La seguridad es una responsabilidad compartida
Hace algunas semanas en un barrio cerrado de Tigre se conoció la noticia de un inquilino que se instaló por un tiempo en una de las casas y desde allí mandaba a sus hijos a robar en viviendas linderas. Lo mismo sucedió poco después en otra urbanización en Cardales. En ambos eventos, lo hacían con total tranquilidad, total quién va a pensar que una familia que tiene los medios para alquilar allí va a ser capaz de algo semejante.
El caso, cada vez más frecuente, me lleva a reflexionar sobre una realidad preocupante: el absurdo en que se ha convertido el sistema de seguridad en las urbanizaciones privadas. Un sistema ineficiente que no sólo impacta en términos económicos con una expensa astronómica, sino que también - más grave aún- alienta un régimen perverso de discriminación y estigmatización.
Por el lado de las visitas, pedidos excesivos de todo tipo de documentación -en muchos casos tomando atribuciones que no le corresponden a la seguridad del barrio- sumado a medidas inútiles como revisar el baúl del auto a cada persona que entra y/o se retira. Y por el lado de los proveedores, empleadas domésticas forzadas a abrir sus carteras, recolectores de residuos acompañados de cerca durante todo su recorrido, jardineros obligados a ponerse un ridículo mameluco fluorescente como si fuera un distintivo de delincuente potencial. Medidas en las que, de manera indignante, se asocia un determinado nivel social con la posibilidad cierta de que ocurra un ilícito, abonando el resentimiento de personas que se ven ofendidas en su dignidad y ensanchando así la grieta social.
Cuando empezamos a desarrollar este tipo de emprendimientos en la década del 90, tuvimos una excelente respuesta sobre todo de gente de clase media que se asociaba para proveerse un mínimo de seguridad que el Estado no le proporcionaba. Nuestros diseños de barrios permitían responder a esa necesidad con un servicio sensato que permitía un valor de las expensas manejable. ¿Qué pasó desde entonces? La inseguridad general creció de manera exponencial y hundió a los propietarios en una sensación de paranoia que parece no tener freno. Esto es aprovechado por empresas de seguridad privada que venden “horas hombre” para llevar adelante medidas de control tan ridículas como ineficientes.
Y así, mientras en el ingreso al barrio los guardias se manejan como si fuera un cruce fronterizo entre dos países en guerra, en el interior hay delincuentes que se mueven con total impunidad porque su perfil no responde al estereotipo siniestro de ladrón potencial. Delincuentes que, además, pueden hacer mucho más daño porque no es lo mismo que un ocasional proveedor se lleve una bicicleta a despertarse a medianoche con una pistola en la cabeza o llegar de vacaciones para encontrarse con la casa desvalijada.
¿Cómo revertimos este absurdo? Para mí está claro: asumiendo definitivamente que la seguridad es responsabilidad compartida entre el barrio y el propietario. Cada uno haciendo lo suyo: el barrio vigilando el perímetro con medidas racionales y el propietario haciéndose cargo de cuestiones elementales como no dejar a la vista cosas de valor, cerrar adecuadamente puertas y ventanas. Cámaras y alarmas son también, disuasivos y pueden brindar mayor tranquilidad. Es decir, todas aquellas medidas que tomamos siempre cuando aún no existían los barrios cerrados.
Hay que frenar este esquema insostenible que genera cada vez más resentimiento y lleva el valor de las expensas a niveles estratosféricos, alimentando el prejuicio instalado de que los barrios cerrados son sólo para ricos. Y no hay que dejarse engañar por quienes nos venden caro una falsa sensación de inseguridad que nos expone a sufrir ilícitos más graves.