La salud enferma
Mientras en la burbuja del poder homenajean al padre del vacunatorio vip, afuera, en el ancho mundo de la vida real, el sistema de salud se desmorona. Conectar el provocador reconocimiento que le hizo el Presidente al exministro Ginés González García con la compleja crisis que afecta a la atención médica en todo el país, tal vez pueda parecer arbitrario. Pero quizá sirva para ilustrar –además de las confusiones éticas– la desconexión del Gobierno con los problemas reales de la sociedad, y la poca o nula importancia que se le asigna a un tema que deteriora en todo sentido la calidad de vida de la población.
No hace falta enfermarse para confirmar que, tanto en el sistema público como en el privado, el acceso a la salud es cada vez más dificultoso y traumático. La profesión médica está económica y culturalmente degradada, la red de cobertura social es cada vez más frágil y limitada, la infraestructura hospitalaria es, en general, penosa y la formación universitaria es escandalosamente deficitaria. En ese universo, el paciente recibe una atención cada vez peor, el médico está cada vez más insatisfecho con su tarea y el sistema cruje por todos lados frente a la indiferencia y la complicidad del Estado. Cualquier ciudadano al que se le pida un testimonio personal podrá aportar un frondoso relato de penurias y dificultades a la hora de requerir una consulta médica o de someterse a estudios o tratamientos. Es un tema de conversación y lamentos permanentes en familias de distintos estratos socioeconómicos. Sin embargo, está prácticamente ausente del debate público. Salvo por conflictos y protestas recurrentes, la política no muestra interés en la crisis de la salud. Y más allá de la mera retórica y los discursos ampulosos, la pandemia no parece haber cambiado esa indolencia oficial, aunque ha agravado, sí, el colapso de muchas prestaciones que se habían postergado por el Covid.
La crisis tiene raíces profundas y aristas tan complejas como diversas. No es nueva, por supuesto, pero se ha acentuado de una manera dramática en los últimos años. La consulta médica, según la definió el médico y profesor Roberto Borrone en una columna publicada en LA NACION, se ha convertido en “la cenicienta de la medicina”: despreciada e injustamente postergada. Eso tiene un correlato directo en los honorarios del médico y, por lo tanto, en la calidad y el tiempo de atención que recibe el paciente. Por la consulta de un afiliado de IOMA –por ejemplo– el profesional recibe, con tres o cuatro meses de retraso, poco más de 600 pesos. Solo para cubrir el alquiler de un consultorio, un médico tiene que “despachar” un paciente cada quince minutos para no trabajar a pérdida. Los consultorios –según Borrone– “se asimilan cada vez más a una cadena industrial de producción en serie”. El resultado es una medicina más deshumanizada y –paradójicamente– menos eficaz, a pesar de los enormes avances científicos, tecnológicos y farmacológicos que han marcado, a escala global, una inmensa evolución en los tratamientos médicos.
El IOMA es, tal vez, uno de los casos más representativos de la degradación del sistema. Administrada con más ideología que eficacia, la obra social de la provincia de Buenos Aires ha profundizado la desjerarquización del servicio profesional de médicos, psicólogos, bioquímicos, odontólogos y farmacéuticos. Su conducción, en manos de La Cámpora, descree de la libre elección del médico por parte del afiliado –un pilar histórico de su ley orgánica– y creó centros propios de atención que compiten con clínicas y consultorios privados. Mientras tanto, paga con varios meses de demora, obliga a los afiliados a hacer engorrosos trámites de reintegro y devalúa los honorarios médicos a extremos casi ridículos. Por un estudio invasivo y de relativa complejidad, como una colonoscopía, el IOMA le pagará al especialista, varios meses después de cumplida la prestación, 1100 pesos de bolsillo. Cobra más el taxista que lleva al paciente hasta la clínica que el médico que le realiza la intervención. El IOMA, sin embargo, tal vez se parezca al paraíso si se lo compara con el PAMI.
Con o sin obra social, pedir un turno para consultar a un clínico implica un verdadero calvario. Es probable que el paciente deba resignarse a una espera de meses, y que el día de la consulta llegue a una sala de espera desbordada y sea atendido por el médico varias horas después del horario convenido. Esa escena parece menor frente a otros padecimientos: conseguir turno en un quirófano es casi como sacarse la lotería. Las guardias de hospitales o sanatorios privados están directamente colapsadas.
