La tragedia de un eventual retorno al autarquismo
El Gobierno tomó una actitud que puede implicar para el país un destino de empobrecimiento masivo durante muchas décadas
El gobierno argentino acaba de dar un paso muy grave que puede suponerle al país un destino de empobrecimiento masivo por muchas décadas: el retorno del perimido ideal del desarrollo autárquico. Resumido en uno de los tantos lemas de nuestro nacionalismo: "Vivir con lo nuestro". El abandono fáctico del Mercosur podría ser un paso deliberado en ese sentido. Un nuevo estertor del trauma que nos supuso colectivamente la crisis de 1930 y que, a casi un siglo, nos sigue persiguiendo como un pertinaz fantasma.
En los confines del mundo desarrollado de mediados del siglo XIX, sin gente, y sin un mercado para cimentar un Estado, la Argentina solo fue posible poblándose y abaratando los costos de traslado de su producción potencial mediante una fluida inversión de capitales en infraestructura. Fue el gran desafío de los arquitectos del país durante su organización nacional. Un experimento que dio sus frutos aunque con 30 años de atraso debido al lastre de nuestras guerras civiles postemancipatorias. Una demora que terminamos pagando cuando el siglo XX nos sorprendió inconclusos para afrontar los desafíos de un mundo nuevo y más complejo.
Hacia la primera posguerra, el país ya contaba con un mercado nacional tan singular en términos cualitativos como exiguo en el orden cuantitativo. La génesis de nuestra pulsión autárquica procedió del impacto brutal que nos supuso la Gran Depresión del 30. Un fenómeno mundial procedente del desconocimiento de la dinámica capitalista definida por el nuevo gigante norteamericano. Todos los países se cerraron, reemplazando los vínculos comerciales multilaterales por los del bilateralismo. Dado los alcances de nuestra inserción en el mundo, nuestro desconcierto fue mayor al del resto de América Latina. Tanto como la respuesta relativamente exitosa de la clase dirigente de entonces para capear el temporal.
Luego de advertir que la crisis no era una impasse temporaria, se fue extendiendo la impresión de que el autarquismo forzado habría de evolucionar hacia diversas modalidades de socialismo, en las que un funcionariado público providencial habría de conducir subsidiariamente a empresarios quebrados o restringidos en su competitividad. La rapidez de nuestra recuperación produjo en las elites cierto conformismo con ese destino. Una ingenuidad solo cuestionada a 10 años del colapso y en medio de una nueva guerra mundial por un sector minoritario del elenco dirigente a cargo de la economía, que advirtió sobre sus riesgos.
Con una población estancada en menos de 15 millones de habitantes por la interrupción de medio siglo de inmigraciones, una tradición igualitaria de salarios tendencialmente altos y sin materias primas estratégicas, podía llegar a romperse el delicado equilibrio de aquellos años entre el remanente marginal de nuestras exportaciones tradicionales y los requerimientos del desarrollo industrial compensador concentrado en el mercado interno. El riesgo era una inflación crónica por el desfinanciamiento de la enorme maquinaria estatal para subsidiar a un conjunto económico y social sumido en una compulsa endémica por las divisas de nuestros menguados excedentes exportables.
En 1940, esa fracción intentó inducir a la política a un experimento de unión aduanera con Brasil. Una estribación del sentido común en un mundo y en un país desbordados por las pasiones románticas de reconstrucciones imperiales y de destinos de grandeza. Una versión actualizada de aquella ecuación simple en la que los hombres de la organización nacional resumieron las posibilidades de su proyecto: si para aquellos "gobernar era poblar", sin lo cual no habría Argentina, el dilema del momento era exportar nuestros tradicionales alimentos y manufacturas especializadas. Condición necesaria para sostener una industria de mercado internista garante del pleno empleo y en armonía con los requerimientos de materias primas y tecnología que no producíamos evitando el déficit inflacionario.
Pero los avatares de la conflagración mundial y la crisis del régimen conservador interrumpido en 1943 por un golpe militar nacionalista arrojaron el proyecto al olvido y nos sumergieron en una conjunción entre el corto plazo y las tribulaciones proféticas sobre el curso de los acontecimientos durante la posguerra, que resultó errónea. El medio siglo que siguió confirmó los pronósticos de esa minoría ilustrada. Si bien el país siguió creciendo preservando su formación social y regional integrada, su crecimiento fue espasmódico y vapuleado por una conflictividad social retroalimentada por las deslegitimaciones recíprocas de una elite política escindida.
Hacia fines de los 60, el curso de un mercado mundial pujante desmentía el pronóstico sombrío de los 30, extendiendo en nuestras elites la idea de resolver la traba estructural que perturbaba nuestro desarrollo. Pero otra vez llegamos tarde. La violencia política de los 70 abortó los consensos en ciernes, y un Estado fiscalmente exangüe recurrió a un endeudamiento desajustado de nuestras posibilidades de crecimiento. Su correlato fue una inflación que duplicó varias veces los niveles comenzados durante la posguerra y que acabó en la hiperinflación de 1989-90. Nuestra excepcionalidad social caducó, sembrando de desheredados los grandes conurbanos. Hasta que hacia fines de los 80 se abrió la posibilidad del Mercosur, una versión de aquel proyecto de los 40 impuesto por las grandes tendencias de la economía internacional.
Es cierto que la integración regional fue precaria por la acendrada tradición proteccionista de sus socios principales y, por lo tanto, insuficiente para resolver la herencia de nuestro empobrecimiento social. Tanto como que la Argentina se sostuvo durante los últimos 30 años merced a ese mercado ampliado sin el cual nuestra miseria hubiera amenazado incluso nuestra integridad nacional. Promediados los 90, la conciencia de estas estrecheces volvió a ser motivo de preocupación. Esta vez, se situó en un sector de nuestro servicio exterior, que comenzó a intentar resolverlas mediante una tarea silenciosa plasmada el año pasado en el proyecto de integración Mercosur-Unión Europea. Durante 15 años, elites intersectoriales altamente profesionalizadas habrían de abocarse a que el gran salto de nuestro retorno a Europa –y desde allí, al resto del mundo– fuera socialmente incruento y un instrumento para recuperar nuestra perdida integración, por la vía del crecimiento y el desarrollo. Una refrescante instancia de discusión acerca del país del futuro, apartándonos de nuestras patológicas obsesiones históricas.
Como era de esperar, voces reaccionarias vinculadas a rentas prebendarias se alzaron concibiéndolo como "una tragedia". Muchos pensaron que era el embate propio de una coyuntura electoral. No lo fue: a un año de distancia, y en medio de la pandemia del coronavirus, ese diagnóstico se plasmó no solo en el cuestionamiento de acuerdos bilaterales con Canadá, Corea del Sur, Singapur y el Líbano planteados por nuestros socios, sino en un abandono liso y llano del propio Mercosur mediante un DNU del Poder Ejecutivo. Estamos por regresar así al peligroso callejón sin salida del proteccionismo autárquico. Mientras nosotros perderemos el tiempo como en los 40 y fines de los 60, nuestros socios lo ganarán. Y cuando no tengamos otra alternativa que volver, nos toparemos con los rigores de los hechos consumados. Sera otro triste legado de nuestro nacionalismo enfermizo. Aquel que sigue empeñado en sumergirnos en el atraso.
Miembro del Club Político Argentino