La tarea que falta para reparar la memoria
Los que se consideran herederos de los actores del enfrentamiento armado que enlutó al país deberían aceptar que todos los que perdieron la vida son argentinos. Y coincidir en la confección de una sola lista de víctimas
Las víctimas de una guerra entre naciones enemigas no se reencuentran jamás, ni tienen por qué. Su tierra, sus costumbres, sus raíces no son iguales. No es ése el caso de las víctimas de una guerra civil o de luchas intestinas dentro de una nación.
En el caso de la Argentina, las más de diez mil víctimas de la violencia política que hubo entre el 28 de junio de 1966 (el comienzo de la llamada Revolución Argentina) y el 10 de diciembre de 1983 (el retorno de la democracia) son registradas como si una parte de los muertos hablase un idioma y tuviese una bandera y un himno diferentes de los de la otra. Son pocos los que se animan a tomar conocimiento de que hubo una lucha entre argentinos.
En el período mencionado había muchos actores políticos enfrentados. La violencia, la ideología y el odio los fragmentaban en muchos pedazos, y quizá por eso no se reconocieran como argentinos. Pero el tiempo pasó y es hora de reconocerlo.
La democracia es un juego político entre ciudadanos vivos y no entre muertos. La Argentina se condena a no tener futuro si sus ciudadanos buscan su fuente de inspiración entre los muertos. El caso argentino es grave, porque algunos vivos apelan a los muertos no para honrarlos o criticar su papel en la historia, sino para mejor justificar lo que ellos quieren hacer. Esto se torna especialmente perverso cuando los muertos fueron víctimas de luchas entre argentinos.
El uso de la memoria de esas víctimas, que pertenecen claramente a otro contexto, envenena la atmósfera política de la democracia. Y este uso indebido de la memoria no proviene de un único actor. Lamentablemente, se encuentra tanto en el Gobierno como en la sociedad civil y los partidos políticos, tanto en los ex militares como en los ex guerrilleros.
El registro histórico puede y debe diferenciar las intenciones, objetivos y actos de cada una de las víctimas, así como de los sobrevivientes. En ambos casos, cabe el análisis crítico y público de su comportamiento en ese período. Si se encontraran responsabilidades criminales entre los que aún están vivos, ellos deben ser juzgados y punidos de acuerdo con los crímenes cometidos. Pero la enemistad que sobrevive entre los vivos no puede ser trasladada a las víctimas. Cualquiera haya sido el papel o el pensamiento de una víctima en el pasado, si ella hoy estuviera viva podría pensar y sentir de forma diferente. Es propio de la condición humana cambiar de opinión. Por lo tanto, nadie tiene derecho a hablar por los muertos. Si ellos no pueden hacerlo, entonces nadie puede.
Las responsabilidades criminales por una guerra interna son individuales y selectivas, pero la responsabilidad moral es siempre colectiva, de la nación como un todo. Aun los que no toman las armas tienen responsabilidades. Cada uno puede pensar lo que quiere en provecho propio, pero es un hecho indudable que la guerrilla tuvo apoyo popular, así como los gobiernos que la combatieron, militares o civiles. La responsabilidad moral por la violencia política en la Argentina es, por lo tanto, de todos los argentinos. Su herencia, también.
Contra esa responsabilidad colectiva atentan los que se consideran herederos, por separado, de los principales actores del enfrentamiento armado de los años 70, imaginando de alguna manera que esos conflictos no están concluidos. Ellos no reconocen que las víctimas del otro lado son argentinas porque todavía conservan la esperanza de eliminarlos totalmente de la historia, sin dejar recuerdo de su presencia.
No serán rotas las cadenas que nos atan al pasado de resentimiento y muerte de aquellos años mientras la responsabilidad colectiva no sea asumida. Las víctimas de esa guerra son de todos y es fácil probarlo. ¿Acaso alguno de los argentinos (presentados en orden alfabético) de la breve lista que sigue es menos argentino que los otros? Jorge E. Cáceres Monié, militar; Bruno Genta, profesor; Arturo Mor Roig, político; Carlos Mugica, sacerdote; Rodolfo Ortega Peña, abogado; José Ignacio Rucci, sindicalista; Julio Troxler, policía.
Cada uno de ellos murió no por lo que hizo sino por lo que representaba. Eran argentinos que pensaban y actuaban políticamente de forma diferente de sus asesinos, pero su sacrificio fue el mismo. No fueron muertos por las mismas manos, pero todos murieron de forma ignominiosa bajo un gobierno democrático, entre los años 1973-1975. Esto nos dice que la democracia también puede adoptar formas viles en las que la vida vale poco. La lucha en la Argentina no fue sólo trágica, sino también confusa, y la lista de las víctimas es más confusa aún.
La tarea inconclusa se percibe con facilidad a partir de la lista anterior. Por increíble que parezca, esas víctimas no son registradas en un memorial o lista común. En la Argentina todavía se reivindica a las víctimas por separado. Cada uno quiere colocar en el Altar de la Patria exclusivamente a sus víctimas y que sólo ellas sean reconocidas como luchadores por la libertad y la democracia, negando ese derecho a las otras, a pesar de que todos los actores enfrentados se masacraron mutuamente de forma ilegal y por medio del terror durante todo tipo de regímenes políticos.
Después de una guerra intestina, la nación debe dejar a los muertos en paz. Su sacrificio puede haber sido inútil o bestial, heroico o banal, pero aun así les debemos a las víctimas –y sólo a las víctimas– un recuerdo sin manipulaciones de ningún tipo. Los vivos no pueden hablar por los muertos, como pretenden los fundamentalistas de la memoria. Insisto, no sabemos lo que los muertos estarían pensando ahora si estuvieran vivos. Mi caso es un ejemplo: si hubiera muerto como montonero –lo fui hasta noviembre de 1976, cuando abandoné las filas de la organización–, probablemente otros estarían hablando por mí. Se equivocarían, pues con el tiempo fui progresivamente distanciándome de mi pasado. Me pregunto cuántos otros argentinos están hoy también distanciados de su pasado, sean militares, guerrilleros o simplemente simpatizantes, pero no se animan a confesarlo en virtud de los pactos mafiosos de autopreservación imperantes en ambos lados.
Listar juntas a todas las víctimas es la única manera de desarmar a los fundamentalistas de la memoria instalados en nuestra sociedad y que se retroalimentan de forma maniquea y resentida. Esa lista común ayudará también, sin duda, a la mayoría de los argentinos a recuperar la dimensión de la realidad de aquellos años.
Los argentinos no pueden rumiar hasta la eternidad sobre el pasado violento habido entre 1966 y 1983. Un memorial conjunto de las víctimas, sin excluidos de ningún tipo, ni de inocentes ni de culpables, que incluya desde los soldados muertos en el asalto al regimiento de Formosa hasta los estudiantes secundarios desaparecidos en La Plata, desde los militares hasta los guerrilleros, abriría la posibilidad de un nuevo comienzo, de un ciclo de paz sin resentimientos. Quien no desea esto es una minoría, y no importa aquí hacer nombres. Pero es fácil descubrir quiénes son: basta ver quiénes son los que hablan en nombre de las víctimas.
Que haya entonces, en mármol o papel, una lista única por orden alfabético registrando apenas los nombres y la fecha en que murieron o desaparecieron esos argentinos y argentinas. No son sus hechos o pensamientos lo que importa, sino su sacrificio.
Corresponde a nosotros, ciudadanos, construir la voluntad necesaria para demandar esta tarea al Estado argentino. A él compete realizarla, independientemente de quien lo gobierne.
© LA NACION
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