La socialdemocracia, una identidad en disputa
Aunque se habla de la crisis de la alternativa socialdemócrata en Europa, su herencia histórica de ideas y conquistas sigue siendo poderosa
En política siempre hay algo que huele mal. Momentos en los que existe la sensación de que todo está por terminarse. Tony Judt, un lúcido intelectual británico, lo percibió a tiempo. En 2010, poco antes de morir, habilitó la publicación del que sería su testamento intelectual. Se trata de un pequeño librito cuyo título (Ill Fares the Land) remite a una estrofa del poema "The Deserted Village", de Oliver Goldsmith. La frase es sensata: "Mal le va al país, presa de inminentes males, cuando la riqueza se acumula y los hombres decaen". En español, el libro fue titulado Algo va mal. A la luz de lo que vemos, no se equivocaba.
Judt era un intelectual honesto. Durante más de cincuenta años, analizó la historia sin ocultar sus posicionamientos ideológicos. Frente a sus colegas que habían optado por un lado u otro de las trincheras políticas del siglo XX (el comunismo o el liberalismo), él escogió el camino que creía más acorde a sus propias vivencias. Era socialdemócrata. Con su característico estilo, solía pedir a la izquierda que exigiese más, pero que no esperase la solución definitiva de los conflictos a través del socialismo democrático: "La socialdemocracia no representa un futuro ideal porque ni siquiera representa el pasado ideal. Entre las opciones disponibles es, sin embargo, la mejor", decía.
Judt había nacido en una Inglaterra que avanzaba, después de la Segunda Guerra Mundial, hacia un orden completamente nuevo. El gobierno laborista de Clement Attlee proponía alcanzar una "Nueva Jerusalén" a través de reformas estructurales del capitalismo. Como sucedía en el resto de Europa Occidental, corrían los vientos del consenso socialdemócrata. Se nacionalizaban los transportes y los servicios públicos, se ofrecían potentes sistemas de salud y educación, y los trabajadores accedían a beneficios sociales y hasta podían, en oportunidades, cogestionar las fábricas. En aquel mundo resultaba difícil no sentir atractivo por el socialismo democrático.
Llegaron, sin embargo, los años setenta. Fueron años duros y de repliegue. La izquierda, que había cedido su anticapitalismo a cambio de reformas al interior del sistema, se encontró perdida. La inflación empezó a carcomer los salarios de los trabajadores, el desempleo se hizo visible y el crecimiento se detuvo. Por mucho que los socialistas quisieran eternizar su modelo, un modo de gestión del capitalismo no podía ser inmune a los ciclos del sistema. Para colmo, los jóvenes, que no habían vivido las guerras mundiales, exigían radicalidad: no importaba que, para sus padres, aquel mundo hubiese implicado una certeza de futuro justo y pacífico. Entre la guerra de Vietnam, las banderas rojas, el amor a la China maoísta, la toma de universidades, el sexo libre y la droga, demandaban revueltas ante un mundo apático. El momento socialdemócrata se estaba cerrando.
Aterrizaron, entonces, Thatcher y Reagan. Y ganaron la batalla ideológica. Los lazos sociales comenzaron a cortarse con la misma tijera que tajeaba los presupuestos. El sentimiento de comunidad se esfumó. Y la resistencia fue débil. Conforme avanzaron las privatizaciones, la socialdemocracia se replegó más y más en sí misma. En Inglaterra, tras la derrota de una poderosa huelga minera, la mayoría de los laboristas a los que habían defendido intelectuales como Judt abandonaron la lucha. La revolución conservadora se demostraba como lo que era: una verdadera revolución. Hasta la socialdemocracia la había aceptado. La caída de la Unión Soviética no hizo más que agudizar el proceso.
La socialdemocracia consiguió gobernar bajo el paraguas del nuevo paradigma. François Mitterrand y Felipe González abandonaron rápidamente sus ambiciosos programas. Tony Blair, la cara joven del laborismo británico en los años noventa, hizo lo propio. Y Gerard Schröeder, el canciller alemán, no escatimó esfuerzos a la hora de aplicar reformas en el sentido que indicaba el mercado. Todos mantuvieron y aumentaron los programas de asistencia social. Todos ampliaron las libertades públicas. Pero los compromisos con la Unión Europea -como espacio de libertad y construcción de mercado- se manifestaron rápidamente. Estaba claro que la socialdemocracia había cambiado de estrategia.
Un campo de batalla
Aunque suele ser presentada como un modelo unívoco y concreto de bienestar social al interior del capitalismo, la idea socialista democrática está cargada de mitologías. ¿Por qué parece haber un abismo entre François Hollande y Bernie Sanders? ¿O entre Jeremy Corbyn y Matteo Renzi? El prestigioso intelectual inglés Ralph Miliband solía definir los partidos socialdemócratas como un campo de batalla. Al menos desde 1914, cuando la socialdemocracia alemana apoyó los créditos para ingresar en la Primera Guerra Mundial, el movimiento se dividió entre izquierdas y derechas. En ocasiones ambos sectores confluyeron. Pero cuando el consenso de posguerra se rompió, la división entre las tendencias se volvió visible. Lo más común fue que las izquierdas recurrieran al clasismo mientras las derechas sacrificaban las reformas, apelando a la responsabilidad y el interés nacional. La socialdemocracia siempre fue eso: una identidad en disputa.
