La supervivencia del PJ, amenazada por la mala praxis del Frente de Todos
Alberto Fernández aún considera que los costos de modificar el curso de acción en materia económica son, a pesar del fracaso de su "no plan", más significativos que los del statu quo. Esto se explica por la correlación de fuerzas dentro de la coalición electoral que lo consagró presidente, en particular por el papel que supuestamente juegan Cristina Kirchner y sus seguidores más fieles (que carecen de raigambre electoral y aparato político y dependen patológicamente de su liderazgo, del cual obtienen directa e indirectamente ingentes recursos fiscales). Modificar de plano el esquema de política económica requeriría un profundo cambio de narrativa, pues la única manera de revertir la depresión económica sin precedente que sufre el país es mediante un shock de confianza que recree las condiciones para seducir al sector privado. Este año se registrará una tasa de inversión de apenas 9,5% del PBI: la más baja de la historia. De tanto repetir eso de "combatiendo al capital", la Argentina logró espantarlo.
¿Son esos supuestos válidos? Las respuestas a este interrogante requieren un análisis desapasionado y objetivo de las consecuencias eventuales de los costos políticos y reputacionales que los integrantes del FDT, incluidos Cristina y la estructura del PJ, pagarían si la sangría actual desembocase en un ajuste caótico, como ocurrió con el Rodrigazo (1975), el fin de la tablita de Martínez de Hoz (1981-82), la hiperinflación de Alfonsín (1989) y el colapso del régimen de convertibilidad (2001).
La crisis económica avanza, inexorable, frente a un gobierno que se quedó sin margen de maniobra, generando tensiones y conflictos con daños colaterales potencialmente desastrosos que ponen en riesgo no solo la sustentabilidad del FDT como coalición de gobierno, sino del peronismo como principal partido de poder
La crisis económica avanza, inexorable, frente a un gobierno que se quedó sin margen de maniobra, generando tensiones y conflictos con daños colaterales potencialmente desastrosos que ponen en riesgo no solo la sustentabilidad del FDT como coalición de gobierno, sino del peronismo como principal partido de poder. Si el oficialismo ahonda su propia decadencia y, por acción (errores no forzados como los que a diario producen sus funcionarios más encumbrados) u omisión (el diagnóstico equivocado que supone que es posible seguir proponiendo naderías frente a una economía que se hunde como nunca antes) precipita una corrección de mercado, el Partido Justicialista puede convertirse en la versión 2.0 de la Unión Cívica Radical: una fuerza con presencia en todo el territorio nacional, un puñado de líderes respetados y capacidad para retener algunas provincias y municipios, pero incompetente para ganar por sí mismo elecciones presidenciales y recuperar protagonismo e influencia en los principales temas de la agenda política. Más aún, sus principales dirigentes terminarían siendo las víctimas de sus propios sesgos cognitivos, ineptitud para reaccionar a tiempo y falta de pragmatismo para evaluar opciones razonables ante el escenario catastrófico que se ha venido configurando.
Aquí reside la paradoja de la actual situación. Nadie duda de que la crisis heredada era grave y de que la pandemia la empeoró. Pero el Gobierno complicó unilateralmente mucho más la situación, sobre todo al ignorar el impresionante conocimiento y las experiencias acumuladas respecto de esta clase de coyunturas: con matices y contextos internacionales, vivimos estas crisis muchas veces. Existe una gran cantidad de evidencia comparada respecto de cuál es la terapia más adecuada para evitar un descalabro y encaminar la situación: ante semejantes inconsistencias y desbalances macroeconómicos, la Argentina requiere un plan de estabilización urgente. Una vez que se encamine la situación, estaremos de nuevo obligados a debatir reformas estructurales que apunten a aumentar la competitividad y la productividad. Pero el país es inviable con estos niveles de déficit fiscal, inflación y (nulas) reservas. Los planes de estabilización exitosos tuvieron un impacto electoral positivo para los respectivos oficialismos, como ocurrió con el Plan Austral en los comicios de 1985 y con la convertibilidad en los de 1991, 93 y 95. El Presidente debe considerar las consecuencias de continuar esta agonía absurda con el riesgo inminente de que termine en un ajuste caótico, pero también el costo de oportunidad de no apostar por un programa bien diseñado e implementado por un equipo económico solvente, homogéneo y respetado por el sector privado.
La incertidumbre general alimenta las grietas y la desconfianza. Pocas escenas cinematográficas describen la Argentina de hoy como aquella mítica de Perros de la calle, de Quentin Tarantino, en la que todos los protagonistas se apuntan entre sí. Los principales actores sociales, políticos y económicos del país se sienten como uno de esos personajes: muestran su fortaleza relativa, pero se sienten débiles respecto de los otros, saben que en cualquier momento les pueden disparar y, como la mejor defensa es un buen ataque, están dispuestos a apretar el gatillo antes de recibir el impacto porque, además, todos consideran que continúan debilitándose a medida que pasa el tiempo. De un lado y del otro creen que el otro va por todo y utilizan los mecanismos que tienen a su alcance para evitarlo. Así, mientras Cristina manda a que sus lacayos amenacen a toda la Corte Suprema, continúen la Guerra Santa contra los "medios hegemónicos" y descarguen diatribas contra el (ya inexistente) "imperialismo neoliberal", un conjunto relevante de la ciudadanía se acostumbró a tomar las calles en repudio de lo que percibe como un plan sistemático de impunidad y en rechazo de la inseguridad, la toma de propiedades y la demora infinita en la reanudación de los ciclos lectivos presenciales. Una curiosidad: estos supuestos adláteres del neoliberalismo reclaman, en gran medida, un Estado que funcione, incluyendo al Poder Judicial.
Esta percepción generalizada de debilidad o de ser víctima de algún adversario o enemigo indica que algo funciona muy mal. Se parece mucho a lo que Hobbes definió como Estado de naturaleza: la lucha de todos contra todos por la subsistencia, un entorno carente de reglas, preinstitucional. Un círculo vicioso autodestructivo y perverso: la política fracasa sistemáticamente desde hace décadas, ignorando y ahondando los problemas más elementales que casi todo el mundo civilizado resolvió, como la inflación. Sus actores despliegan estrategias maximalistas como resultado de su autopercibida debilidad. Sienten que su suerte está echada y, frente a la sensación de derrumbe, juegan a fondo con lo poco que tienen con un tal vez exagerado sentido de urgencia. El Gobierno confirma a diario su ambigüedad, fragilidad y falta de ideas. La oposición apuesta a capitalizar esta debacle y a que el electorado independiente olvide su mala praxis gracias a las torpezas de la actual administración. Consecuentemente, como analizaron hace tiempo Brian Barry y Russel Hardin en su libro Rational Man and Irrational Society?, en un contexto de alta incertidumbre e imprevisibilidad, conductas individuales egoístas precipitan un pavoroso fracaso colectivo.
Lo que más preocupa, no obstante, es la resignación: no es inevitable un nuevo episodio macroeconómico dramático, con sus terribles secuelas en términos de aumento de la pobreza y la marginalidad. Implicaría un nuevo despropósito si se disparara un ajuste de mercado sin una estrategia para contener los previsibles daños. Ni siquiera quedan migajas para repartir un cuarto IFE. ¿Podemos imaginar el aquelarre que nos espera si la situación se sale aún más de control?