La sociedad, cara a cara ante la corrupción
Los escándalos de Insaurralde y la Legislatura bonaerense instalan un interrogante sobre la reacción de una ciudadanía que está a punto de votar
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Buena parte del sistema político hizo silencio o, por lo menos, no ha dicho lo suficiente. La Justicia bonaerense ha producido un fallo que se parece más a un acto de complicidad. La pregunta ahora es ¿qué hará la sociedad frente al espectáculo de la corrupción en su faceta más desinhibida? ¿Reaccionará o tolerará? ¿Dirá basta o dejará pasar? Tal vez esos interrogantes definan un debate de fondo: ¿nos importa realmente la ética pública? ¿La vinculamos con lo que nos pasa en otros órdenes de la vida nacional? ¿O hemos llegado al extremo de naturalizar la inmoralidad en el Estado?
Los escándalos de Chocolate Rigau y de Insaurralde en el yate están directamente conectados: uno muestra cómo se recauda; el otro, cómo se gasta. Pero no son hechos aislados ni encapsulados. Son síntomas y emergentes de un sistema enfermo de corrupción en el que las coimas, los nombramientos fantasma y la malversación de fondos públicos se articulan con otros mundos oscuros, como el del juego, el contrabando, La Salada y el narcotráfico. Cuando el gobierno de Axel Kicillof intenta enmarcar al caso Insaurralde como una inconducta personal, lo que busca es tapar un gigantesco entramado de negocios sucios y corrupción estructural que nadie desconoce en la cima del poder. El propio gobernador debería haber denunciado a su exjefe de Gabinete si el escándalo lo hubiera sorprendido. Sin embargo, con sus declaraciones y actitudes posteriores a la difusión de las imágenes parece aplicar el criterio que indica que “gobernar es ocultar”. Lo que incomoda al oficialismo no es lo que pasa, sino que se sepa lo que pasa. Acá no hay un funcionario que “cometió un grave error”, como dijo el candidato presidencial Sergio Massa, o que practica “sus propias liturgias”, como afirmó con fingida candidez el jefe de asesores de Kicillof, Carlos Bianco. Hay un sistema y una cultura política que han permitido la proliferación de “Insaurraldes”. Hay una intrincada telaraña de complicidades y sociedades alrededor de una estructura de corrupción a gran escala. Hay un sistema de poder que ha naturalizado el enriquecimiento y la economía negra de sus dirigentes.
Insaurralde ha aportado una estética chocante, con un osado despliegue de estridencia y vulgaridad. Pero sería un error verlo como una “oveja descarriada”. Es parte de “un sistema” que, por una u otra razón, ha quedado expuesto de una manera brutal. No es la primera vez: ya habíamos visto los bolsos de López, los dólares de La Rosadita, las estancias de Lázaro Báez y los cuadernos de Oscar Centeno. Por eso se hace imprescindible una pregunta que tal vez nos incomode: ¿qué hacemos los ciudadanos frente a semejante obscenidad? ¿No hemos permitido, de alguna manera, que las cosas llegaran tan lejos? ¿No hemos practicado la tolerancia y la indulgencia social frente a la corrupción? ¿No hemos preferido muchas veces mirar para otro lado?
Hay dos palabras que estuvieron completamente ausentes en el debate entre candidatos presidenciales: ética y transparencia. La corrupción no fue un tema. ¿Esa ausencia refleja solo el desinterés de la política o también el de la ciudadanía? El candidato más votado en las PASO acaba de sellar una alianza con el sindicalista que pasará a la historia por una célebre autoincriminación: “Tenemos que dejar de robar por lo menos dos años”, dijo, rampante, Luis Barrionuevo. Y ahora es el principal aliado de Javier Milei, que propone romper el statu quo, pero no dice una sola palabra de Chocolate Rigau ni tampoco de Insaurralde, con el que su hermana se reunió para armar listas en Lomas de Zamora.
Muchas veces nos cuesta conectar la degradación ética con el empobrecimiento de la Argentina. “Roban, pero hacen”, solía decirse del peronismo, como si un verbo justificara e indultara al otro. Sin embargo, el crecimiento exponencial de la pobreza tal vez se explique, en muy buena medida, por un aumento proporcional de la corrupción. Esa es la ecuación que define a los países pauperizados. Y la Argentina, aunque nos duela, va a camino a serlo si no reaccionamos a tiempo.