Ahora suele hablarse con frecuencia de su crisis. Se da por muerta la alternativa socialdemócrata. ¿A cuál de ellas se refieren? ¿Realmente lo está?
El Partido Socialdemócrata alemán, que gobierna en coalición con la derecha de Angela Merkel, tiene menos del 20% de apoyo. El otrora poderoso partido de Willy Brandt, fundado por el socialista de izquierdas Ferdinand Lasalle, se debate entre un pasado tan contradictorio como luminoso y un futuro que le exige pensar la migración de sus votantes hacia la izquierda y la derecha del tablero político.
El laborismo británico no gana elecciones desde 2010. Hay quienes añoran las épocas de bonanza electoral de Tony Blair, el hombre de la Tercera Vía y la guerra de Irak. Otros confían en Jeremy Corbyn, el recientemente reelecto líder del partido, que propone el retorno a un socialismo fuerte que, como afirma John McDonnell -su canciller en las sombras- ya no debe "ser susurrado con vergüenza". Con él, el laborismo ha sumado 450.000 afiliados.
El PSOE añora la España previa al estallido de la burbuja inmobiliaria: desearía hegemonizar la izquierda sin Podemos, que lo acusa de formar parte del "establishment político" mientras le muerde los talones.
El Partido Socialista francés está en horas bajas. François Hollande renunció a buena parte de sus promesas y actúa con temor frente a la amenaza de la extrema derecha del Frente Nacional, que avanza a paso firme, acumulando espacio entre el electorado de clase obrera. Sólo la voz solitaria de Arnaud Montebourg, ex ministro de Hollande y crítico por izquierda, se anima a blandir el puño y la rosa, y a presentarse a las primarias del histórico partido de Jean Jaurès con un discurso crítico con su propio gobierno y, particularmente, con la construcción europea.
Ni siquiera los socialdemócratas escandinavos -que fundaron el modelo de bienestar social que acompañaría a hombres y mujeres "de la cuna hasta la tumba"- pueden brindar: apenas rebasan el 30% de los apoyos ciudadanos.
Y, sin embargo, puede que la socialdemocracia no esté en crisis. Quizás los partidos sí. Pero una idea de ella no.
La ciudadanía de diversos países de Europa percibe a los partidos de la izquierda democrática como lejanos a sus necesidades e intereses. Sus relaciones con el mundo mercantil (alcanza con mencionar los vínculos de Blair y González con importantes empresas), su enrocamiento en las instituciones, su distancia con respecto a la vida de los trabajadores y su gestión de la crisis financiera y de las políticas de austeridad han habilitado la crítica. Parte de sus electores buscan lugar en las nuevas derechas. Otros apuestan a las izquierdas radicales.
Las nuevas plataformas izquierdistas tienen un estilo diferente del del socialdemócrata. ¿Pero sus programas no responden también a una de las tendencias socialdemócratas? La plataforma de Podemos no resulta antitética a la de François Mitterrand en 1981 o a la del viejo laborismo británico. El Bloco de Esquerda en Portugal podría referenciarse en la antigua tradición del socialismo autogestionario. Jeremy Corbyn, que libra directamente la batalla desde el Labour Party, se remite a una rica historia de luchas y nacionalizaciones encaradas por su propio partido. La izquierda gana terreno pero precisa referenciarse. Cuando Pablo Iglesias afirma "soy un socialdemócrata nórdico", afirma también que, aunque critique y machaque a los socialistas españoles, necesita de la idea socialdemócrata para avanzar.
Las huellas de lo hechos son poderosas. La maquinaria del Estado de bienestar, del transporte público y los servicios de salud y educación no son fácilmente olvidables para quienes los disfrutaron y los ven destruirse. Ese imaginario es socialdemócrata. Y parece, al menos por ahora, estar a salvo.
Los social-liberales tienden a pensar que los problemas del mundo son nuevos y que sus fallas se anclan en ofrecer soluciones anticuadas. Los socialdemócratas de izquierda piensan lo contrario: que los problemas del mundo son viejos (es decir, estructurales) y que el problema es olvidar las soluciones clásicas y apelar, meramente, a la gestión.
¿Puede construirse una socialdemocracia que aspire a las transformaciones posibles pero que haga suyo el programa de lo deseable? O, más aún: ¿puede desarrollarse una socialdemocracia que instale sus propias fronteras de lo posible, franqueando el concepto de realidad que el sistema parece ofrecerle? En la batalla de identidades, la socialdemocracia debe definir un camino.
Resulta difícil pensar en un resurgimiento de los partidos socialdemócratas clásicos como al que asistimos en el pasado. Las izquierdas y las derechas al interior del movimiento socialista están definidas en campos adversos. Los partidos pueden morir. Pero la idea socialdemócrata será apropiada por alguno de los dos ejércitos.