La soberbia del emperador
Por Fritz Stern Para LA NACION
NUEVA YORK
La pretendida singularidad de Estados Unidos hace que, por lo común, se lo considere exento de analogías históricas. Sin embargo, van generalizándose las comparaciones con la suerte que corrieron otros imperios.
Hace poco, me sorprendió una analogía con la historia alemana: su desastroso liderazgo durante la Primera Guerra Mundial, cuyo epítome fue el káiser Guillermo II. Cuando subió al trono, en 1888, tenía 29 años. Su padre, un liberal, había sucumbido a un cáncer de garganta a los 88 días de reinado. Su abuelo, Guillermo I, había presidido los triunfos militares prusianos que posibilitaron la creación, por Bismarck, del Reich unificado en 1871.
Menos de dos años después, Guillermo II despidió a Bismarck y se erigió en líder de un país en el apogeo de su dominación de Europa. En la década de 1890, Alemania era la potencia más fuerte del continente. Pero el poder genera oposición y sus alarmados vecinos empezaron a formar alianzas defensivas.
Guillermo hacía alarde de su poder absoluto. Creía haberlo recibido por mandato divino. Despreciaba al Parlamento, cuyas facultades estaban circunscriptas por una Constitución que él se jactaba de no haber leído nunca. Era inteligente y, quizás, aun talentoso; el progreso tecnológico lo impresionaba. Pero era impulsivo y nadie había encauzado su formación. Le gustaba la parafernalia del poder, le encantaban los uniformes. Su ostentación y su extravagancia iban a contrapelo de la idiosincrasia prusiana.
Era muy dado a la retórica altisonante. En una ocasión, les previno a unos reclutas recién juramentados que deberían disparar contra sus propios padres si él lo ordenaba. Cuando la Rebelión de los Bóxeres, en China, impartió una orden sorprendente a la expedición punitiva: debía infundir terror, como otrora los hunos. Detestaba las críticas de los liberales. Expresaba desprecio hacia las demás naciones, en especial hacia Gran Bretaña. Su anglofobia ambivalente y el recelo hacia su madre, hija de la reina Victoria, tenían algo que ver con esto.
Peor aún, apoyaba a aquellos grupos que procuraban acrecentar el poderío militar alemán; crear una flota de alta mar capaz de desafiar a la británica. Rehuía las pequeñas cuestiones de gobierno porque interferían en sus diversiones. Desde el comienzo mismo de su reinado, su volubilidad y su equilibrio mental inquietaron a su entorno.
La política exterior alemana del período 1890-1914 -cuyo responsable formal y, por momentos, efectivo fue el káiser- incluyó una serie de fracasos y reveses. Empero, el comportamiento de Alemania durante la Primera Guerra Mundial demostró que, de hecho, Guillermo no reinaba. A principios de julio de 1914, tras el asesinato de Francisco Fernando, archiduque de Austria, el káiser azuzó a los austríacos, pero a fines del mes no pudo impedir que sus propios subordinados iniciaran una guerra siguiendo los dictados de la estrategia militar (el famoso Plan Schlieffen).
Una vez iniciada la guerra, Guillermo devino en comandante supremo. Su función principal habría sido arbitrar en las internas de su gobierno. En el centro, surgió un conflicto entre civiles y militares: el ejército alemán siempre había tenido la mentalidad y posición de un Estado dentro del Estado. Además, las dirigencias de unos y otros estaban divididas.
Después de la batalla del Marne (septiembre de 1914) y el fracaso del Plan Schlieffen, algunos asesores del káiser se percataron de que una victoria militar era poco probable y, por ende, había que negociar la paz. Pero para entonces, hasta el canciller (un civil) había decidido objetivos bélicos extravagantes que tornaban ilusorias las esperanzas de una paz negociada.
De ahí en más, el estado mental del káiser pasó a ser un factor dominante en la conducción de la guerra. Aun así, era preciso tomar decisiones harto ominosas: cambiar las cúpulas militar y civil y, en 1917, declarar o no la guerra submarina irrestricta. En caso afirmativo, Estados Unidos se convertiría, sin duda, en país beligerante.
El destino de Alemania y de Europa pendía de las decisiones que tomara Guillermo. Pero al cabo de tres años de matanzas inimaginables, el káiser había quedado reducido a mero instrumento de la dictadura militar que ejercían Paul von Hindenburg y su jefe de estado mayor, Erich Ludendorff. Ambos gozaban de la confianza de las clases gobernantes alemanas. Estaban resueltos a rechazar todo compromiso, convencidos de que "una embestida más" les daría la "victoria total". Entretanto, le ocultaron sistemáticamente la verdad al káiser, aislándolo de la realidad.
En los primeros meses de 1918, hubo un momento -luego de que los bolcheviques firmaron una paz cartaginesa dictada por Berlín- en que pareció posible una victoria alemana. Pero en agosto, los Aliados atravesaron las líneas alemanas. Ludendorff quedó estupefacto, temió el colapso súbito de su ejército y exigió al gobierno civil recién constituido que pidiera de inmediato un armisticio. Como los Aliados no querían negociar con el káiser, los alemanes, cansados de la guerra, empezaron a pedir su abdicación.
El ejército obligó a Guillermo a exiliarse en Holanda. Allí, hasta su muerte en 1941, despotricó contra cuantos pudo. Los culpables eran los judíos y los socialistas. Sólo él tenía razón. Reflejando y alentando, una vez más, a un gran segmento del que había sido su pueblo, vio en Hitler, el hombre nuevo elegido por Dios, al salvador de una Alemania derrotada a traición.
Guillermo tuvo defectos aterradores y actuó al frente de un sistema político que adolecía de fallas profundas. Con todo, en última instancia, su mayor error fue entregar el poder a los halcones militares y civiles, mal llamados "conservadores" porque contemplaban un reordenamiento drástico de Europa.
Desde luego, Estados Unidos no es la Alemania imperial. Pero quizá podría extraer una lección de un país cuyos gobernantes en tiempos de guerra, además de reñir entre sí, causaron daños inconcebibles a su pueblo y al mundo con su comportamiento mendaz, sigiloso y paranoide. Las consecuencias de su liderazgo sólo se manifestaron más tarde, cuando el pueblo de una nación agraviada se volvió contra sí mismo en hondas divisiones y odios políticos y morales.
Hizo falta una catástrofe peor, un azote que marcó la historia mundial, para que ese pueblo aprendiera una lección. Ojalá que los norteamericanos aprendan más pronto la suya sobre los peligros y las locuras de una soberbia imperial desmedida.
© Project Syndicate y LA NACION
(Traducción de Zoraida J. Valcárcel)