La tecnología definirá la batalla por la supremacía mundial en el siglo XXI
La batalla por la supremacía mundial en el siglo XXI no se definirá en el terreno militar sino en los laboratorios y centros de investigación que preparan las tecnologías del futuro. "La madre de todas las batallas será tecnológica", insiste desde 2011 Peter Navarro, principal ideólogo de la guerra comercial lanzada por Donald Trump contra China.
Ese conflicto despiadado recién comienza y, por ahora, el desenlace parece incierto
Ese conflicto despiadado recién comienza y, por ahora, el desenlace parece incierto. Los dirigentes chinos siempre recuerdan que, desde el Medioevo, cuando el Imperio del Medio estaba a la vanguardia del progreso, el diferencial tecnológico signó el primer apogeo, luego el crepúsculo e in fine el renacimiento del país. La brutal aceleración impresa por el carbón, la máquina a vapor, la electricidad y la industrialización de Occidente le impidió a China resistir a las agresiones extranjeras en el siglo XIX y arrasó los últimos vestigios de gloria del país que un milenio antes había inventado la pólvora, el papel, la imprenta y la brújula.
Después de haber quedado reducido al nivel de un enano político, económico y tecnológico durante el llamado "siglo de humillación", (1839-1849), China volvió a izarse al rango de principal rival de Estados Unidos en la carrera por la supremacía mundial. "En 40 años logramos lo que ustedes (occidentales) hicieron en tres siglos", recordó Xi Jinping en su última visita a Europa.
Algunos polemólogos estiman que la capacidad disuasiva de Estados Unidos –con una panoplia y un presupuesto de defensa tres veces superior a China– aleja la amenaza de un enfrentamiento militar inminente. El choque de colosos será, entonces, un duelo de cerebros que se librará en el tablero tecnológico.
El arma decisiva de esa superioridad difícilmente será la inteligencia artificial. Algunos expertos afirman que la ventaja alcanzada por China en ese ámbito procede más bien de la impunidad que tienen sus empresas –por lo general bajo control estatal– para acumular y procesar big data sin estar sometidas al control de un organismo regulador que vela por la privacidad de la información sensible de cada ciudadano. La verdadera fuente de poder está en las ciencias duras.
El cambio radical de civilización que preparan los clusters científicos en ambas orillas del Pacífico surgirá entonces de la revolución NBIC (nanotecnologías, biotecnologías, informática, ciencias cognitivas) en sincretismo con la invención de nuevos materiales, nuevas energías, el desarrollo de la robótica y, en particular, los semiconductores. El epicentro de la batalla será la industria high-tech, plataforma de la actividad productiva del planeta: los chips de las computadoras son el principal motor de la economía digital y tienen una importancia clave en la seguridad nacional y en la disputa entre las superpotencias por la hegemonía planetaria. Los automóviles modernos no son otra cosa que computadoras sobre cuatro ruedas, los aviones pueden volar sin piloto y los bancos son computadoras que operan dinero. Un teléfono inteligente actual es más potente que una computadora de los años 1980 y su sistema operativo es más completo y sofisticado que el ordenador embarcado en la Apolo 11 que llevó a Neil Armstrong a la Luna en 1969.
La segunda potencia económica mundial –con 1.600 millones de habitantes– gasta más dinero comprando chips de alta gama en Estados Unidos, Corea del Sur y Taiwán que en sus importaciones de petróleo. Entre los 15 principales fabricantes de semiconductores del planeta no aparece un solo nombre chino.
Las autoridades de Pekín comprendieron los riesgos de esa realidad antes de que Donald Trump llegara a la Casa Blanca. En 2015, el gobierno de Xi Jinping decidió invertir 150.000 millones de dólares para lanzar un plan decenal de desarrollo, conocido como Made in China 2025 (MIC 25), que debía crear 40 centros de innovación. Pero no logró dar un salto significativo en las tecnologías de punta, sobre todo en materia de semiconductores. Barack Obama, que comprendió la importancia estratégica de esa competición, bloqueó las exportaciones de los chips más sofisticados de Intel e impidió que China comprara una empresa alemana de componentes electrónicos. Los otros países occidentales adoptaron reservas análogas. La eficacia de esa política quedó en evidencia en 2018, cuando Trump prohibió vender transistores y software estadounidenses al gigante chino de telecomunicaciones ZTE, decisión que condujo esa empresa al borde de la quiebra. Solo pudo sobrevivir –según la leyenda– cuando la Casa Blanca aceptó levantar la sanción gracias a una intervención de Xi Jinping.
Hasta ahora, el nudo de esa batalla de la industria electrónica se desarrollaba en torno de la miniaturización de los chips, que se cumplía al ritmo de la llamada ley de Moore. En 1965, uno de los fundadores de Intel, el ingeniero Gordon Moore, postuló que, a precios iguales, cada dos años era posible duplicar la cantidad de transistores que podía alojar un chip a fin de reducir su tamaño para alcanzar un triple objetivo: aumentar la potencia de cálculo, reducir su costo y disminuir el consumo de energía.
El sino-norteamericano Morris Chang fue el primero que comprendió las perspectivas que abría ese fenómeno y en 1987 fundó TSMC (Taiwan Semiconductor Manufacturing Company) con el objetivo de fabricar semiconductores. Concentrado en la producción y gracias a los efectos de escala, terminó por crear una nueva ley basada en los principios de Moore: cada generación de chips exige montar una planta de producción dos veces más cara que la precedente. El costo pasó de un puñado de millones en los años 1990 a más de 10.000 millones de dólares en la actualidad. Pero esa vertiginosa espiral de crecimiento tuvo un efecto radical porque eliminó drásticamente a las empresas incapaces de responder a esa dinámica darwiniana: de las 21 firmas de punta que operaban en 2001, solo tres lograron sobrevivir, según la consultora McKinsey.
Hasta ahora, la profecía auto-realizadora de Moore y la práctica de Morris Chang se habían cumplido con la regularidad de un metrónomo. Del primer microprocesador comercializado por Intel en 1971, que integraba 2.300 transistores de 10 µm (micrómetros) de espesor, en medio siglo se pasó a 4.300 millones de componentes, es decir 1.869.565 veces más. La miniaturización transformó esos chips en computadoras gigantes, pero más finas que una lámina de ADN. Para superar el desafío que plantea esa carrera sin límites, los técnicos y científicos investigan tres pistas principales: superponer componentes grabados en 3D, cambiar los métodos de cálculo o recurrir en forma masiva a la informática cuántica, que aún está en pañales. Será en ese momento cuando la rivalidad científica se transformará en lucha abierta por la supremacía estratégica. Los invitados sorpresa a ese banquete serán los gigantes del high-tech, tanto los Gafam de Estados Unidos como los dragones chinos de la tecnología internet (Baidu, Tencent, Alibaba).
Después de haber colonizado la electrónica mundial, esos colosos empiezan a alcanzar posiciones dominantes en robótica, genética e inteligencia artificial, temas que son precisamente los centros neurálgicos del conflicto por la supremacía estratégica. La paradoja sería que, otra vez, los actores de ese conflicto no sean las fuerzas armadas, sino los gigantes que controlan las tecnologías dominantes, como la Compañía Inglesa de las Indias Orientales, que en los siglos XVIII y XIX fue el brazo armado de la dominación occidental en China e India..
Especialista en inteligencia económica y periodista