La tormenta perfecta de la inflación argentina
Todos querríamos tener una receta simple para resolver el problema, pero ningún cambio cosmético puede solucionar un desarreglo de tantos años; las fórmulas mágicas solo demoran un debate cada día más urgente
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¿Qué tan transitoria o persistente es la inflación mundial? Para contestar esta pregunta, conviene recordar que la inflación tiene potencialmente muchas causas, y que la inflación de hoy obedece a una combinación desafortunada de varias de ellas.
Del lado de la demanda, está claro a esta altura que el estímulo fiscal –las transferencias de dinero durante la pandemia, financiadas con emisión de deuda o de moneda– y la pasividad de los bancos centrales –la persistencia de condiciones de liquidez que llevaron las tasas internacionales a niveles históricamente bajos– terminaron alentando la suba de precios. Del lado de la oferta, la pandemia generó disrupciones –y, a raíz de estas, reacomodamientos– en las cadenas globales de producción que crearon déficits y encarecimiento de bienes y servicios. También trajo consigo un cambio en los patrones de consumo y en la oferta de trabajo cuyas consecuencias aún no están claras.
A esto habría que sumarle un segundo shock de oferta: el impacto de la invasión de Rusia a Ucrania en los precios de alimentos, energía y –elemento no menor en países agroexportadores– fertilizantes, una suerte de “inflación importada”. Y la reversión del ciclo financiero mundial disparada por la suba de tasas en los EE.UU., que llevó a la devaluación de las monedas contra el dólar y su traslado a precios.
Cada uno de estos shocks se asocia con respuestas de políticas específicas, al menos en el papel.
El shock de demanda suele ser enfrentado con política fiscal y monetaria, algo más fácil de decir que de hacer en países con déficit de crecimiento que vienen de años de padecimiento pandémico, malestar social y disgregación de la representación política. De ahí que en la mayoría de los casos la carga principal recaiga en los bancos centrales o, en países con baja carga tributaria, en nuevos impuestos.
Mucho más difícil es responder a un shock de oferta: la política macroeconómica no está diseñada para esto y las respuestas estructurales llevan un tiempo de maduración que, en un marco de costos financieros en alza, pocos países tienen. Incluso en el caso de exportadores de commodities, donde la suba de precios mejora los términos de intercambio comercial y podría ser compensada por una apreciación cambiaria, esta salida está limitada por el fortalecimiento del dólar global y el entendible temor a una apreciación que podría comprometer la actividad económica.
Por otro lado, el camino de los subsidios a alimentos y energía adoptado por muchos países se riñe con la necesidad de desandar los déficits fiscales generados en la pandemia. En cuanto a la inercia, son pocas las opciones si las expectativas se desanclan, más allá de la queja sobre los márgenes y la fantasía de los controles de precios que vuelven a aparecer en el mundo desarrollado como reliquia de los años 70.
Cualquiera que haya seguido la evolución de la inflación argentina desde sus mínimos de fines de 2002 hasta la fecha sabe que su origen es multicausal en el peor sentido: a todos los factores mencionados debemos agregar otros de cuño propio que explican por qué nuestra inflación, si bien se correlaciona con la mundial, es 10 veces mayor y lleva 20 años de preparación.
Para empezar, no hay programa monetario ni indicación de cuál sería el rango esperado de inflación, tasa de interés o tipo de cambio para el futuro cercano; de hecho, como me recuerda un distinguido colega, nuestro Banco Central militó “ptolomeicamente” la falta de incidencia de la moneda en los precios.
En su lugar, hay atraso cambiario: según el Banco Central, el tipo de cambio se apreció 20% desde principios de 2020 contra el dólar (30% contra el mundo) y el atraso real, difícil de estimar con este nivel de incertidumbre y reservas, probablemente sea aún mayor. Sumemos a esto un alto y creciente traslado del dólar a los precios que, a diferencia del pasado y fruto del racionamiento del acceso a las reservas, esta vez se asocia tanto al tipo de cambio oficial como al paralelo, erosionando lo que queda del ancla cambiaria y elevando el costo de una eventual corrección.
Hay déficit fiscal crónico, en gran medida asociado a subsidios mal direccionados, y no hay financiamiento en ninguna moneda (el externo está en zona de default, el multilateral está agotado y el crédito en pesos se sostiene apenas con la frágil intermediación del Banco Central), por lo que cada gasto marginal se financia con impuesto o licuación inflacionaria.
Por último, hay inercia: la persistencia de una inflación de respuesta asimétrica, que sube un escalón con cada nuevo disparador (cambiario, monetario, externo), pero no baja cuando este se disipa.
Repasando los factores citados (¡ocho!, incluyendo globales y locales), queda claro que el Banco Central no puede por sí solo contener esta inflación con política monetaria, salvo al costo de un sacrificio enorme e innecesario. Ni en América Latina, ni mucho menos en la Argentina.
Un plan de estabilización debería incluir una batería de medidas secuenciadas: una corrección de los atrasos cambiarios y tarifarios, una fuerte reducción del déficit primario (que se perciba duradera: no basta con recortar subsidios hoy si no hay reformas que anclen el balance fiscal mañana); un programa monetario con metas indicativas de inflación y tipo de cambio; un programa financiero que libere al Banco Central (y al sistema bancario) de su rol de prestamista del Tesoro (hoy el 70% de los depósitos están invertidos en títulos públicos, principalmente del Banco Central, y los fondos mutuales ya pueden colocar directamente en instrumentos del BCRA), y una gestión de la deuda multilateral y privada que abra la puerta al acceso a mercados voluntarios de crédito, sin los cuales es impensable estabilizar la deuda y eliminar la tentación inflacionaria. Más un rediseño del esquema de subsidios y transferencias que atienda el impacto social resolviendo su dilema central: cómo proveer un piso de ingresos sin competir con la formación y la oferta de trabajo.
Solo con todo esto en marcha puede pensarse en sumar un mecanismo de coordinación de precios que mitigue la inercia, una apertura selectiva que desinfle los precios, o una gradual liberación cambiaria.
Suele decirse que la inflación es multicausal para negar la incidencia de una causa enfatizando otras. Pero la inversión de una proposición verdadera no es necesariamente verdadera. Que la no emisión monetaria no garantice una inflación baja (caso testigo: 2019) no implica que la emisión no genere inflación (lo hizo en buena parte de los últimos 20 años). Que una corrección cambiaria sea inflacionaria no implica que el atraso cambiario no lo sea (más tarde y de modo más costoso).
Podríamos seguir: que haya países con déficit y sin inflación no implica que nuestro déficit no sea inflacionario; que la falta de competencia incremente el nivel de precios no implica que genere inflación crónica.
Todos querríamos tener una receta rápida y simple para extirpar la pesadilla de la inflación, idealmente con costos diferidos o ajenos. Pero ningún cambio cosmético puede solucionar un desarreglo de tantos años. La proliferación de fórmulas mágicas solo demora un debate cada día más urgente.