La subversión de la historia
Una carta de un lector publicada en 2008, que en nuestros días goza de enorme repercusión en las redes, ofrece datos reveladores de la barbarie subversiva
Nueve años después de haber sido publicada, la carta dirigida a LA NACION de un ex gerente financiero y director de Chrysler Argentina ha estremecido a millares de personas en las redes sociales. Ha sido consecuencia de la actualidad y trágico testimonio del mensaje que revela una de las situaciones de mayor cinismo en la historia contemporánea de los argentinos.
Concierne a los episodios de barbarie protagonizados por bandas subversivas en los años setenta. Los hubo de diversa naturaleza, pero éstos refieren a los dirigidos contra ejecutivos de empresas que no estuvieron dispuestas a pagar a sus extorsionadores un seguro mensual de protección física, como el que ofrecían las mafias de Chicago allá por 1927. Abarca, además, a la impunidad que ha protegido en estas décadas a la delincuencia terrorista y a la ficción, que todavía perdura en propaganda izquierdista, por la que se exaltan acciones degradantes de la condición humana.
La carta se publicó el 23 de agosto de 2008. Por alguna razón se difundió después en las redes y su repercusión ha sido aún mayor que la de hace casi una década. El tono de las líneas escritas entonces por José Brunetta explica por sí mismo el fenómeno. "¿Cuándo van a ir a los tribunales acusados de delitos de lesa humanidad se preguntaba los ideólogos que enviaban a los jovencitos «idealistas» a asesinar civiles y a la vez a ser asesinados por las fuerzas del orden?"
Brunetta recuerda que todos los directivos de Chrysler estaban amenazados de muerte. El día que se incorporó a la empresa, 9 de enero de 1975, uno de los directores le dio una tarjeta con datos útiles entre otros, el nombre y teléfono de un abogado de la firma para ser entregada a sus captores en caso de que fuera secuestrado. Matones de la subversión acribillaron sucesivamente en 1976 a Eduardo Kenny, gerente de distribución de la empresa, en marzo; a Carlos Balsa, supervisor de flota, en julio, y a Jorge Souto, gerente de control de laboratorio, en noviembre. No eran sino trabajadores jerarquizados, como el propio Brunetta, que estudió mientras su madre atendía el taller de compostura de zapatos que había sido abierto por su padre.
En palabras del remitente de la carta, al morir el padre, en vez de agarrar un arma y salir a robar, buscó un trabajo, terminó sus estudios en la Escuela Superior de Comercio Carlos Pellegrini y se graduó en Ciencias Económicas. "Si hubiera salido a la calle con un fierro quizá podría ahora ser ministro, secretario de Estado o jefe de fiscales", decía Brunetta en 2008, con ironía, en alusión a la caterva de funcionarios kirchneristas que habían simpatizado o militado en las filas de la subversión.
El autor de la carta decía que todos sabemos quiénes fueron aquellos privilegiados de dos amnistías y de indultos por los cuales nada pagaron por los inmensos daños causados a la sociedad. Mencionó a algunos de los principales cabecillas que descaradamente se proclamaban, y se proclaman campeones de los derechos humanos. Lo notable es que éstos han prescindido de la contrición de tantas felonías. Con algunas hasta apagaron la vida de criaturas.
No hace falta volverlos a nombrar. Ya es bastante, en estos días, con que hayan sido puestos al desnudo de un plumazo, como toda la izquierda radicalizada de la región, por las críticas mundiales que se han acumulado en su contra por el silencio que mantienen ante los crímenes del gobierno de Maduro. Tarde, pero comienzo de un rigor moral al fin.
No se trata de pedir a esta altura juicios y cárcel para los autores y cómplices necesarios de crímenes producidos por la subversión cuarenta años atrás, y aun más. Se trata de revisar con ecuanimidad la historia de aquellos tiempos y denunciar con coraje la aberración de que se legitime con patente de héroes a quienes mataron, secuestraron, robaron y extorsionaron, con un saldo a su cuenta de más de mil muertos, en veinte mil actos de violencia.
Esa denuncia es la contraparte incumplida de la condena del terrorismo de Estado que principió en días en que el presidente Perón ordenó "exterminar" la subversión, después del asalto sangriento a un regimiento de Azul, y llegó a su apogeo con el golpe de marzo de 1976. En su invocación implícita de procedimientos violatorios del debido proceso, Perón no sugirió, es verdad, perseguir a una etnia pacífica e indefensa, sino a quienes se plantaban en desafío del Estado y la Constitución alzados en armas, y apelaban al terror que más tarde, en contagio brutal, se ejercería de modo ilegal en contra de ellos.
La Argentina está urgida de curar viejas heridas, que se reabren con las venganzas y la discriminación frente a la ley, como es la situación de cientos y cientos de enfermos ancianos, militares o civiles, en prisión a quienes se niega la detención domiciliaria. Hay políticos que callan esto por temor a la manipulación que se haga en su demérito en falsa invocación de principios con los cuales todos acordamos. Hay que hablar.
El caso de Venezuela está tomando, entre tanto, proporciones de escándalo e indignación que la tiranía cubana consiguió eludir ante el desinterés inexplicable de voces mundiales de gravitación en el pasado. El de Venezuela es un ejemplo que interpela a los argentinos: ¿vamos a reconocerles autoridad para hablar en nombre de la justicia y la libertad a los promotores de Maduro en el país? ¿Es posible tomarlos en serio más allá de lo que por sí mismos representan como peligro institucional para la República si volvieran al poder?
He ahí la pregunta que cabría perfectamente en una nueva carta de José Brunetta a LA NACION, a fin de datarla con fecha de hoy.