. Cuando hay olas delictivas, como parece ser el caso de nuestro país, hay que ser muy creativos para ir desactivando las condiciones que generan el delito. La cárcel es sólo uno de los instrumentos. La encarcelamiento masivo puede ser medianamente efectivo, pero es extremadamente costoso, moralmente cuestionable y tiene consecuencias sociales impredecibles. ¿Estamos dispuestos a transitar ese camino?
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