La trampa de la “justicia emocional” y las sentencias para la tribuna
Parece florecer una tendencia de alto riesgo: se impone una suerte de espíritu vengativo que reivindica algo más parecido al linchamiento que al funcionamiento de un engranaje institucional
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La obscenidad y la indolencia con que muchas veces se ha comportado la dirigencia partidaria engendraron un extendido sentimiento “antipolítica” en buena parte de la sociedad. Es una reacción comprensible, pero a la vez peligrosa, que suele coquetear, además, con inquietantes posiciones antisistema y con una liviana y arbitraria generalización: “son todos iguales”. En ese contexto parece florecer ahora otra tendencia de alto riesgo: la “antijusticia”. Propone una suerte de espíritu vengativo y justiciero, en el que se reivindica algo más parecido al linchamiento que al funcionamiento de un engranaje institucional, siempre más arduo, más lento y más trabajoso.
El clima de hartazgo e impaciencia social se canaliza a través de las redes para crear una atmósfera en la que cualquier procedimiento se confunde con un obstáculo. En la era de la inmediatez, las sentencias tienen que ser instantáneas. El debido proceso no “encaja” con las ansiedades y las expectativas de una sociedad que por momentos parece pedir venganza y justificar las lapidaciones. Se hace, así, una suerte de “justicia emocional”, con veredictos para la tribuna y pronunciamientos exprés.
Puede ser antipático decirlo, pero la resolución del caso Kueider en el Senado va en esa línea. Haberse ceñido al procedimiento resultaba “impopular”: sonaba a blandura, a tibieza y hasta a complicidad. Entonces se lo expulsa sin darle derecho a la defensa y sin esperar al menos el procesamiento judicial. La suspensión y el desafuero no conformaban al “tribunal” de la opinión pública. Las redes pedían más.
Por supuesto que el sistema debe ser expeditivo en la aplicación de sanciones. Un senador de la Nación que es descubierto in fraganti en un oscuro paso fronterizo con 200.000 dólares que no puede justificar y con excusas que suenan insostenibles no puede conservar su banca, al menos hasta que la Justicia se expida y las cosas queden claras. No hay dudas de que su conducta compromete y avergüenza al Parlamento. Pero ese sistema que se degrada y se deshonra con actitudes y opacidades como las de Kueider debe defenderse con apego a los procedimientos, a las formas y a la rigurosidad de la práctica reglamentaria. Frente a la deshonra, la institución debe exhibir seriedad, razonabilidad y mesura, con una ponderación precisa y justa de los hechos. La suspensión y el desafuero inmediato hubieran sido la respuesta más prudente frente a un estado de evidente sospecha. Pero una mezcla de cinismo, demagogia y oportunismo llevó a una sobreactuación que eludió el debido proceso.
Con pasmosa falta de templanza y de solvencia ética, pero también intelectual, los legisladores suelen votar verdaderos despropósitos si creen que de esa forma halagan al electorado. No importa lo que se debe, sino lo que conviene.
No se trata de Kueider, sino de cómo actúa el sistema cuando se lo pone a prueba. El defensorismo radicalizado que encarnó Eugenio Zaffaroni desvirtuó el concepto de garantismo, apropiándose, como suelen hacer los populismos, de una palabra virtuosa para encubrir extremos y radicalizaciones ideológicas, cuando no intereses, negocios o privilegios. Pero una sociedad que no respeta las garantías se asoma peligrosamente al territorio de la arbitrariedad, el abuso y el primitivismo vengativo. El debido proceso es un derecho de los sospechosos y los imputados, pero sobre todo es un conjunto de reglas inherente a los sistemas democráticos y es, por lo tanto, un bien de toda la sociedad.
Tal vez no sea necesario leer al eximio procesalista italiano Francesco Carnelutti ni estudiar a fondo los códigos rituales, sino volver, simplemente, a aquella premisa básica con la que nos enseñaban en la familia y en la escuela: no hagas a otro lo que no te gustaría que te hicieran a vos. Como a nadie le gustaría que le amputaran su derecho a defenderse frente a una acusación o una sospecha, como tampoco que lo expulsaran de su trabajo sin que se sigan los procedimientos correspondientes, no hay que celebrar, sino más bien lamentar, cuando eso le ocurre a otro. Aun cuando creamos, con convicción, que ese otro “lo merece”. Es saludable, desde ya, que “el que las hace las pague”. Pero que las pague como corresponde.
Cuando se apela a una suerte de decisionismo atropellado, se abre, también, una ventana de chapucería institucional que puede ser contraproducente, además de peligrosa. El fin no justifica los medios. Si a los Kueider no se los echa a través de procesos rigurosos e irreprochables, es posible que mañana, cuando la tribuna ya esté mirando para otro lado, haya que indemnizarlos y pagarles como si fueran víctimas en lugar de victimarios.
