La situación de las cárceles, un llamado de atención y una deuda pendiente
La penosa situación en la que se encuentran las cárceles en nuestro país es de público conocimiento. Esa situación viene de décadas, y parece no poder (o no querer) encontrar solución alguna. La escalofriante actualidad en cuanto a su hacinamiento o la indebida reclusión de personas en comisarías son solo dos datos elocuentes de lo que ocurre.
El abordaje de la problemática penitenciaria y de seguridad ciudadana tiene múltiples aristas y diversos enfoques: filosóficos, ideológicos, incluso metodológicos. Y lejos de querer adentrarme en el tema de la fría estadística de cantidades, ni tampoco en el debate, ya lejano y obsoleto, acerca de si las cárceles sirven para resocializar o son escuelas criminales, quisiera incursionar en otro problema, nada menor. Concierne a la arquitectura, que debería ser parte importante de algunas de las soluciones a estos problemas.
Sin dudas, la infraestructura penitenciaria es una deuda del Estado con la sociedad, y no solo encarnada en los gobiernos, sino en nosotros, los arquitectos, en la medida de la responsabilidad que nos cabe. Esa deuda va más allá de la cantidad de cárceles que se construyan, tan escasas por ahora; tiene que ver con la calidad y habitabilidad con que se diseñan.
A principios del siglo XX, sobre la base de los avances logrados, la Comisión Internacional Penal y Penitenciaria concibió una propuesta novedosa a fin de formular reglas universales para el tratamiento de los reclusos. Tomó en cuenta una serie de requerimientos que la extinta Sociedad de las Naciones había hecho suyas en 1934. En 1955 dicha Comisión revisó y amplió el texto de tales reglas, presentándolas al Primer Congreso de las Naciones Unidas sobre Prevención del Delito y Tratamiento del Delincuente. En dicho Congreso se adoptaron nuevas normas y, tras un examen adicional, en julio de 1957 el Consejo Económico y Social de las Naciones Unidas las aprobó como “Reglas Mínimas para el Tratamiento de los Reclusos”. Allí se señalan los principios y las condiciones adecuadas que las Naciones Unidas establecen para el tratamiento, la protección y la rehabilitación de los reclusos, recomendando que los Estados miembros realicen todos los esfuerzos necesarios para llevar a la práctica su aplicación.
Los documentos aprobados inculcan principios de una buena organización penitenciaria y prácticas relativas al tratamiento de los reclusos, basados en conceptos mínimos admitidos por los sistemas contemporáneos más avanzados. Proponen una humanización a partir de condiciones básicas que puedan ser aplicadas en los diferentes países.
Un constante esfuerzo de las Naciones Unidas y de los países miembros sobre la aplicación de estas reglas incidieron favorablemente en la toma de conciencia sobre la necesidad ineludible de encaminarse hacia una organización razonable del cuerpo de internos. Además, ese esfuerzo ha sido hecho con vistas al mejoramiento de los requisitos de tratamiento y reinserción social de los presos. Este avance tuvo repercusión inmediata en la conformación de la arquitectura penitenciaria. En nuestro país, desde 2017 funciona el Comité Nacional para la Prevención de la Tortura (CNPT), organismo público cuya función es el monitoreo, control y seguimiento de los lugares donde se encuentran personas en situación de encierro, y que emitió el documento “Estándares mínimos de capacidad de alojamiento y condiciones de detención en establecimientos penitenciarios”. Allí se contemplan lineamientos con criterios de habitabilidad y que inciden directamente en los diseños.
En esa búsqueda de la arquitectura penitenciaria, los arquitectos constituimos un eslabón fundamental junto con equipos multidisciplinarios de expertos en el tema penitenciario. Actúan profesionales de la abogacía, de la educación, de la salud, de la psicología, de la alimentación y, por supuesto, también de la seguridad.
Una de nuestras mayores responsabilidades a la hora de encarar cada proyecto penitenciario consiste en revertir los espacios de la opresión y la sensación de encierro que suelen tener las cárceles, de manera de crear ambientes dignos como condición para el éxito de los planes de rehabilitación. Formas, colores, texturas, luces, sombras, espacios abiertos al verde, biofilia, ventanas especiales, muros cribados en vez de rejas, todo eso ayuda a transformar los espacios de reclusión en espacios de vida. En la misma tónica, con la incorporación de elementos y gestos arquitectónicos que no sean típicamente carcelarios, se logra un gran avance en la humanización de nuestra arquitectura penitenciaria.
Tenemos en claro que no somos jueces. No nos toca juzgar a las personas privadas de la libertad pues ya han sido juzgadas o estarán en proceso de serlo en el ámbito legal correspondiente. Pero creemos que las cárceles no deben agravar los sufrimientos producidos por el encierro, sino todo lo contrario, en coincidencia con lo indicado en las Reglas Mínimas para el Tratamiento de los Reclusos. Estas dicen que “la prisión y demás medidas cuyo efecto es separar a un delincuente del mundo exterior son aflictivas por el hecho mismo de que despojan al individuo de su derecho a disponer de su persona al privarle de su libertad”.
Por eso es fundamental priorizar los temas de habitabilidad en cuanto a iluminación, ventilación, dimensiones, temperatura, densidad y privacidad, como así también permitir visuales a espacios abiertos y verdes. Ello está directamente vinculado con el bienestar psicofísico del ser humano.
No voy a narrar la historia de las cárceles en nuestro país, ni tampoco a explayarme en la razón de por qué estamos donde estamos en dicha materia. Hay sobrados textos, artículos periodísticos e informes de organizaciones de derechos humanos al respecto. Pero permítanme enumerar algunas situaciones referidas a lo penoso de muchas de las cárceles de hoy, cuya foto podría erizar a muchos de los lectores: hacinamiento, insalubridad, falta de luz, de adecuada ventilación, de seguridad, entre tantas otras carencias, además de la mala segmentación de la población penal y de los precarios y obsoletos edificios en donde habitan las personas privadas de la libertad.
Quizás lo más penoso sean los espacios carentes de la más mínima habitabilidad incumpliendo, no solo con estándares mínimos tanto locales como internacionales, sino con la sensibilidad con la que un profesional de la arquitectura debería trabajar. Esto también sucede en nuevas obras penitenciaras que se encaran sin el adecuado expertise de quienes las diseñan, de quienes las encargan, o de quienes tienen que velar por su correcta construcción.
Estoy convencido de que la solución arquitectónica es, sin dudas, uno de los eslabones más importantes del proceso penitenciario, pues define los espacios dentro de los cuales se desarrolla la vida de las personas. Tenemos el derecho, y casi la obligación, de promover con imaginación, realismo y sensatez, las condiciones para el desarrollo en las cárceles de una vida digna, sin desmedro de resolver las cuestiones funcionales, técnicas, económicas y, obviamente, de seguridad inherentes a la cuestión.
Una mala respuesta arquitectónica malogrará la compleja operación de las cárceles. En cambio, y está más que probado, una buena respuesta incidirá favorablemente para minimizar el estrés motivado por la falta de libertad y por los medios de seguridad destinados a evitar las fugas. El mayor desafío pasa por captar, con sensibilidad arquitectónica, la vida expresada en los diseños y encontrar la estructuración de espacios que faciliten dicha vida otorgándole calidad y humanidad. No es una utopía, o no debiera serlo. Tampoco es una teoría no comprobada, al contrario.
Deben ser cárceles en donde las personas puedan tener un ámbito que permita desarrollar sus personalidades con el máximo respeto por la dignidad humana y respondan al mejor desarrollo posible de los programas de rehabilitación de cada persona. ß