La sustentabilidad como oportunidad
El cambio climático pone y seguirá poniendo en jaque nuestra economía; no solo por el aumento en la frecuencia e intensidad de los eventos extremos, tales como sequías, incendios o inundaciones –que serán cada vez más frecuentes e intensos–, sino también por cómo ciertas políticas de mitigación del cambio climático se traducen en medidas que impactan en el comercio internacional.
La forma en que enfrentemos estos conflictos tendrá un peso cada vez mayor en nuestra inserción global. Los tiempos que vienen son los de la sustentabilidad, y si no nos aggiornamos, quedaremos fuera del mundo. El comercio internacional priorizará y exigirá cada vez más productos –y materias primas– provenientes de procesos ambiental y socialmente sustentables.
Algunos de los requisitos ya son bien conocidos: acreditar eficiencia energética, que haya una reducción en el uso de combustibles fósiles como fuente de energía y sin emisión de partículas contaminantes; baja emisión de gases de efecto invernadero durante la producción, transporte y comercialización de productos y servicios (huella de carbono); que la producción haya sido obtenida mediante un uso racional y sustentable del agua y el suelo; que se apliquen modelos regenerativos de tierras degradadas o se cuiden y restauren ecosistemas tales como bosques y humedales; la sanidad de los alimentos y garantías de bienestar animal. Estas condiciones (entre otras) ya están teniendo repercusión en políticas de muchos países y, eventualmente, en las preferencias de los consumidores, que cada vez ponen más atención en el impacto ambiental de sus consumos.
En junio de 2022, el Parlamento Europeo aprobó el Mecanismo de Ajuste de Carbono en Frontera (CBAM por sus siglas en inglés), que gravará los bienes importados con alta huella ambiental. La medida tiene como objetivo evitar la “fuga de carbono”; es decir, que las empresas europeas o sus filiales se localicen en países con normativas y controles menos exigentes. Esto afectará en principio a las exportaciones de un grupo de productos intensivos en gases de efecto invernadero, como hierro, acero, cemento y fertilizantes, y se extenderá a otros, como maderas, papel y alimentos. El impacto será mayor en un futuro cuando se incorporen bienes agrícolas, y más aún si en vez de las emisiones directas se consideran las de toda la cadena del producto.
La industria automotriz –que intenta ser carbono neutral para 2050– exigirá a sus proveedores no solo que los metales que compra tengan bajo contenido de carbono, sino que, por ejemplo, el litio para las baterías sea extraído de manera sustentable.
Recientemente, el Parlamento Europeo alcanzó un acuerdo con los gobiernos de la Unión Europea (UE) sobre una nueva ley de productos libres de deforestación que incluye, entre otros, el ganado y la soja, incluidos los que contengan, se hayan alimentado con o se hayan fabricado utilizando estas materias primas (como el cuero o los muebles). Además, se obligará a las empresas a verificar y emitir una declaración denominada de “diligencia debida” de que los bienes comercializados no han dado lugar a deforestación y degradación forestal en ninguna parte del mundo después del 31 de diciembre de 2020. Más allá de lo que determinen las legislaciones de los distintos países, esta penalización será “con independencia de que sea legal o ilegal”.
Y la Unión Europea no será la única que aplicará estas exigencias. Propuestas similares se están discutiendo en Estados Unidos, el Reino Unido o Japón.
Algunos plantean que son restricciones encubiertas al comercio internacional y que la norma implica una injerencia directa en la potestad soberana de las naciones de gestionar sus recursos naturales. Y van más allá: aseveran que los países de la UE depredaron el mundo y ahora quieren mostrarse como adalides de la sustentabilidad. Esgrimen además que regulaciones, controles, certificaciones de trazabilidad y normas de protección ambiental son injustas barreras al desarrollo. Y quizá tengan algo de razón. Pero se necesitan soluciones racionales, no ideológicas. Estos obstáculos proteccionistas (aunque también los hacen por conciencia ambiental) son además elementos de seguridad jurídica que nos permitirán y facilitarán acceder a mercados cada vez más exigentes, al tiempo que cuidamos nuestros recursos. Para esto es clave implementar esas normas y esos controles con métodos ágiles, transparentes y antiburocráticos.
En este contexto, la agenda climática global representa una gran oportunidad, ya que nos obliga a pensar estrategias de crecimiento en aras de reencarrilar a la Argentina en el desarrollo económico, social y ambiental que necesita. El paradigma productivo del siglo pasado debe darle paso a uno nuevo. Se abren una serie de coyunturas para que el país se posicione rápidamente como un proveedor confiable de bienes y servicios sustentables. Menuda tarea en un país que por la sobreabundancia de recursos naturales ha propiciado más la extracción que la generación de cadenas de valor.
A modo de ejemplo: la Argentina debe ser proveedor de alimentos a un mundo con demandas crecientes. La producción de granos en siembra directa, sistema con el cual se produce el 96% de su superficie agrícola, tiene una menor huella de carbono que la agricultura convencional utilizada en casi todo el planeta. Con respecto a la carne, la Argentina puede certificar producciones en áreas sin deforestación, con consumos de agua sostenibles y con acumulación de carbono en el suelo, capturando CO2 atmosférico.
La trazabilidad implica un control riguroso del origen y el destino de los insumos, y será un imperativo para cumplir con las nuevas y estrictas certificaciones ambientales. Es “el mundo” quien decidirá si comprará o no nuestros productos y qué impuestos les pondrá. Es deseable que nuestra autosuficiencia o autocompasión no nos saquen de la cancha.
El cumplimiento de estas premisas va a requerir una serie de esfuerzos en términos de investigación en tecnología, trabajo e inversiones. Esto no debería ser visto como un obstáculo, sino como un aliciente. No habrá resultados inmediatos, y llevará tiempo recuperar la confianza, activo intangible para movilizar las inversiones que requiere el proceso.
Fuimos dotados con recursos naturales muy valiosos que estamos desaprovechando. Ganar competitividad y participación en los mercados internacionales usando racionalmente estos recursos es uno de los principales desafíos.
Esto implica, entre otras cuestiones, generación de empleos, entrada de divisas o la transformación de los sectores productivos, que requieren de un marco menos hostil en lo que refiere a cuestiones básicas como la estabilidad de los encuadres jurídicos, abandonar políticas económicas cortoplacistas y la falta de previsibilidad, tener menor carga burocrática y litigiosidad judicial, logística más barata, exenciones a las retenciones, devolución del IVA a las inversiones, evitar retrógradas declaraciones de “recursos estratégicos” o “interés público”, propiciar las reformas impositiva, gremial o laboral; etc.
Los estándares ambientales, así como la gestión transparente de los recursos, son aliados del desarrollo. El ambiente es un sector estratégico para insertarse en el mundo y apalancar el crecimiento social y económico de la Argentina, un país fundado sobre la idea del desarrollo y la ascendencia social, que mutó a país fundido.
La agenda climática global representa una seria amenaza si continuamos en el statu quo. Es clave, entonces, tener una política de Estado proactiva y no esperar a que las restricciones arancelarias o paraarancelarias nos sorprendan. Difícilmente podamos competir en el mundo si no integramos la sustentabilidad en la estrategia de nuestro desarrollo. Parafraseando al general don José de San Martín (serás lo que debas ser y si no no serás nada), la producción argentina será sustentable o no será nada.
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