La tilinguería
Por René Balestra Para LA NACION
ROSARIO
Como en todos los órdenes de la vida, para desarrollar este tema necesitamos precisar el objeto. Tilinguería viene de "tilingo" y "tilingo" es un término que el Pequeño Larousse Ilustrado dice que es una voz usada en Perú, en MéXico y en el Río de la Plata (es decir, Uruguay y LA Argentina) para calificar a los tontos y a los simples. El Breve Diccionario Etimológico de la Lengua Castellana , editado en Madrid, en 1961, y cuyo autor es Joan Corominas, señala que es una formación análoga a "tilin", que aparece a mediados del siglo XIX, y que aproximadamente en el 1900 comienza "tilingo" como un americanismo de "bobo". "Tilinguería" sería una derivación de esa palabra.
Como vemos, creemos tener atrapada la presa en esta verdadera cacería gramatical. Pero en gramática, como en otros temas, nada es simple. Porque el vocablo es infinitamente más abarcativo. Desborda al bobo, al tonto y al simple. "Tilinguería" es más, mucho más, que esos tres adjetivos. El tilingo suele no ser malo, aunque no es incompatible con la maldad. En general, salvo excepciones que confirman la regla, como en gramática, es de cabeza muy modesta. Desde luego, por ser quien es, él está convencido de que es un genio. Pero siempre es aparatoso, desmesurado, declamador, gesticulador.
Cabe para él lo que un pensador señalaba como el peligro máximo de la difícil convivencia humana: el de tener que lidiar con tontos o bobos activos. Porque así como en la política -que siempre ha sido o debería ser la ciencia y el ámbito del hacer- el "hombre quieto" que ocupa un cargo ejecutivo sin serlo se transforma en la contradicción del adjetivo, es decir, en el absurdo, el tilingo -puesto en ese mismo hipotético puesto ejecutivo- es el daguerrotipo del primero. Todo lo que en aquél era negro en éste es blanco; lo que en aquél estaba arriba, ahora está abajo. Lo que era quietud ahora no es movimiento, sino convulsión. Si James Parkinson no hubiera descripto con precisión los movimientos involuntarios, la rigidez y el temblor de la dolencia, el tilingo lo hubiera ejemplificado con su comportamiento habitual.
El territorio, la patria del tilingo y de la tilinguería tiene todo que ver con el mal de Parkinson. Muchos bobos a secas suelen creer que el tilingo se mueve cuando en realidad se sacude.
La política, todos deberíamos saberlo, es el ámbito donde se ejerce la habilidad de conseguir que los otros hagan lo que nosotros queremos. Por eso se habla con razón de un buen político como de una persona ingeniosa que generalmente consigue lo que desea. En un sentido genérico, podemos hablar de una buena o mala política empresarial, sindical, universitaria, religiosa. Pero la política propiamente dicha y la que nos interesa predominantemente en este escrito es la política relacionada con el Estado y con sus órganos de gobierno y de poder. Y nos interesa porque el tilingo y la tilinguería en estos medios nos afectan a todos. Sus efectos, sus consecuencias, inundan no sólo los bordes de nuestras vidas sino sus entretelas. Todos tenemos la forzosa y desdichada tarea de levantar los documentos impagos que produce la tilinguería en su paso por los gobiernos.
El tendal de calamidades que dejan tras de sí los tilingos, que en la política han tenido la habilidad de hacerse del poder, es la herencia más nefasta que todos nos vemos forzados a aceptar. Y esto es así porque -todo debe ser dicho aunque duela- hay en las masas humanas, en el común de las sociedades, una fascinación por los declamadores, por los desmesurados, por los histriónicos, es decir, por los tilingos. Los tilingos encuentran seguidores. A veces, fervorosos, que les inventan, les atribuyen, aptitudes sobresalientes, desde luego imaginarias, pero que les sirven admirablemente a los tilingos para perpetuarse en el poder y tener las manos libres para poder ejecutar -con el acompañamiento de millones- barrabasadas.
El nudo central del problema, que no tiene fácil solución, consiste en que en la política democrática el poder es el premio lógico que otorga el sufragio. Más allá y más acá de todas las consideraciones académicas que se puedan hacer en la política propiamente dicha, hay que hacerse votar. Es menester ganar elecciones con mayoría de sufragios. Para mejor, es necesario que esa mayoría sea sustancialmente significativa. Y el problema, la contradicción o la paradoja, consiste en que una cosa es ganar elecciones o voluntades y otra es gobernar. Suele ocurrir -y esto ya no es una paradoja sino una tragedia- que el que tiene admirables condiciones para hacerse votar no posea ninguna para gobernar.
Toda realidad es compleja. Sólo la adolescencia cree a pie juntillas que es simple y lineal. La verdad política siempre es una trabazón de cuestiones difíciles. La leyenda del nudo gordiano que se corta con facilidad es eso: una leyenda. En la porfiada y maciza certeza es menester desarrollar al máximo la inteligencia, la voluntad y la prudencia. Pero no sólo la inteligencia de la cabeza, sino de la sabiduría vivencial. El eje del mal, el verdadero huevo de la serpiente de la mala vida política en general y de la mala vida política argentina actual, consiste en que existen demasiados tilingos en plena y vertiginosa actividad.
Para contribuir a la confusión general, digamos que en la Argentina no hemos sido capaces de entubar la tilinguería gubernamental, lo que nos hubiera permitido drenarla y desagotarla, sino que -para colmo de males- se ha desbordado y aqueja también a ciertos segmentos de la oposición. Así como existen pecados veniales y mortales, digamos que existen faltas políticas similares. El verdadero peligro mortal de nuestro presente argentino está dado en la viva actualidad de esta epidemia.