La trampa de la polarización y la política del marketing
La Argentina está cada vez más encerrada en la trampa de la polarización. La política se ha convertido en un ejercicio de antagonismo improductivo que impide cualquier solución y agrava, en cambio, los problemas más dolorosos del país. ¿Estamos dispuestos los dirigentes a salir de este laberinto de peleas e intransigencia? ¿O persistiremos en la comodidad del desacuerdo, aun sabiendo que eso no nos permitirá revertir la decadencia ni mucho menos hacer las transformaciones indispensables?
Se ha acentuado una dinámica de enfrentamientos que estigmatiza la vocación por alcanzar acuerdos, desconfía de cualquier negociación y ubica el diálogo y la búsqueda de consensos en el plano de las debilidades y no de las fortalezas políticas. Hemos naturalizado la pretensión de imponer, y no la de convencer y construir entendimientos. Hemos incorporado las nociones de rigidez y dogmatismo como virtudes, cuando son –precisamente– los vicios que paralizan a una nación y traban cualquier posibilidad de transformación. La grieta nos ha metido en una trampa de la que no logramos salir. Y los resultados son el fracaso de una Argentina que genera pobreza y exclusión, que ofrece cada vez menos oportunidades de empleo, que empuja a nuestros jóvenes a la marginalidad o al exilio, que priva a nuestros mayores de una jubilación digna, que degrada la educación pública y convierte a nuestras ciudades en territorios cada vez más hostiles e inseguros. ¿Para qué aspiramos los dirigentes políticos a acceder al poder? ¿Para transformar esa realidad o para dejar las cosas como están, que es una manera de agravarlas? La respuesta a estas preguntas básicas dependerá, exclusivamente, de nuestra capacidad para tender puentes, para sentarnos a dialogar y para ceder, de uno y otro lado, en la búsqueda de construir verdaderas políticas de Estado. Lo contrario nos mantendrá en lo que el pensador español Daniel Innerarity define como “la impotencia del poder”, derivada de una “vetocracia” en la que unos y otros nos dedicamos a obstruirnos mutuamente sin posibilidad de avanzar en ninguna transformación.
Mauricio Macri propuso en 2015 “unir a los argentinos”. Alberto Fernández se presentó en 2019 como el presidente que venía a cerrar la grieta. A poco andar, sin embargo, pareció más “redituable” archivar esos discursos para fogonear la polarización. Por eso debemos poner en discusión la lógica que se ha apropiado de nuestro sistema político. Mientras los problemas se profundizan, los líderes solo terminan hablando para sus propias tribunas. Se apela a una suerte de discurso emocional, que busca reafirmar posiciones y reforzar fidelidades, sin hacer ningún esfuerzo por incorporar matices, asimilar posiciones más flexibles y comprender al que no forma parte de nuestra audiencia cautiva. En esa cultura política, unos u otros podremos acceder al poder, pero chocaremos con la imposibilidad de construir, desde allí, soluciones de largo plazo. El poder se vacía entonces de capacidad transformadora y se estanca en ese juego de intransigencia e impotencia.
Resulta cómodo, y acaso menos trabajoso, instalarse en esta suerte de “purismo intransigente” de un lado u otro de la grieta. Es mucho más complejo, y tiene –si se quiere– menos encanto y menos épica, embarcarse en la búsqueda de acuerdos, que siempre implica renunciar y ceder para conformarse con menos de lo que uno propone. Esa es, acaso, la esencia de la democracia, que exige negociación, aceptación del otro, opciones intermedias y soluciones posibles.
La política argentina se ha enamorado de la polarización y la ha dotado, incluso, de un perverso romanticismo. Desde esa perspectiva, ha puesto en la lista negra conceptos como los de “pacto” o “negociación”, a los que se identifica, con ligereza, como algo oscuro, espurio o “por debajo de la mesa”. Debemos salir de esa trampa dialéctica y metodológica. Aunque suene políticamente incorrecto, hay que decirlo con todas las letras: sin pactos, la Argentina no tiene salida. Sin diálogo y sin negociación, no hay futuro. Con ese mismo espíritu hemos reivindicado alguna vez “la rosca” política, convencidos de que también se la ha convertido en una “palabra maldita” cuando, en verdad, supone la vocación de entender al otro, de dialogar, de encontrar puntos en común y superar la trampa de la polarización.
De la pobreza no se sale con eslóganes ni con discursos emocionales. La pandemia no se enfrenta con apelaciones populistas ni con simplificaciones publicitarias. La complejidad de los problemas que nos agobian exige políticas consistentes y reformas estructurales. Debemos mirar más allá del calendario electoral y apuntar, con programas de largo plazo, a sanear la economía y dotar de solidez a nuestra moneda; debemos encarar transformaciones que alienten la inversión de riesgo; fortalezcan nuestro sistema institucional; mejoren nuestros servicios de salud, seguridad y educación, así como nuestro sistema previsional. ¿Alguien cree, de verdad, que esto se puede hacer sin acuerdos? ¿Alguien cree que la solución está en los cruces de agravios y chicanas, en el atropello al adversario y en las respuestas simples para estimular la indignación ciudadana?
Los dirigentes políticos debemos imponernos un profundo ejercicio de autocrítica. La polarización nos ha traído hasta acá. ¿Vamos a seguir por el mismo camino o tendremos la audacia de intentar algo distinto? ¿Vamos a seguir apostando a la política pendular, que oscila entre un fracaso y otro? ¿Seguiremos alimentando un debate público dominado por la simplificación, los eslóganes y las frases efectistas para nuestras propias tribunas? ¿O nos animaremos a liderar una trasformación cultural de la política, aun cuando esto nos obligue a pagar costos y a ceder para no seguir estancados en la frustración y la impotencia?
En un país atravesado por los desencuentros, las descalificaciones y los antagonismos, el diálogo y la moderación suenan como una sinfonía desangelada, que no exalta demasiadas pasiones ni despierta ovaciones estridentes. Quizá no alcance picos de rating, pero en esa orfebrería trabajosa del diálogo y la negociación se encuentra, sin embargo, la salida de este laberinto que ha empobrecido a los argentinos. Depende de los dirigentes. Depende de que seamos capaces de gritar menos y dialogar más, de sumergirnos en la búsqueda de soluciones, que suele ser más difícil que encontrar frases altisonantes para exaltar y conformar, desde la verborragia de las redes, a nuestros propios seguidores. Depende de que entendamos a tiempo el valor de la política, que siempre pasa por encontrar un puente que nos lleve hacia el futuro.