La tragedia que viene
Decir que Donald Trump es Hitler o que provocará las mismas catástrofes que desencadenó el nazismo sería una locura, pero desconocer lo que tienen en común sería irresponsable
En 1933, tres años después del estallido de la peor crisis económica mundial, Adolf Hitler llegó al poder con la promesa de volver a hacer grande a Alemania haciendo reverdecer las glorias del primero y del segundo reich. No era alemán, sino austríaco; sus guarangadas provocaban aún el rechazo de las mayorías; su partido sólo controlaba un tercio del Reichstag, y él mismo era un personaje delirante, así que las gentes sensatas se burlaban de él y creían que las potentes corporaciones económicas, los poderosos partidos tradicionales, las influyentes iglesias católica y protestante y las astutas maniobras del presidente Von Hindenburg le impedirían hacer daño y lo arrojarían a la calle una vez demostrada su ineptitud. Doce años después, decenas de millones yacían en los cementerios del mayor conflicto bélico de la Historia y seis millones de judíos, homosexuales y gitanos habían sido masacrados en cámaras de gas.
Las acusaciones con que el nacionalsocialismo justificó el Holocausto echan luz sobre su naturaleza: una reacción furiosa contra los procesos globales que estaban relativizando el poder del dios de los nacionalistas, el Estado nacional. Racionalistas sin alma, pueblo sin raíces, comunistas sin patria, usureros sin corazón, les dijeron. ¿Quién no es capaz de ver, detrás de las cuatro acusaciones nazis contra los judíos, a las cuatro grandes fuerzas globalizadoras: el avance científico-tecnológico, las finanzas globales, las migraciones internacionales y las teorías políticas internacionalistas? ¿Y cómo no ver que son éstos los mismos demonios a los que promete derrotar Donald Trump?
Cualquiera que afirme que Trump es Hitler o que su llegada al poder provocará necesariamente los mismos efectos que el nazismo es, ciertamente, un lunático. Pero cualquiera que crea que no existen riesgos de catástrofe es tan irresponsable como fueron los alemanes democráticos en 1933. Tanto como los expertos que durante 2016 nos aseguraron que Trump jamás podría ganar la nominación republicana, primero, ni la elección presidencial, después.
Son los mismos que llevan hoy tranquilidad a los hogares citando la tradición institucional estadounidense y olvidando la experiencia Bush, otro republicano que ganó la presidencia con menos votos que su oponente y cuya administración fue dubitativa hasta que encontró su razón de ser en un suceso ni nacional ni buscado: el 11 de septiembre de 2001. Con la guerra contra el terrorismo que lo siguió se terminaron las vacilaciones de Bush y se crearon bombas de tiempo que no tardaron en explotar, desde el superávit fiscal convertido en déficit y la debacle económica de 2008 hasta EI, un fenómeno inexplicable sin la invasión de Irak. Todos ellos se conectan directamente con la insatisfacción social, el antiislamismo, el declive del prestigio y la influencia estadounidenses y el Make America Great Again que llevaron al gobierno a Trump.
El análisis de quienes quieren tranquilizarnos es, además, frágil. Se basa en el método nacionalista de creer que los países están determinados por fuerzas endógenas precisamente en el momento en que los fenómenos globales muestran todo su poder. Lo tienen delante de los ojos, pero no lo ven: las elecciones estadounidenses se jugaron enteramente sobre cuestiones globales como la aceptación o el rechazo a la inmigración, la apertura o la clausura de la economía a los mercados mundiales, la actitud ante el fundamentalismo islámico y el terrorismo internacional, la política exterior en Medio Oriente y la recuperación del liderazgo norteamericano en el mundo.
El mismo éxito político de Trump no puede desligarse de otro fenómeno global: la creciente desconfianza respecto de los políticos tradicionales y el surgimiento de líderes nacionalistas-populistas, que fue de Berlusconi a Chávez y continúa hoy con Putin, Beppe Grillo, Pablo Iglesias, Maduro, Erdogan, Marine Le Pen, etc. Se me dirá que las diferencias son muchas y que populismos hubo siempre, pero la emergencia simultánea de líderes nacionalistas en el contenido y populistas en la forma, así como el retroceso hacia el "vivir con lo nuestro", cuyo ejemplo supremo es el Brexit, demuestra que los factores comunes son más profundos que las diferencias y no pueden explicarse si no como una respuesta retrógrada frente a los problemas planteados por la globalización que los Estados nacionales no logran resolver. Paradójicamente, es de la creciente incapacidad que surgen el nacionalismo-populista y su promesa incumplible de volver a los gloriosos tiempos en que los Estados nacionales lo controlaban todo. Ayer, a las glorias del Reich. Hoy, a la grandeur invocada por Le Pen, la Argentina peronista de los 40/50, el imperio paneslavo de Putin y el Make America Great Again.
La razón por la cual están en aumento en el primer mundo y en retroceso en el tercero es simple. La globalización, denunciada como nueva máscara del viejo imperialismo, ha traído lo contrario: retroceso en los países avanzados y auge en los BRIC. La unificación del mercado mundial tiende a nivelar salarios, y, razonablemente, al desempleado del Midwest le importa poco que por cada puesto de trabajo perdido en Estados Unidos se hayan creado tres en China, la India y Brasil, o que el planeta haya presenciado desde 1989 la mayor salida masiva de la pobreza de la historia mundial.
La desconfianza hacia las clases políticas tradicionales y el surgimiento de partidos xenófobos y proteccionistas cambian completamente el escenario mundial, que no se define ya por el antagonismo entre derechas e izquierdas nacionales sino por la oposición global entre republicanos-cosmopolitas y nacionalistas-autoritarios, es decir, entre quienes proponen restablecer el equilibrio perdido entre política democrática y economía capitalista extendiendo la democracia a la escala global y quienes, como Trump, proponen cerrar sus países al mundo y transformar el escenario internacional en una nueva batalla por la hegemonía.
¿Ciencia ficción? Con el potencial destructivo alcanzado no es necesario que Donald sea Adolf ni que cumpla todas sus promesas. Basta que imponga el prometido 35% de arancel a las importaciones y los chinos salgan a vender la montaña de bonos de Estados Unidos acumulados, con las consiguientes devaluaciones competitivas y batallas comerciales, o el derrumbe de la Unión Europea impulsado por la caída del Acuerdo Transatlántico, o que una nueva secta comprenda que es el momento perfecto para un nuevo 11 de Septiembre, o que Rusia invada un país báltico de la OTAN, o una galteriada de Trump si su plan económico fracasa, o... Las mechas que pueden detonar una tragedia global son muchas, y la dinamita, demasiada: incluido un arsenal nuclear capaz de destruir siete veces la vida en la Tierra.
Intentar concebir las infinitas combinaciones de crisis ayer probables y hoy posibles es renunciar a dormir. Y comparar el escenario actual con la Europa de los 30 añade ulteriores motivos de consternación: retroceso de la potencia democrática dominante, emergencia de naciones autocráticas y de líderes lunáticos, crisis financiera irresuelta, grandes migraciones, terrorismo internacional, recesión económica y pánico social en los países más poderosos. Una película conocida y sin final feliz. No ha pasado un año de cuando mencioné la perspectiva inquietante de un Consejo de Seguridad de la ONU cuyos integrantes fueran designados por Putin, Trump, el PC chino, el UK Independence Party y el Front National francés. Tres quintos de esa pesadilla son ya realidad. Y en 2017 Francia elige presidente y el candidato con mayores preferencias es Marine Le Pen. ¿Qué puede salir mal?
Político, escritor y periodista