La trampa de la “censura progre”
Una excesiva sensibilidad parece conspirar contra la diversidad y la disidencia; basta que alguien se sienta ofendido para que otro sea excomulgado del paraíso de la corrección política
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¿Solo queremos leer y escuchar aquellas cosas con las que estamos de acuerdo? ¿Nos resulta cada vez más difícil aceptar la disidencia y digerir los discursos disonantes? ¿O desconfiamos de nuestra propia capacidad, y la de los otros, para distinguir entre argumentos y disparates, o entre ideas y prejuicios? Son preguntas inevitables ante el avance de nuevas formas de censura en nombre de un supuesto progresismo.
Algunos músicos norteamericanos acaban de plantearle a Spotify que si no “cancelaba” a un comediante provocador y tildado de antivacunas ellos se iban de la plataforma: “él o nosotros”. Si los músicos simplemente hubieran decidido irse, habrían hecho uso de su derecho. ¿Pero tienen derecho a exigir que otro sea excluido solo porque su discurso les parece “peligroso”? ¿No es más peligroso recortar la libertad de expresión y restringir el derecho de terceros aun a decir cosas que nos parezcan desubicadas, infundadas y hasta irritantes? ¿O es que ya no toleramos los pensamientos y las ideas que nos incomodan? ¿No es más sano ejercer el derecho a seleccionar y tamizar nosotros mismos los discursos a los que prestamos atención, sin exigir que la censura nos ahorre el trabajo? Se creerá, con excesiva arrogancia, que el problema no somos “nosotros”, sino los que puedan “comprar” esos discursos “peligrosos”. Con ese razonamiento, ¿no se cae en la subestimación del otro, en nombre de una supuesta superioridad moral e intelectual?
La censura fue, históricamente, patrimonio del puritanismo. Hoy, sin embargo, la ha asumido un supuesto progresismo que se ha extendido por los ambientes académicos e intelectuales de todo el mundo y que, por supuesto, tiene su correlato –muchas veces caricaturesco– en la militancia pseudoprogresista de nuestro país. Una excesiva sensibilidad parece conspirar contra la diversidad y la disidencia. Reacciones como las de Neil Young y Joni Mitchell para que Spotify cancelara al humorista Joe Rogan hieren de muerte al pluralismo, que consiste, precisamente, en la convivencia de ideas antagónicas y en la posibilidad, incluso, de expresar aquellas que nos puedan producir rechazo.
Defender el derecho de cualquiera a decir disparates no es, por supuesto, defender ni justificar esos disparates; mucho menos la forma en la que suelen expresarse. Tampoco es desconocer el efecto que puedan provocar en personas que los escuchan. Pero si creemos que la alternativa es callarlos, caemos en un peligro peor del que puedan representar las ideas más absurdas, excéntricas o disonantes. Desde ya que hay límites, y todos somos responsables por lo que decimos o escribimos. Pero los límites los pone la ley: son la injuria, la difamación o la apología del delito, incluida –por supuesto– la incitación a la violencia. No tenemos derecho a herir ni a agraviar a otros, pero el encuadre de esas conductas debe ser muy prudente y cuidadoso. El riesgo está en que los jueces también caigan en excesos al enjuiciar opiniones, afirmaciones y teorías que pueden ser descabelladas, incluso hostiles y chabacanas, pero que deberíamos tener mucho cuidado al encuadrarlas como delitos o contravenciones.
Los excesos de la “corrección política” están creando un clima de censura y autocensura que avala lo que ahora se denomina la “cultura de la cancelación”. Son ideas revestidas de una aparente sensibilidad identificada con el progresismo urbano, pero que caen en variantes totalitarias y promueven el discurso único. Proponen, además, una especie de linchamiento de aquellos que expresan ideas disidentes: no solo se trata de excluirlos de Spotify, sino también de borrarlos de la vida pública. No se los excluye a través de procedimientos ni de tribunales, sino desde el altar en el que se ubican los censores morales del progresismo. Alcanzan 250 caracteres en Twitter para “cancelar” a un profesor, un músico, un humorista, un científico o un actor al que se lo considere “sexista”, “xenófobo”, “terraplanista” o “discriminador”. Ni siquiera importa que lo sea: basta que alguien haya percibido algún “germen prohibido” en una declaración suya, un gesto o una actitud, aunque se los juzgue fuera de contexto. Basta que alguien se sienta ofendido para que otro sea excomulgado del paraíso de la corrección política.
