La silla eléctrica de Rivadavia
Es un lugar común creer que la Argentina es un país presidencialista en el cual el gobierno central acumula enormes poderes. Este sentido común, contrario a la realidad, tiene una influencia enorme en la política de todos los días. En él se basan el actual temor de que Milei sea un peligro para la democracia y el consecuente intento de reformar la ley que regula los DNU habilitando que la mayoría simple de una sola cámara baste para derogarlos.
Hay que despreciar la realidad para creer que existe hoy un riesgo de acumulación de poder por parte de un gobierno que carece de él casi completamente. Que no tiene un solo gobernador ni un intendente. Que tiene una relación problemática con sus bloques legislativos. Que no controla sindicatos ni asociaciones piqueteras. Que no ha designado un solo integrante de la Corte Suprema ni un juez federal en Comodoro Py. Que carece de un partido nacional y llevó a la presidencia a Milei con la hermana y veinte amigos. Que tardó seis meses en sancionar su primera ley, que festejó con un asado cuando logró reunir a un tercio de los diputados en defensa del déficit cero y que si logra sostenerse es con el apoyo de algunos legisladores, de Pro y de los ciudadanos.
Más allá de que sus tweets sean agresivos, no amenazan la democracia en tanto no sean seguidos de acciones concretas, y hay menos chance de que Milei se convierta en dictador que de que habilite la venta de riñones. Porque el problema real que enfrenta la Argentina no es la acumulación de poder, y la tiranía, sino la falta de poder, y la anarquía. El riesgo no es 1984 sino 2001 y la vuelta del peronismo, recargado. Porque el sillón de Rivadavia es, en realidad, una silla eléctrica. Alfonsín, Menem, De la Rúa, Duhalde, Néstor, Cristina, Macri, Fernández. A excepción de Néstor, cuya muerte lo eximió del balance final, no hay un solo presidente de la democracia que no haya salido desprestigiado. ¿Recuerdan? Alberto era un genial operador y De la Rúa fumaba bajo el agua. Pero el ejemplo definitivo es Macri: el mejor presidente de la historia de Boca, el jefe de gobierno que cambió la Capital y el creador de un partido que en 10 años lo llevó a la presidencia. No había pasado un año de gobierno y la palabra que predominaba en las encuestas era “inútil”. Y a fines de 2017, con una elección intermedia exitosa, la inflación en caída y una pobreza del 25%, le tiraron 14 toneladas de piedra a su gobierno y terminaron con sus posibilidades de reelección y de reforma.
La razón es el Pacto de Olivos, llevado adelante por los dos partidos entonces mayoritarios y que son los mismos que hoy proponen la reforma de la ley de DNU. Fue el Pacto de Olivos –y la Constitución que lo siguió, tan elogiada– el que consagró el esquema que algunos añoran, con el peronismo en el poder y el radicalismo resignado a una oposición sin capacidad de oponerse. En el siglo XX cinco presidentes de origen radical no concluyeron su mandato. Macri terminó el suyo a duras penas. Y es gracias a los mecanismos previstos en la Constitución del 94 que el partido del actual presidente –56% de los votos– dispone de poco más del 10% de las bancas en el Legislativo. ¿De qué presidencialismo riesgoso para la democracia hablan?
La situación es aún peor gracias a un federalismo populista que ha impuesto la idea de que el problema del país es el centralismo porteño. Hay que ser ignorante para confundir los intereses del gobierno nacional con los de la CABA. Pero aun aceptando esa confusión, basta comprobar que la CABA aporta 25% de los recursos coparticipables mientras batalla para que le asignen menos del 3%. No es todo, ni es solo la CABA. Son incontables las distorsiones favorables a las provincias pequeñas. Subordinando el principio democrático, la actual Constitución exalta el principio federal muy por encima que en otros países. Igualdad de poderes entre la cámara de senadores y la de diputados, y 3 senadores por provincia sin que importe la cantidad de habitantes, generan una distribución de poder absurda por las particularidades demográficas argentinas; un país en el cual el 38% de la población dispone de tres senadores mientras el 62% restante tiene 69.
¿Centralismo? El presidente dispone de una sola reelección pero muchos gobernadores pueden ser reelegidos indefinidamente. Y el principio federal, habitualmente limitado al Senado, también está vigente en Diputados, donde todas las provincias tienen al menos cinco representantes. Súmese a esto el hecho de que los diputados deben representar a la Nación y no a las provincias pero son elegidos en distritos provinciales, por lo que tienden a privilegiar los intereses de sus coterráneos por encima de los nacionales. “La ley es buena, pero si la voto, no puedo regresar a mi provincia” es una frase recurrente en Diputados.
La Constitución del 94 ha sancionado un provincialismo hegemónico y la debilidad estructural de la presidencia. Y si el peronismo ha logrado sobreponerse no ha sido por la potencia de la institución presidencial sino por su subordinación a los poderes corporativos; por la acumulación geológica de jueces, legisladores y funcionarios que la Constitución promueve y los ciudadanos le hemos otorgado, y por los pactos espurios entre sus presidentes y los gobernadores. El resultado de esta debilidad intrínseca del poder presidencial ha sido el flujo de fondos de la Nación a las provincias, el permanente déficit fiscal de la Nación, y sus consecuencias: emisión monetaria, inflación y pobreza. ¿La representación de los intereses de todos los argentinos? Te la debo.
Provincias fiscalmente equilibradas y gobernadores poderosos. La Argentina en déficit, y los argentinos, empobrecidos. No es la excepción, sino la regla. Porque el principal problema que padecemos no es la acumulación de poder sino su fragmentación en manos corporativas, incluidas las provinciales, que hacen imposible defender los intereses generales y acabar con la pobreza. Y los mecanismos de la Constitución del 94 obstaculizan todo cambio. Gobernadores. Intendentes. Sindicatos. Piqueteros. Empresarios expertos en mercados regulados. Los genios de “La mía, ¿está?”. El verdadero establishment argento. Cazadores en un zoológico en el que nos han encerrado por décadas. La casta verdadera.
El intento de modificar la regulación de los DNU implantada por Kirchner en 2006 es un programa del Club del Helicóptero. No expresa amor a la república sino la intención de despojar al Gobierno de la capacidad de gobernar. Para derrocarlo, como le hicieron a Alfonsín y De la Rúa, e intentaron con Macri. Y se basa en un sentido común falso: el del peligro de la acumulación del poder, una posibilidad remota cuando no gobierna el peronismo. Intentar aplicarlo contra un presidente que enfrenta una crisis económica monstruosa con una debilidad de poder estructural revela una ingenuidad cercana a la estupidez o un cinismo a orillas del delito.
El intento de transformar el sillón de Rivadavia en una silla eléctrica debe ser rechazado en nombre del principio de responsabilidad y en defensa de la república. El peronismo llevó al país a una crisis terminal aplicando la actual regulación de los DNU durante 13 años a pesar de que contaba con mayorías legislativas. Sus actuales pretensiones republicanas son ridículas, y secundarlas es ser cómplice.
Como dijo el General: dentro de la ley, todo. Que los novísimos alberdianos le otorguen otros 13 años de vigencia a la actual ley peronista para que los gobiernos no peronistas intenten arreglar el desastre. Después, lo vamos viendo.