Es tentador, por supuesto, aplicar sanciones y quitar privilegios de un plumazo. Suele ser redituable, además, en términos de opinión pública. Y en muchos casos puede ser justa la finalidad que se persigue. ¿Quién podría estar en desacuerdo, por ejemplo, con quitarle la exorbitante doble pensión que cobraba una expresidenta que enfrenta una doble condena penal por defraudar al Estado? Pero el bien hay que hacerlo bien. Hacerlo sin orden judicial, sin la aplicación de una vara uniforme y sin el procedimiento adecuado podría ser más rápido, pero también más riesgoso. Lleva a que la decisión sea jurídicamente vulnerable, en lugar de sólida e incuestionable. ¿No nos terminará costando un retroactivo más caro al cabo de varias apelaciones? El Estado argentino sigue pagando fortunas incalculables por decisiones que algún día fueron aplaudidas, pero que después no pasaron el examen de legalidad.
Cuando se habilita el decisionismo exprés se corre, además, el riesgo de que ese mismo plumazo, que hoy se aplica en una dirección, mañana se aplique en la dirección contraria. La Argentina contemporánea nos muestra la volatilidad y la virulencia con la que cambian los vientos de la opinión pública.
Los réditos cortoplacistas que suelen acarrear estas “decisiones populares” pueden generar, al mismo tiempo, costos mayores, aunque menos perceptibles. Los grandes inversores prestan una especial atención a la vigencia y la solidez de los procedimientos en cada país. De eso depende, al fin y al cabo, la seguridad jurídica. Miran, además, los márgenes de ecuanimidad o de arbitrariedad con los que se maneja el poder, porque a nadie se le escapa que el criterio no es parejo para todos, y que, así como a algunos se los tira a la hoguera sin darles siquiera el derecho a defenderse, a otros se les permite no dar explicaciones ni pagar ningún costo, aunque hayan omitido la declaración de fortunas inexplicables ante la Oficina Anticorrupción, como el jefe de la DGI, o estén sospechados en una fenomenal trama de corrupción, como el ministro de Transporte de Kicillof.
La sociedad afronta un grave peligro cuando el sistema institucional se pliega a la lógica de las redes y actúa en consonancia con los humores cambiantes de la opinión pública. Por supuesto que la política y la Justicia deben sintonizar las demandas éticas y materiales de la sociedad. Un elevado umbral de insatisfacción exacerbó las reacciones antisistema. Son muchos jueces, muchos legisladores y muchos funcionarios los que engendraron, con sus inconductas y sus negligencias, el desprestigio del sistema y la desconfianza en las instituciones. Pero el desafío pasa por una rigurosa y seria autodepuración, no por una ruptura de reglas y procedimientos que rompan el tejido jurídico y habiliten los linchamientos, dispuestos según la conveniencia y la comodidad del poder.
Así como el Estado debe procurar una mayor satisfacción de las demandas sociales, también le toca el rol esencial de velar por las garantías, la institucionalidad y los procedimientos en tiempos en los que esos mismos procedimientos generan desconfianza. De ese delicado equilibrio depende la calidad de la democracia.
La historia argentina registra épocas en las que la opinión pública “habilitó” y convalidó el enfrentamiento desde el Estado de determinadas amenazas y delitos con técnicas y estrategias “heterodoxas”, por fuera del sistema. Los procedimientos de la Justicia parecían insuficientes, débiles, demasiado lentos y engorrosos. No se trata de arriesgar comparaciones que puedan resultar forzadas, pero tal vez valga la pena recodar que los atajos siempre terminaron en tragedia y que los costos han sido tan altos como dolorosos.
Ocurre con frecuencia que una relativa mayoría social pide o justifica la venganza. Vale la pena, como ejemplo, mirar lo que ocurre ahora en los Estados Unidos, donde un crimen en el corazón de Manhattan es percibido por muchos como “un acto de justicia”. El caso de Luigi Mangione expone con crudeza el afán vengativo y justiciero que se potencia, de la mano de las redes sociales, en sociedades occidentales. Muchos lo ven como un “héroe” por haber asesinado a uno de los máximos ejecutivos del sistema de seguros de salud. No creen en el sistema para intervenir frente a eventuales abusos de esas compañías, y la desconfianza llega al extremo de justificar un asesinato a sangre fría. Las encuestas hoy se inclinan a favor de un eslogan que ha ganado las calles: “Liberen a Luigi”. Si el sistema se guiara por las encuestas o buscara sintonizar con el “tribunal de las redes”, la democracia norteamericana retrocedería al tiempo de las cavernas y de la ley de la selva. Ni absoluciones ni condenas por aclamación popular. El procedimiento puede ser lento, trabajoso y aburrido. Pero es lo que asegura, al fin y al cabo, la vigencia y la salud de una sociedad civilizada.