En muchos aspectos, la sociedad ha evolucionado hacia formas más respetuosas en la expresión pública. Resulta sano –sin duda– que hoy se ponga mayor cuidado al calificar a las minorías, al hablar humorísticamente de determinados temas y al abordar asuntos que puedan herir la sensibilidad de otros. Forma parte de una conquista social que, bien administrada, podría mejorar la convivencia y enriquecer la conversación pública. Hay buenos argumentos, sin embargo, para dudar de esa evolución cuando vemos los niveles de agresividad, brutalidad y bajeza que nutren (desde el anonimato) el debate en las redes sociales. Pero más allá de eso, también merecería atención que esa mayor sensibilidad no se convierta en hipersensibilidad y no opere como un corset que limite hasta extremos sofocantes la libertad para discutir, expresarse y disentir, y para navegar –incluso– contra la corriente de las ideas dominantes.
Los excesos de la corrección política pueden suponer la trampa de creer que cualquier discurso que se aparte un centímetro del catecismo “progre” es un “discurso de odio”, o que cualquier transgresión es una ofensa. Si cualquier cosa altisonante se considera “peligrosa”, se terminan igualando el mal gusto con la discriminación, la grosería con la injuria y la provocación con el agravio. Esa confusión de jerarquías restringe la libertad de expresión y sepulta los valores de la amplitud y la tolerancia.
La condena de prisión a un youtuber que hizo comentarios aparentemente desubicados sobre la mujer del Presidente tal vez se inscriba en este clima de hipersensibilidad. Por supuesto que no puede haber piedra libre para agraviar. Pero la prisión por opinar (aunque sea de un modo soez, ofensivo e infundado) debería ser un recurso extremadamente limitado en una democracia. Si se empieza a perseguir judicialmente a los que dicen barbaridades por Twitter, habría que encargar varios millones de pulseras electrónicas. Pero ¿se haría justicia o se limitaría la libertad de expresión? Y otra pregunta: ¿se mejoraría el debate público o se convertiría en “mártires y perseguidos” a los que digan más disparates en YouTube?
Las noticias de los últimos días (desde el intento de exclusión en Spotify hasta la condena del youtuber argentino que se identifica como “Presto”) tal vez nos enfrenten a una elección: ¿nos quedamos con los riesgos de la libertad o asumimos los peligros de una policía del pensamiento? ¿Pagamos el costo de que todos puedan expresarse o dejamos en manos de supuestos “iluminados” la atribución de decidir a quiénes dejan hablar y a quiénes mandan a callar?
La tentación de limitar la expresión y el pensamiento no solo se ha enquistado en las elites intelectuales, sino también en la política argentina, donde la “censura biempensante” ha adquirido incluso estatus legal. Una ley de la provincia de Buenos Aires (la 14.910) obliga a hablar de una manera determinada y a afirmar determinadas cosas cuando se hace referencia a los años 70 en la Argentina. Impone un “diccionario oficial” para hablar de la dictadura, con la pretensión de imponer una única verdad sobre el pasado. Impide discutir la historia y ubica a la disidencia como una actitud “ilegal”. El totalitarismo, muchas veces, asoma bajo el disfraz de la corrección política.
El genuino progresismo defiende los valores de la libertad, la diversidad y el pluralismo. Pero hoy parece imponerse una versión adulterada, dominada por cierta mojigatería y un puritanismo ideológico que ejerce la censura y promueve el pensamiento único. “Nunca se masacró a la disidencia con tanta saña ni con tantos medios”, advierte Arturo Pérez-Reverte. “El disenso no solo se considera un error, sino una falencia ética inaceptable”, escribe Gustavo Noriega en una imperdible nota en La Nación sobre el intento de censura en Spotify. Son voces que se unen a la de Flemming Rose, un autor danés que alerta sobre el peligro de caer en “la tiranía del silencio”.
Tal vez sea hora de recordar la frase atribuida a Voltaire: “Estoy en desacuerdo con lo que decís, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo”. ¿O Voltaire también tendría que ser cancelado?