La tragedia del ratón
Yacía el cuerpo inerte y empapado de una pobre lauchita gris ahogada durante el temporal, ¿quién podía ser sino Pérez?
Fue hace mucho tiempo, cuando tenía seis o siete años, durante unas vacaciones familiares en un hotel de Tandil, y marcó mi infancia. No es para menos. A esa edad no es fácil sentirse responsable de la muerte del Ratón Pérez y, en consecuencia, de que ningún otro niño recibiera plata cada vez que se le cayera un diente de leche.
Con el tiempo, uno va aprendiendo a cargar las mochilas que en suerte le tocan, pero a esa edad nadie está preparado para vivir con semejante peso; y por ende, mis padres procedieron como lo hubiese hecho cualquier otro padre ante un hijo acongojado por la culpa y la tristeza. Aunque eso, como contrapartida, significara precipitar en mi vida el fin de la inocencia.
A esa edad no es fácil sentirse responsable de la muerte del Ratón Pérez y, en consecuencia, de que ningún otro niño recibiera plata cada vez que se le cayera un diente de leche
Pero primero lo primero. Entonces, como escribió Borges en su cuento El Encuentro, "aquí va la historia, con las inevitables variaciones que traen el tiempo y la buena o la mala literatura".
Mi recuerdo inicial de esta historia se sitúa en la noche anterior al desprendimiento de mi diente. A decir verdad, no sé si fue el primero, pero por la ansiedad que tenía bien pudo serlo. O tal vez no, porque mi excitación no sólo pasaba por ver al Ratón Pérez sino por saber si el tierno roedor conocía mi ocasional paradero. Pero allí no terminaban mis dudas: si en efecto lo sabía, ¿podría Pérez llegar ese día a Tandil? Para colmo, la noche pintaba tormentosa, y eso me generó otra pregunta: ¿su loable misión se vería alterada por el mal tiempo? Demasiados interrogantes para un chico que esa noche no paraba de tocarse el diente con el fin de anticipar su caída y así poder dejarlo bajo la almohada...No fuera cosa que después de tantos escollos, la criatura tuviera que volverse con mis monedas por no encontrar el diente entre las sábanas.
Tampoco estoy seguro de si logré ese cometido porque mis recuerdos saltan directo a la mañana siguiente. Una mañana feliz, porque pese a mi paradero y al terrible aguacero que se desató esa noche, Pérez había cumplido con creces. Al punto que de inmediato comencé a pensar qué hacer con todas esas monedas, que en realidad no sé si eran tantas porque como ya es sabido, en la niñez las cosas adquieren una inusual dimensión. Las buenas y las malas, como esas temibles noches oscuras sólo llevaderas con un beso y abrazo de los padres.
¿Podría Pérez llegar ese día a Tandil? Para colmo, la noche pintaba tormentosa, y eso me generó otra pregunta: ¿su loable misión se vería alterada por el mal tiempo?
Esas vacaciones las compartimos con dos de mis tíos más queridos, Ernesto y Felisa, y Patricia, mi prima compinche de la infancia, apenas un par de años mayor que yo; y fue justamente con ella con quien presencié lo que jamás hubiese querido ver.
La mañana estaba nublada, el jardín, aún húmedo. Y ahí, a pocos metros de nuestras habitaciones, en una canaleta contigua a un caminito, yacía el cuerpo inerte y empapado de una pobre lauchita gris ahogada durante el temporal. Y para la mente de dos niños, ¿quién podía ser sino Pérez? ¿Qué duda cabía? Definitivamente, el abnegado Ratón Pérez había muerto por mi culpa, por mi egoísta deseo por unas monedas, sin siquiera haber pensado en los riesgos que corría el animalito en una noche tan hostil. Lo viví con tanto dramatismo, que hasta lo recuerdo con las patitas para arriba, aunque lo más probable es que eso sólo sea producto de mi fantasía, seguramente influenciada por los dibujos animados.
De ahí en más, pese al esfuerzo de nuestros padres por consolarnos, todo fue un mar de lágrimas. Sobre todo, en mi caso, por mi directa responsabilidad en la tragedia. Tanto es así que, hasta nuestro regreso, no hubo día que no le lleváramos flores al desdichado ratoncito, a quien obviamente enterramos en el jardín del hotel con todos los honores del caso.
Yacía el cuerpo inerte y empapado de una pobre lauchita gris ahogada durante el temporal. Y para la mente de dos niños, ¿quién podía ser sino Pérez?
Como mi pesar no cesaba, ya en casa, mis viejos decidieron contarme la cruda verdad, seguramente convencidos de que nada podía ser peor que verme así de triste y culposo. Y si bien al principio no les creí (pensé que se trataba de una mentira piadosa para levantarme el ánimo), luego, preguntón como era ya desde chico, comencé a indagar sobre otros personajes como Papá Noel y los Reyes Magos, y ahí todo me empezó a cerrar.
Por un tiempo, creo que hasta sentí cierta dicha por ser parte de ese secreto de adultos. Sin embargo, ya más de grande y reviviendo el entusiasmo por esos seres fantásticos a través de las nuevas generaciones, en parte añoré no haber podido disfrutar un poco más de esa incomparable etapa de la vida.
Nada les reprocho a mis padres, en su lugar hubiera hecho lo mismo, pero salvo imponderables -como que una infortunada lauchita se nos crucé en el camino tras la caída de un diente de leche-, conviene dejar fluir lo que por naturaleza debe fluir. Todo en su debido momento. Sobre todo, en estos tiempos, donde tantos niños queman anticipadamente su infancia, jugando a ser adolescentes con la complicidad de sus mayores. A fin de cuentas, niño se es una sola vez; y de vivir esa etapa en tiempo y forma dependerá en parte cómo vivamos el resto de nuestra vida.
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