La trágica paradoja de una batalla cultural contra la cultura
El 20 de marzo de 1971, el escritor cubano Heberto Padilla fue encarcelado. ¿Qué le reprochaban? La primera alarma sonó ante una reseña del poeta en la que se quejaba del silencio impuesto por el régimen castrista sobre Tres tristes tigres, la novela del exiliado Guillermo Cabrera Infante. Sucesivamente, se ensañaron con Padilla la revista El Caimán Barbudo y el periódico Verde Olivo, ambos medios paraoficialistas. Pero el gran problema surgió con el poemario Fuera del juego. Se le imputaba cierta ambigüedad frente a la revolución, matices. El propio Fidel Castro se refirió al caso: “Rechazamos las pretensiones de la mafia de intelectuales burgueses pseudoizquierdistas de convertirse en la conciencia crítica de la sociedad”. La monstruosa consigna era: se colabora explícitamente con el poder o se calla.
Después de más de un mes preso, Padilla fue obligado a hacer una humillante retractación publica, luego de la cual sufrió una década de marginación y, por fin, en 1980, el exilio, a la vez redentor y amargo. Este odio desatado sobre el cuerpo de Padilla denotaba, al mismo tiempo, la importancia que se atribuía a la cultura con mayúsculas. Que el ministro del área de Fidel Castro fuera nada menos que Alejo Carpentier lo corrobora. De modo paritario, cuando triunfó el sandinismo, el vicepresidente nicaragüense fue el gran escritor Sergio Ramírez y el ministro de Cultura, un poeta: Ernesto Cardenal. También las democracias europeas ponían en cargos decisivos a hombres capaces de operar sobre el campo semántico: el general De Gaulle nombró a André Malraux y Felipe González, a Jorge Semprún.
Los despojos de los regímenes nicaragüense y cubano mantienen esa vieja línea. Basta pensar que Daniel Ortega, en esta segunda etapa, declaró apátridas a Gioconda Belli y a Sergio Ramírez, mientras que el castrismo continúa su acoso sobre los artistas disidentes. A partir de la guerra de Ucrania, Rusia confeccionó listas negras, el Bolshoi sufrió cambios, se prohibieron libros y renombrados cantantes debieron partir al exilio. Lejos de despreciar la cultura, le temen. Ni hablar, por supuesto, de la importancia que se le atribuye en países democráticos como Alemania o Francia, con políticas estatales concretas. Ya sea para el mal, el acoso y la manipulación parasitaria en las dictaduras, o para el bien, la dinámica virtuosa en las democracias, la cultura es central.
El chavismo, en cambio, es una dictadura de TikTok. Creen que son vanguardistas y en realidad son arcaicos. La máxima aspiración cultural de Maduro es asfixiar a la industria editorial y hacer desaparecer cualquier brote de creatividad. Con esos materiales, su insignificancia está asegurada.
¿Puede una batalla cultural ser iletrada? Al parecer, no, por tres razones: la primera, económica; otra, histórica; la final, metafísica. A la luz de esta deriva, es particularmente interesante pensar el actual fenómeno argentino. Las políticas culturales son vistas como un gasto prescindible; en todo caso, pueden dejarse libradas al emprendimiento privado, como si fuera el comercio de lechuga. En esa idea se inscribe el virtual desmantelamiento de Programa Sur, que consistía en traducciones de obras argentinas en asociación con editoriales extranjeras. Por citar un ejemplo, si Martin Scorsese compró los derechos de Matate, amor, la novela de Ariana Harwicz, para filmarla en Hollywood, fue gracias a ese programa. Que Ventana Sur, la feria de contenidos audiovisuales que se realizaba en la Argentina en alianza con el Festival de Cannes, haya decidido mudarse al Uruguay es otra mala señal. Que el Festival de Cine de Mar del Plata, uno de los quince más importes del mundo, haya cambiado el director a tres meses de su realización, por desacuerdos económicos, es otra pésima noticia.
