La seducción de Gombrowicz
Por Rodolfo Rabanal
Cuando yo era chico, había en mi barrio un polaco al que llamaban Caballo Blanco. Decían que la guerra lo había vuelto loco y supongo que debía a esa lejana desgracia que le toleraran las borracheras y el paso marcial dando voces a la hora de la siesta. Por entonces, yo ignoraba que otros polacos, como él, habían perdido su patria. Entre ellos, uno sobre todo -destinado al prestigio y la notoriedad literaria-, deambulaba por las calles de Buenos Aires, se alojaba en míseras pensiones del suburbio y escribía en un idioma que pocos entendían.
Witold Gombrowicz, ya que de él hablamos, llegó a Buenos Aires por azar y se quedó por inercia y olvido, o por el vago deseo de perderse en una vastedad desconocida. Nos cuenta en sus diarios que tenía 35 años, aunque nadie le daba más de 20; traía una valija y 200 dólares por toda fortuna. Era el invierno del 39 y Polonia acababa de ser invadida por los alemanes, ¿para qué volver? Cuando esta noche algunas personas vean en el Instituto de Cooperación Iberoamericana (ICI) la película "Gombrowicz o la seducción", que dirigió Alberto Fischerman sobre un guión mío, y asistan a la presentación del libro "Cartas a un amigo argentino" -las que Gombrowicz envió a Juan Carlos Gómez-, estarán participando de un homenaje que, simultáneamente, tendrá sus símiles en algunas otras ciudades del mundo.
En 1983, Rita, su joven viuda, me regaló los siete volúmenes del Journal que Gombrowicz llevó durante años. Uno de esos libros registra la etapa argentina, pero las referencias al país donde vivió los años más productivos, miserables y luminosos de su vida impregnan la mayor parte de la obra. Personalmente, descubrí a Gombrowicz dos veces, la primera gracias a la revista Eco Contemporáneo, que dirigía Miguel Grinberg entre 1960 y 1962; la segunda vez fue en París, durante los primeros años de la década del 80. A mi regreso a Buenos Aires, traté de recuperar el perfil inconformista de Gombrowicz, el escándalo de sus permanentes desplantes y sobre todo el testimonio de sus "discípulos", Juan Carlos Gómez, Jorge Di Paola, Mariano Betelú y Alejandro Russovich.
Una tarde le comuniqué a Fischerman el deseo de hacer un film con nuestro héroe polaco. Recuerdo que era verano y nos envolvía una luz de esplendor e inocencia, la misma que hubiera venerado Gombrowicz. Dos horas después, seguíamos allí mientras la luz declinaba y crecía nuestro entusiasmo. Dejamos nuestra mesa de café a las diez de la noche y la película, esta misma que se verá hoy, ya había sido casi totalmente concebida. A lo largo de cinco meses, con el apoyo de Javier Torres, Alberto Fischerman y yo, más el entonces joven asistente Andrés Di Tella, trabajamos sin pausa para atrapar a un fantasma y descubrir, de paso, que el más excéntrico de los escritores polacos había tenido un puntual destino sudamericano.