La trama de la caída económica argentina y las posibilidades de remontarla
¿Se podrá revertir la secuencia decadente? Sí, si reunimos ciertas condiciones, entre ellas, recomponer los equilibrios macroeconómicos inherentes a nuestra particular confección política y productiva
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El éxito o el fracaso del desempeño económico de un país se mide en guarismos entre los que sobresale su PBI diferencial respecto de pares significativos. Durante un siglo, la Argentina se autopercibía, no sin razón, como un país excepcional respecto de sus vecinos sudamericanos. En la terminología de la teoría del desarrollo en boga hacia los años 60 era, como poco, un “país en vías de desarrollo”, a diferencia del resto, lisa y llanamente “subdesarrollados”. No obstante, el “en vías de” suponía el desconcierto respecto de los eufóricos pronósticos de nuestro primer Centenario, que para entonces nos situaban como la versión sudamericana de los EUA.
Pero mientras se debatían estas tribulaciones, el país estaba ingresando en una trampa que años más tarde marcaría el comienzo de una flexión aciaga. Hacia fines de esa década, nuestra referencia pasó a ser el crecimiento asombroso de Brasil como potencia industrial, que hirió nuestra autoestima y habilitó un diagnóstico socioeconómico mucho más oscuro que el merecido. Y lo más curioso es que los remedios para salir de la encrucijada resultaron peores que la enfermedad.
Pablo Gerchunoff califica a la Argentina del Centenario de “el palacete en el barrio humilde”. En efecto, entre 1880 y la Primera Guerra Mundial, el crecimiento de nuestro PBI anual ascendía al 2,5%, mientras que el de nuestros vecinos, a menos del 1%: una extensión de Europa en el confín austral de América. La inercia prosiguió hasta el crash de 1930. Desde entonces y hasta 1974, el PBI promedio de América Latina ascendió al 1,8% anual, mientras el nuestro, al 1,5. Una suerte de emparejamiento, pero que omitía procesos subyacentes más complejos.
Desde 1974 hasta hoy, el balance fue en línea con la citada torsión: nuestros pares sudamericanos siguieron manteniendo su ritmo (1,8%), mientras que nos desplomamos al 0,6%. Hacia 1960, el PBI argentino seguía liderando Sudamérica con 38% respecto del 26% de Brasil; 60 años más tarde, Brasil lo duplicó, alcanzando 50%, mientras que redujimos el nuestro a apenas el 15%; es decir, a menos de la mitad.
¿Cómo y por qué se produjo esta caída en picada? Las causas fueron múltiples. Algunas, que traían un arrastre de décadas, convergieron con otras durante esos años cruciales de agotamiento de la etapa “desarrollista”, y con una nueva e imprevista crisis internacional que habría de prolongarse hasta la revolución tecnológica de los años 90. Analicemos brevemente sus principales coordenadas.
En primer lugar, la bancarrota fiscal del Estado y la descalificación de sus cuadros administrativos. La génesis de ese problema venía de lejos. Nos había ido bien entre fines del siglo XIX y principios del XX proveyendo en gran escala alimentos a la Europa industrial. Pero ese ciclo exhibió síntomas de agotamiento externo –la modificación de las dietas abundantes en hidratos de carbono por proteínas– e internos –los límites de nuestra frontera agropecuaria–, eclipsado por la “trilogía siniestra” de la Gran Guerra de 1914, la Gran Depresión y la Segunda Guerra Mundial.
Desde 1930 se respondió al cierre definitivo del Viejo Mundo a nuestras exportaciones improvisando una fórmula autárquica, pero que, dada la irreversibilidad de sus consecuencias, debió haber sentado las bases de una nueva y más compleja especialización, apuntando a una reinserción internacional menos simplista que la sustitución ingenua de importaciones. Algunas voces advirtieron el “huevo de la serpiente” que esta última podía incubar para el equilibrio de nuestras cuentas externas, pero no fueron escuchadas. Durante los veinte años siguientes, se fue confeccionando así una arquitectura socioeconómica y cultural conflictiva y estresante del desarrollo y el crecimiento.
Sus contendientes fueron la industria protegida y un agro cuya producción seguía siendo la más competitiva, aunque lejos de su pujanza de otrora. Ambos se disputaron el botín de las reservas en un juego cíclico de devaluaciones recesivas y reactivaciones inflacionarias. La pugna, celebrada en el interior del propio Estado, espejaba a la política inhibiendo una fórmula distributiva estable. Esta doble inestabilidad dañó la reputación internacional del país respecto del nuevo flujo de inversiones productivas nuevamente disponibles tras la segunda posguerra.
Durante los años 60, su radicación exigió salvaguardias fiscalmente onerosísimas, plasmando un crecimiento espasmódico y de resultados insuficientes en impulsar una industria extrovertida capaz de dotarse de sus propias divisas, la gran cuenta pendiente desde los años 40. La anemia fiscal traducida en una inflación promedio del 30% anual fue horadando su única fuente informal y espuria de financiamiento: las cajas previsionales. Exhaustas hacia principios de los años 70, solo les quedó a los gobiernos el recurso contraproducente del “impuesto inflacionario” derivado de la deuda de los gobiernos con el BCRA: una riqueza ficticia inversamente proporcional a la real; primero estancada y luego menguante.
La valorización financiera internacional a mediados de los 70 fue concebida como un bálsamo salvador, pero el fracaso del crecimiento estimado la convirtió en una plataforma idónea para la fuga de los capitales ante los extravíos caudillistas de las elites políticas, además de una fuente nueva y más acuciante de déficit fiscal. Se abrió así, desde 1981, una dinámica deletérea que finalmente detonó la hiperinflación de 1989-90.
El fin de la Guerra Fría y la final reforma del Estado postergada desde hacía dos décadas volvieron a suscitar la esperanza de volver a ser una economía emergente. Pero, sin perjuicio de la modernización que supuso, su flanco fiscal condujo al default de 2001 seguido por el retorno a la antigualla proteccionista e inflacionaria sustentada en los precios de nuestras exportaciones a raíz de la nueva demanda china y la capacidad ociosa residual instalada de los 90. Agotada hacia comienzos de la década del 10, el ulterior estancamiento hasta nuestros días extendió la informalización económica y su estribación social: una pobreza estructural en las antípodas de nuestro imaginario colectivo.
¿Se podrá revertir esta secuencia decadente? Sí, en tanto reunamos una serie de condiciones básicas. En primer lugar, recomponer los equilibrios macroeconómicos inherentes a nuestra particular confección política y productiva. Luego, establecer reglas precisas en la relación entre la Nación y las provincias para acabar para siempre con nuestra inflación emblemática, recreando la confianza en una comunidad internacional que ha vuelto a poner en la mira nuestras riquezas potenciales.
Pero el desarrollo no puede agotarse en la producción de recursos naturales: debe generar “marcas” globales, para lo que urge recalificar nuestro capital humano sacando al sistema educativo de la postración. Sobre todo a la enseñanza pública primaria y secundaria, cuya descalificación, a diferencia de los cínicos postulados del relato populista, es una de las principales fuentes de desigualdad de la mitad postergada de la sociedad.
La resolución de ese nudo demandará décadas, pero urge comenzarla junto con otras reformas institucionales que redefinan el sistema político y las funciones básicas del Estado, pues es en su degradación donde se ubica el comienzo del tobogán que nos ha hecho descender a este estado de cosas.
Miembro del Club Político Argentino y de Profesores Republicanos