La siembra de dos maestros
El 7 de julio de 1977 llegó con una feroz sudestada. La noche estaba de luto, de golpe cayó un diluvio y soplaron vientos salvajes que levantaron olas como muros. Los barcos se sacudieron en las dársenas del puerto. En la banquina chica se soltaron las amarras de una lancha de pesca costera que navegó a ciegas hasta que encalló en la playa de los lobos marinos. Recién al amanecer dejó de llover y el viento perdió el veneno. Pero en el barrio Chauvin, donde vivían el profesor Román González y su familia, el cielo se mantuvo amenazador. Antes del mediodía tocaron el timbre de la casa. Era el cartero, que entregó varios telegramas colacionados del Ministerio de Educación. Román los repasó en voz alta: decían que él y su esposa, María Petrarca, maestros en diversas escuelas de Mar del Plata, quedaban cesantes e inhabilitados para ejercer la docencia. Los hijos -Laura, de 19 años; Sandra, de 17, y Fernando, de 14- sintieron zozobra y miedo. Mucho miedo. Román y Marta comprendieron que formaban parte de una lista negra. Y eso, en aquellos tiempos en que el país era un campo de concentración, podía convertirse en una sentencia de muerte. Varios amigos y amigas de los González habían sido secuestrados por grupos militares y la mayoría seguían desaparecidos.
Para Román y su familia siguieron días de insomnio y desasosiego. En las noches, cada vez que los colectivos de la línea 25 de Mayo pasaban despacio por la puerta de la casa y frenaban, a los González se les cortaba la respiración. "¿Vienen por nosotros?", se preguntaban. Los colectivos arrancaban y el alma les volvía al cuerpo.
Pocas mañanas más tarde, Román decidió enterrar los libros de su biblioteca.
Otros los habían quemado, pero él prefería la tierra. "Será como una siembra", imaginó. Un acto de esperanza y resistencia. Bien temprano, luego de que las hijas se fueran al colegio, Román y Marta empezaron a seleccionar los libros que enviarían a la diáspora. Fernando, pala en mano y enmudecido por la bronca y el dolor, se puso a cavar un pozo en el jardín. Alguien escuchaba tangos en una radio a todo volumen y la melodía se mezclaba con el ruido seco que hacía la pala cuando golpeaba la tierra negra. Marta, que miraba desde la ventana de la cocina, le pedía a la Virgen del Milagro que protegiera la vida de todos.
Román y Marta debieron enfrentar la tormenta: les quedaba muy poco trabajo, apenas unas horas de clase en dos institutos religiosos donde los directores se habían negado a expulsarlos, pero con esos sueldos magros no alcanzaba para vivir.
Román era maestro normal superior y profesor de filosofía. Marta también era maestra y se había perfeccionado como psicopedagoga. Se habían conocido en la década del 40, cuando eran adolescentes y ambos estudiaban en la Escuela Normal de Mar del Plata. Desde chicos, sin saberlo, tenían los mismos sueños. Román había nacido en un hogar de inmigrantes españoles, era inteligente y soñador, buen deportista, de rostro armonioso y sonrisa de marfil. Marta era huérfana de madre y criaba sola a sus dos hermanos menores. El padre era un periodista que vivía en la Capital y trabajaba en el noticiero de Radio El Mundo. Era una chica bajita y morena, de ojos vivaces, con el pelo negro rizado; vestía de modo austero y tenía el temple de acero. Román y Marta se conocieron en 1949, durante el baile de un sábado en el club del barrio. Ella tenía 15 años y él, 17. Empezaron a noviar. En diciembre de 1954 se casaron.
Una vez que se casaron fueron sumando horas de clase en diferentes colegios públicos y privados. Román también daba clases en la universidad. Y adonde Román llegaba, quedaba su huella. Era un maestro innovador y creativo. Adelantado a su tiempo. Le gustaba divertirse y explorar nuevas ideas. "La escuela no tiene que ser aburrida", decía. En la Escuela Provincial Nº 42, donde pasó gran parte de su vida, fue el primer y único maestro varón durante muchos años. Jugaba al fútbol con los chicos, a los alumnos que faltaban los buscaba casa por casa en su propio auto, y organizó un comedor comunitario porque aseguraba que "no se puede estudiar con el estómago vacío". Una vez, cuando la directora entró al aula en una ronda habitual, descubrió que Román estaba escondido debajo del banco igual que todos los alumnos. Era una mezcla perfecta de niño y adulto: Peter Pan y también James M. Barrie. Una tarde de 1975, el colegio fue copado por un comando del ERP. Los guerrilleros reunieron a todos los alumnos y docentes en el patio, bajaron la bandera nacional del mástil y en su lugar izaron la insignia con la estrella roja. Román, con el guardapolvo blanco, camisa y corbata, el rostro adusto y el pelo engominado, caminó hasta el mástil, bajó la bandera del ERP, la dobló con respeto y, en medio de un silencio sepulcral, dijo que la única bandera que debía flamear en las escuelas era la bandera argentina. Después les devolvió la insignia a los guerrilleros y volvió a izar el pabellón celeste y blanco. Los demás docentes, como estacas, hasta que un instante después los del ERP se fueron.
Así era Román. Una década antes había debutado como el primer maestro laico del Instituto Peralta Ramos, un colegio de maristas adonde concurrían chicos de clase media y alta. Ahí lo tuvo como alumno a Guillermo Vilas, quien siempre recuerda que gracias a las clases particulares de Román logró terminar el secundario. Es que el gran Willy faltaba mucho porque viajaba para competir en el exterior y lo dejaban libre en todas las materias. Marta, por su lado, fue la fundadora y primera directora del Instituto San Alberto, un colegio que se volvió de los mejores de la ciudad. Así eran Marta y Román: maestros de raza.
Hasta que llegaron los telegramas y ese mundo se resquebrajó. Román salió a buscar trabajo. "De lo que sea", se dijo. Fue a Buenos Aires a ver a su amigo Norberto Matouh, un comerciante de cosméticos que le abrió los brazos y le ofreció mercadería en consignación para que arrancara. Román volvió a Mar del Plata con la valija cargada de productos de perfumería. Esa noche los acomodó en la mesa de la cocina y se quedó mirándolos, entre despistado y atrevido. Marta lo abrazó y le dijo: "¿Y si mejor damos clase?" Román sonrió y guardó rápido los cosméticos en una caja de cartón que mandó al garaje. Al otro día, en la puerta de la casa, colgaron un cartel: "Román González y Marta Petrarca dan clases particulares".
Empezaron a llegar los alumnos. Los que andaban mal en el colegio, los que debían materias y los que terminaban el secundario y querían ir a la universidad. La dictadura había puesto exámenes de ingreso y cupos. Poco a poco levantaron cabeza. En 1983, con los vientos de la democracia que llegaba limpiando las calles, abrieron un Jardín Musical. Tres años después, a pedido de muchas familias, inauguraron el nivel primario en la misma casa en donde habían vivido. En 1993, siguieron con el secundario, y luego con el nivel superior.
El patio donde ahora juegan los chicos del jardín de infantes y la primaria se levantó sobre el antiguo terreno donde aún están los libros enterrados. Román González falleció en febrero de 2010, pero su siembra dejó frutos: la esperanza venció al miedo, y la pasión del maestro logró reconstruir un mundo herido, pero jamás vencido.
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