La tercera edad de La flor, en un viejo cine de culto
PARÍS
Era la última función de la cuarta parte de La flor, el film de Mariano Llinás que ganó la Competencia Internacional del Bafici en 2018, el Festival Internacional de Rotterdam en 2019 y estuvo nominado, entre otros, al Golden Leopard del Festival de Locarno. Que durase catorce horas (tres horas y media por parte), lejos de afligir a los franceses, los conquistó. Como en la era preinternet, la saga (seis historias cuya única conexión entre sí son sus cuatro actrices) no se podría ver más una vez fuera de cartelera. Por eso me levanté el domingo y, aunque había sol, me metí en el único cine que todavía la daba.
Le Brady, con sus letras de neón turquesas, es el sobreviviente de una época en la que París era un festín de cines de culto. Los del Quartier Latin todavía existen, pero los del Barrio 10 (cosmopolita y lumpen) desaparecieron de a poco. Le Mexico, L'Eldorado, Le Far West, L'Éden o Le Styx, siempre llenos como misa de pueblo, eran, en los años 60, verdaderos atrios para la sociabilidad cinéfila, pero con la llegada de los videoclubs se fueron apagando uno a uno como se consumen las velas anónimas a los pies de cualquier Piedad. En los 90, solo quedaba el Brady.
Mientras pedaleaba, lo imaginé vacío. Vería a mis anchas a las cuatro actrices del grupo Piel de Lava que protagonizan magistralmente el film; sobre ellas, como un viento del sur, la pluma de Llinás me haría volver a casa. Entré con tal ímpetu a la sala que casi tropiezo con un bastón. Entonces los vi: un mar de cabezas grises, blancas y calvas que dibujaban entre las filas el simulacro de la espuma. Era estremecedor: La flor había desatado en Francia la pasión de los jubilados.
En los 60, Truffaut solía ir al Brady, pero en los 70 era un milagro que la sala todavía siguiera en pie. La llamaban "el Templo del Espanto". En 1994, Jean-Pierre Mocky, improbable director francés, compró el cine, donde proyectó durante años, entre ciclos de spaguetti westerns y kung-fu, sus propias películas. Los SDF (Sin Domicilio Fijo) eran habitués: hindúes, africanos o kurdos sin papeles que allí terminaron por sentirse en casa. Por un euro con cincuenta, el portero los dejaba pasar la noche. Dormían bajo la enorme pantalla blanca, acostados sobre el escenario como gauchos bajo la luna. Vivían en el Brady, veían todas las proyecciones, y aunque los hartaba que repitieran cada semana las películas de Mocky, terminaron por volverse expertos en su obra.
Los jubilados miran las imágenes de nuestra provincia hechizados por el sonido argentino, una mezcla inconfundible de pájaros que solo cantan allá y ringtones que acá no se oyen, voces que aspiran la "s" de tantas maneras como un francés pronuncia la "e", bocinas autóctonas y ladridos nacionales (hasta los perros suenan distintos). A cierta altura de la película, los viejos parecen imantados. No miran Netflix, pero miran Llinás: así es la actual tercera edad francesa, una generación que trabajó toda su vida para poder consumir cultura como si fuera una droga. Son una gran ayuda para el Estado que, al pagar sus pensiones, financia el desarrollo artístico del país.
A mi lado, un clásico ejemplar de septuagenario chic devora las historias de Llinás: suéter lila sobre los hombros y cara de botanista que come comida orgánica y lee religiosamente los Cahiers du Cinéma. Los SDF se cansaban de ver los films de Mocky, pero los viejos salen fascinados de ver las catorce horas de Llinás. Les gusta no saber adónde va con sus historias, que empiezan y quedan por la mitad. "Es inesperado", repiten con los ojos brillantes. Si el director argentino estrenara una quinta parte, serían los primeros en ir.
El rasgo nacional que más le gustaba a Victoria Ocampo era nuestro "innato poder de asimilación": argentino es aquel capaz de amar las cosas (extranjeras) dignas de amor. Ahí radicaba su único orgullo y su único consuelo: los argentinos somos, decía, más cosmopolitas que los europeos porque conocemos Europa mejor de lo que ellos, provincianos, conocen la Argentina. Llinás les dio una ventaja. Los sumergió en un país desconocido que habla, curiosamente, su mismo idioma. Los mejores argentinos, diría la creadora de Sur, nunca soñaron con otras conquistas.