Los hechos a veces parecen inconexos, pero el yate de Insaurralde tal vez nos venga a explicar, entre tantas otras cosas, por qué, en plena pandemia, la provincia de Kicillof mantenía cerradas las escuelas mientras autorizaba la apertura de los casinos y los bingos. El juego está en el centro de la plata negra que alimenta a la política. Pero en ese entramado de intereses oscuros también aparecen organizaciones mafiosas: quizás haya una conexión invisible entre el yate de Marbella y el avance del narcotráfico en las barriadas del conurbano.
Por supuesto que hay escalas diferentes y no puede igualarse todo, pero muchos historiadores, académicos y ensayistas han advertido sobre la familiaridad cultural de nuestra sociedad con la “viveza criolla”, entendida como una mezcla de audacia y ventajismo. Hay cierta inclinación a admirar al “vivo”, al que “la hizo bien” aunque fuera al margen o a espaldas de la ley. Y a considerar que lo que es de todos no es de nadie. Desde ese lugar, suelen mirarse con indolencia la ineficacia y el saqueo del Estado.
La cultura política parece haber exacerbado esos rasgos hasta extremos verdaderamente sórdidos, aprovechándose de cierta condescendencia y apatía social. Hasta hace cinco minutos, en el ecosistema de poder de la provincia de Buenos Aires, Insaurralde era “un campeón”. Y nadie ignoraba, por supuesto, quién era, qué tenía, cómo había hecho su patrimonio ni la distancia gigantesca que lo separaba de cualquier noción de honradez y vocación de servicio. Pero se consideraba que “la había hecho bien”. A sus jefes, Kicillof y Massa, no se les hubiera ocurrido impugnarlo por razones éticas. Desde hace años, era una estrella del kirchnerismo. Ahora intentan despegarse porque “se equivocó”, “la hizo mal”. Dejó de ser “vivo” porque trascendieron fotos que nunca deberían haber trascendido: gobernar es tapar.
Dos jueces bonaerenses –Alejandro Villordo y Juan Alberto Benavides– se apuraron a abortar la investigación sobre Chocolate Rigau y la corrupción en la Legislatura. Insaurralde ahora busca su propio juez, Federico Villena, y es posible que lo consiga en un sistema que también ha contagiado a muchos sectores de la Justicia. Pero la pregunta vuelve sobre nosotros: ¿qué haremos los ciudadanos? ¿Abonaremos la cultura de la “viveza” que ha corroído los cimientos de la Argentina? ¿O intentaremos desarmar un entramado en el que los Insaurralde, los López, los Boudou, los Barrionuevo, los Chocolate, los De Vido, los Lázaro Báez y tantos otros no son casos aislados, sino engranajes de un sistema?
La elección en la provincia de Buenos Aires, y en enclaves estratégicos como el de Lomas de Zamora, será un buen termómetro para medir la sensibilidad de la sociedad frente a la corrupción desenfrenada. No se juega la suerte de un sector político, sino el futuro de la Argentina. Si la ciudadanía marca un límite, también habrá menos margen para que jueces como Villordo o Benavides escondan delitos bajo la alfombra. Hay síntomas auspiciosos: en Chaco, un crimen desnudó una trama de corrupción y cayó un régimen político que gobernaba desde hacía 16 años.
Tal vez les debamos a Insaurralde, a Sofía Clérici y a Chocolate Rigau la oportunidad de encarar una regeneración ética en la Argentina. Nos han mostrado la magnitud de un flagelo, el de la corrupción estructural enquistada en el Estado. Son casos que dejan en evidencia la profunda desconexión entre el poder y la sociedad. Y explican, sin sutilezas, el drama de un país empobrecido, donde crecen la marginalidad y el delito. ¿Qué hacemos? A 17 días de la elección, la pregunta nos pone a los ciudadanos en el centro de la escena. Los hechos quedaron al desnudo, buena parte del sistema político navegó entre el silencio, la indiferencia y la complicidad, la Justicia jugó hasta ahora en favor de la impunidad. Es el tiempo de la sociedad. ¿Sabremos usarlo en defensa propia?