El canibalismo fiscal en esta materia es el perro que se muerde la cola. Es falso que invertir en políticas culturales sea tirar la plata. Hay rentabilidades directas: regalías que ingresan por los derechos de un libro o la venta de una obra de arte, remesas de un cantante, o generación de trabajo con la producción cinematográfica (¡si no que le pregunten a las industrias Weta de Nueva Zelanda!); pero también indirectas, como los impuestos que se recaudan de los hoteles y restaurantes que trabajan gracias a la cercanía de un museo que atrae el turismo (la prueba está en Bilbao, que era una ciudad decadente antes del Guggenheim). ¿Piensan los talibanes presupuestarios que Malraux incurrió en un error cuando hizo limpiar con arena y vapor los grandes edificios de París? La discusión debería estar superada. Es verdad que el kirchnerismo cometió innumerables tropelías y que sus programas funcionaron como caja de la corrupción política, pero deducir de ahí que toda política cultural es un despilfarro es un disparate.
En segundo lugar, está lo histórico: tienen una gran confusión en torno al concepto de “batalla cultural”. Creen que cuando los trolls a sueldo (para eso sí hay “plata”), con un libro de Rothbard bajo la axila, saltan en las redes como perros rabiosos contra periodistas a los que llaman tibios, contra la socialdemocracia o contra la libertad de elección sexual están tomando la Bastilla. Creen que hacer bullying a Lali Espósito constituye una cruzada evangelizadora.
Además de que esos arrebatos patoteros remedan peligrosamente los de Fidel Castro y sus acólitos contra Padilla, les doy una mala noticia: se equivocan. Esa batalla es estéril. Solo los grandes intelectuales han sido capaces de una producción fecunda de sentido simbólico, de reelaborar el mito de origen, de inducir cambios sociales persistentes: de El Decamerón, de Boccaccio, que prenuncia la modernidad, a El jardín de las delicias, de El Bosco, que pinta el infierno más divertido que el cielo, siempre será así. Lo probaron las arduas peripecias de Aleksandr Solzhenitsyn en Rusia, Milan Kundera en Checoslovaquia o Czeslaw Milosz en Polonia. Los valores que nutren una narrativa histórica no son sino la vida, la muerte, la esperanza, la injusticia, la ambición de poder. Nunca, por ende, Aristófanes o Dostoyevski podrán ser sustituidos por la violencia discursiva de un político ocasional ni por los encarnizamientos conventilleros de los usuarios de X, destinados –más temprano que tarde– al olvido.
Se complementa este cuadro con la emblemática designación de un productor de espectáculos al frente de la Secretaría de Cultura, que empalma hasta con detalles mínimos: Milei asistió a dos óperas en el Colón y en ambas ocasiones fue acompañado por personajes de la farándula. Confusión fatal entre cultura y espectáculo.
La tercera razón es de carácter metafísico. Debemos entender que la vida es un espeso hojaldre de sentimientos cuyas capas son complementarias, no excluyentes. Es indispensable que el hombre trabaje y genere riqueza. Esos esfuerzos se traducen, por ejemplo, en avances de la ciencia que permiten una vida con más confort. También es bueno que el hombre tenga su dimensión lúdica. Pero estas capas no agotan el repertorio de necesidades humanas. Como alguna vez dijo Ernst Cassirer, el asombro es la emoción genuinamente filosófica. Descubrir la verosimilitud de un razonamiento, gozar cuando nos cuentan historias, entender la realidad a través de una ficción o sentir el placer de que un sustantivo y un adjetivo entren inesperadamente en combustión son insumos tan necesarios como el abrigo en invierno. No en vano todas las grandes naciones se preocupan por cultivar y auspiciar sus producciones artísticas. Despreciar la potencia civilizatoria de los grandes intelectuales es empobrecer la calidad democrática, es demoler la vida misma.ß