Entre otras consecuencias, este entramado de distorsiones provoca un marcado deterioro de la relación médico-paciente, y también un encarecimiento de los costos de salud. Al perderse la posibilidad de una consulta pausada y exhaustiva, el profesional opta por pedir una batería de estudios, aunque sea en exceso, para ver “si surge algo”, cuando en las facultades de Medicina –al menos históricamente– se enseñaba lo contrario: primero preguntar, auscultar, analizar y procesar la información del paciente, y recién después pedir los estudios que hagan falta en función de las presunciones surgidas de un diagnóstico acertado.
El paciente, al no sentirse bien atendido, suele entrar en un laberinto de interconsultas y estudios innecesarios. En muchos casos, además, demora controles preventivos o cae en el peligro de la automedicación para eludir la “tortura” del sistema. El profesional, mientras tanto, no solo resigna tiempo dedicado a la atención, sino también al estudio y al perfeccionamiento. Se alimenta, así, un déficit que nace en las propias facultades de Medicina, donde la relación estudiante-docente es cada vez más desequilibrada y las posibilidades de hacer prácticas hospitalarias están muy limitadas.
El círculo se cierra con un sistema de residencias médicas que resulta poco atractivo, con salarios bajos y malas condiciones laborales, de manera que se debilita todo el proceso de formación y capacitación profesional.
En este cuadro hay que incluir la degradación de la carrera hospitalaria, donde la política también ha metido la cola, y no para mejorar las cosas. Los hospitales públicos exhiben, además de una notoria fragilidad estructural, un alto grado de politización en sus estamentos directivos. El acceso a cargos por concurso y la autonomía profesional de los jefes de servicios están muy condicionados por los códigos de la “burocracia sanitaria”, de la que los ministros de Salud suelen ser cabales exponentes. Quizá ahí se expliquen los homenajes a González García, a quien el Presidente calificó con un desconcertante adjetivo: “el pobre Ginés”. Además de haber montado el vacunatorio vip, González García ha sido para el sistema de salud algo similar a lo que fue Zaffaroni para el sistema penal: un ideólogo. Vinculado a los laboratorios y creador de una escuela propia con rango de universidad, el exministro tiene miles de discípulos y “ahijados” enquistados en el sistema. ¿Pobre Ginés o pobres pacientes? La política se empeña en mirarse a sí misma con vocación de autoamnistía.
La profesión médica deja de tener prestigio, los hospitales y las clínicas se deterioran, el paciente pierde la confianza en el médico y en el sistema, la consulta tiende a desaparecer y las obras sociales limitan cada vez más su cobertura. Como ha ocurrido con la educación, en la salud se abre una brecha cada vez más acentuada de desigualdad.
Mientras tanto, el poder mira para otro lado. No importa que falten pediatras, neonatólogos, clínicos o terapistas. Tampoco que exista un profundo desequilibrio en la distribución geográfica de la matrícula médica, ni que las facultades de Medicina sostengan la ficción del ingreso irrestricto a costa de hipotecar la formación profesional. Hay universidades, como la de La Plata, que ni siquiera exigen el dominio del español para estudiar Medicina. La exigencia está mal vista. Los cupos para estimular determinadas carreras o especialidades son, directamente, un tema tabú.
Las prioridades del Estado son indescifrables: mientras el hospital provincial de Mar del Plata, por ejemplo, está sin gas por el colapso de sus instalaciones, la Provincia gasta 500 millones de pesos en la compra de gel íntimo para el programa “Haceme tuyo”.
Que los enfermos deban peregrinar para conseguir un turno, o que las guardias y los consultorios estén colapsados, es uno de esos padecimientos que se afrontan en silencio y se sufren en la intimidad. No hay piquetes ni huelgas de pacientes. Tal vez por eso estos temas resulten extraños para la agenda política.
Hoy no faltan médicos en la Argentina. Ocurre casi lo contrario. Según datos oficiales, la tasa en nuestro país es de 3,8 médicos por cada mil habitantes, por encima de Francia, España y Estados Unidos. Sin embargo, la insatisfacción profesional es cada vez más elevada, igual que la de los pacientes. Hay, por supuesto, una inmensa cantidad de profesionales de excelencia y con vocación de servicio. Pero el sistema conspira cada vez más contra la calidad y la accesibilidad de la atención médica. Aunque las curvas estadísticas no registran movimientos bruscos, empiezan a mostrar un declive en el crecimiento de la matrícula profesional. ¿Ser médico será tan poco atractivo como ser maestro? ¿La salud terminará tan degradada como la educación? Son preguntas que generan indiferencia en el poder. Aunque en esos interrogantes se jueguen nuestro futuro y nuestra vida.