La sospechosa dictadura de los hábitos
Un hábito puede seducirnos desde las ventajas que conlleva ponerlo en práctica (una dieta equilibrada). Pero también puede cautivarnos desde una falsa situación de comodidad (una vida sedentaria), para terminar instalándonos en una zona de confort de consecuencias indeseables. Peor aún: los algoritmos agazapados tras el diseño aleatorio del contestador todo terreno de la IAG pueden también esconder el riesgo de contribuir a planchar el pensamiento y las costumbres, desde modelos caprichosamente acomodados para inducir respuestas más basadas en la tradición de ciertos reflejos condicionados que en el ejercicio de la libertad para cuestionarlos, reformularlos o sustituirlos con creatividad. Y, en cualquier caso, la adicción incondicional al respectivo catálogo de los malos hábitos –consciente o inconscientemente– aportará la mejor garantía de contar con un socio tóxico para repetir la historia. Cualquier historia. Como enganchada a un rulo de eterno retorno. Pero, claro: saber de esta amenaza sugiere también aceptar el desafío de enfrentarla. Porque siempre es uno el que decide si, desde una perspectiva estoica, cuenta o no con la capacidad para eludirla o modificar sus consecuencias.
Es cierto que no siempre es fácil estar lo suficientemente atentos como para identificar los hábitos adquiridos como una “segunda naturaleza” –en términos aristotélicos–, en tanto se los categorice como productos de la cultura, para diferenciarlos de los reflejos innatos. O, aun pudiendo distinguirlos, para reconocer si traen con ellos el virus de algún tipo de desajuste potencial, ya sea en el comportamiento, en lo orgánico, en lo emocional o en lo cognitivo. Es que, si, luego de crear, fortalecer y fijar en la conciencia nuevas conexiones neuronales, el hábito prende en nuestro sistema inconsciente, como asociado a una rutina aparentemente disfrutable que aporta más dopamina en el cerebro, es muy probable que busque ya su lugar en el software de cada uno. Y que se aloje en él, se acostumbre a operar en piloto automático y, con el uso, quede tan fuertemente soldado al sistema de creencias o a algún programa operativo que, con el tiempo, termine por desactivar las alertas que adviertan, por ejemplo, acerca de la progresiva desconexión del espíritu crítico o reflexivo. Es entonces cuando, cegado por la autoestima de un ego negador o de un sistema neuronal anestesiado, el software se consolida, desde una suerte de memoria implícita que lo supedita, como un eficiente repetidor automatizado de reflejos condicionados y, por supuesto, como un rechazador sistemático de personas, ideas, procedimientos o plataformas que no encajen a la perfección en el modelo más cómodamente reconocido y adoptado, cualquiera que sea el contexto de aplicación: la vida personal, el entorno organizacional o el universo de lo político.
Se desvanece, entonces, o desaparece, como es obvio, la capacidad de revisarlo o cuestionarlo, o el interés por hacerlo, desde miradas más flexibles o diferentes que intenten eventuales reformulaciones del hábito, para actualizarlo o para enriquecer cualquier paradigma alternativo que lo libere de efectos colaterales negativos. Sándor Ferenczi –médico y psicoanalista húngaro– escribía, en 1925: “El psicoanálisis puede ser considerado como una larga lucha contra ciertos hábitos de pensamiento”, con el fin de imprimir a esas conductas repetitivas que moldean nuestro destino una nueva dirección. El condicionamiento clásico, por extensión, derivado de las experiencias con perros de Iván Pávlov –un fisiólogo ruso clave en el desarrollo de la corriente conductista en psicología–, es el tipo de aprendizaje asociativo más elemental, en el que un organismo reacciona frente a un estímulo ambiental, originariamente neutro, con una respuesta automática o refleja.
Cuando nos proponemos vincular estas investigaciones con algunos de los hábitos o consecuencias asociadas del comportamiento humano, no es fácil eludir el peso relativo con el que, muy probablemente, los reflejos condicionados por actitudes repetitivas no sujetas a análisis estén operando, a menudo, empecinadamente, para frustrar la identificación de ciertas conductas fácilmente reconocibles como las generadoras automáticas e inconscientes de tantos daños colaterales, inspiradas en tantos malos hábitos que solemos resistirnos a revisar o modificar, tanto en lo personal, como en lo social o en lo laboral. Y, muy especialmente, también, por supuesto, en lo que concierne a nuestras maneras de actuar o reaccionar frente a los desafíos a los que nos somete la discusión política para armonizar nuestra vida en sociedad.
Cuando se omite la historia o sus penosas consecuencias, o se la olvida, o se la distorsiona, no hace falta demasiada sabiduría para imaginar que, como decía el filósofo español George Santayana en 1905, parece inevitable repetirla. A veces, el soberano se cansa de luchar contra cada uno de los protagonistas responsables de la injusticia, la mentira, la prepotencia, la desigualdad, la ignorancia, la enfermedad, la inseguridad o la corrupción. Y sin tiempo ni medios ni energía para un debate maduro y un reclamo potente, se abandona, finge amnesia y se deja ganar –una y otra vez, al borde casi de una forzada estupidez– por los desfachatados cantos de sirena de líderes sin vergüenza ni castigo, que solo usaron el poder para enriquecerse y someterlo. Y que, con un manejo maquiavélico del discurso, suelen acabar por cegar a votantes sin memoria, apelando a la familiaridad de ciertas voces, de ciertos gestos o de ciertas promesas sin sustento. Todo así percibido desde la mirada ingenua de una sociedad que, a menudo y huérfana de liderazgos ejemplares, se resiste, sin pensar lo suficiente, a cuestionar, modificar o abandonar los reflejos condicionados a que la somete la sospechosa dictadura de los malos hábitos.
Quienes no pueden recordar el pasado están condenados a repetirlo. Y quienes no están dispuestos a revisar sus hábitos, también.
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