La salida no es Ezeiza, sino aumentar la inversión
En 1776 nace el economista británico Thomas Malthus, quien ocupa un lugar de relevancia en la historia económica, a raíz de sus presagios pesimistas sobre el futuro de la humanidad. Malthus afirmaba a fines del siglo XVIII que el ritmo de crecimiento de la población era muy superior a la tasa en que crecía la producción de alimentos para esa mayor demanda (lo que era rigurosamente cierto). Su sólida aritmética pronosticaba que el mundo se dirigía a una etapa de conflictos, hambrunas y muertes. A diferencia de otros presagios apocalípticos basados en hipótesis esotéricas, el diagnóstico era matemáticamente sólido y se basaba en estadística de la época: en las iglesias, la cantidad de bautismos registrados superaba ampliamente la de fallecimientos, por progresos en la medicina.
El presagio infundió lógicos temores a las autoridades de entonces, y aquí surge algo familiar para los argentinos: la primera reacción de “política económica” fue intentar reducir el consumo de alimentos, es decir, un modelo basado en represión de la demanda. Las propuestas oscilaban desde aplicar impuestos a la cantidad de hijos, regulaciones para limitar ese número, exigir un patrimonio mínimo para procrear o apelar a “la moral” de los jóvenes. Es decir, el diagnóstico inicial consideraba que había un problema de “demanda excesiva” y la solución inicial propuesta fue lo que aquí llamaríamos un cepo a las familias.
Como sabemos, el mundo afortunadamente no desapareció. La lección aprendida en la ciencia económica de aquel dramático debate es que la solución al presagio de Malthus vino “por el lado de la oferta”, es decir, expandir la producción de alimentos y no reducir el número de consumidores. A lo largo de la historia los humanos han sufrido innumerables desafíos “terminales” que exigían, prima facie, cruentos sacrificios y elevar la moral para atenuar espíritus díscolos o voraces. Por fortuna, todos estos retos históricos fueron científicamente resueltos, superando siempre propuestas dramáticas y cortoplacistas, usualmente concebidos en la nebulosidad del pánico.
En este caso, fue la revolución industrial. Un extraordinario shock de oferta expandió la frontera de la producción y hubo alimentos y productos para todos. Como decimos los economistas, la ecuación se resolvió por la oferta agregada, es decir, la amenaza de la escasez se diluyó por un shock de progreso tecnológico que surgió de la inversión y la mejor productividad obtenida.
Lo descripto nos resulta habitual. Todos nuestros gobiernos terminan aplicando cepos o reprimiendo la demanda en contextos austeros. La urgencia del corto plazo y la ansiedad de la incertidumbre nos han dejado en las banquinas de la pobreza y la desazón, llevando a la sociedad toda a aplaudir lo urgente por sobre lo importante, a premiar la deuda salvadora por sobre el ahorro, a saltar la ley en pos de la emergencia.
Llevamos lustros intentando resolver nuestra restricción estructural de reservas y bienes (y prosperidad) reprimiendo la demanda de divisas, cuando realmente lo que nos hace vulnerables al resto del mundo es la falta de confianza, inversión y exportaciones. Por estos días, observamos absortos una nueva represión de demanda agregada, la exportación de carne, para felicidad de brasileños y uruguayos. Si sube el precio de un bien, la solución es incentivar la oferta, esto es, motivar a quien lo produce para que produzca más, (eso respondería un alumno de primer año de Economía). Estamos haciendo exactamente lo contrario, desincentivando la oferta para exportar, en un país sin dólares. Hemos apelado a impuestos, cepos, retenciones, listas, regulaciones que solo han anestesiado y agravado nuestra real restricción estructural. Países vecinos, frágiles y emergentes sin premios Nobel en ciencias, ni papa ni unicornios, lo han resuelto como indica la historia, con previsibilidad e inversión y su consecuente productividad que derrama en mejores salarios y competitividad de sus exportaciones.
Salir del ciclo ruinoso en que estamos atrapados enfrenta limitantes en nuestra dirigencia y nuestra sociedad; un temor paralizante al progreso y un enquistado pesimismo socioeconómico cultural que nos impide ver la extraordinaria oportunidad en la que nuestro país se encuentra. Ello explica nuestro sesgo proteccionista y cortoplacista.
Debemos aceptar que la prosperidad tiene dos etapas: la primera (corto plazo, la que nos asusta) son los costos lógicos de ceder consumo hoy por un futuro más próspero mañana, es la etapa de quien estudia, del que prepara la tierra, del juvenil de inferiores, que incurre en enormes sacrificios sin una compensación acorde hoy. La segunda etapa (mediano plazo, adonde hay que llegar) es la cosecha de los beneficios germinados en la etapa anterior, pero esto exige tiempo y credibilidad.
Un simple ejemplo ilustra el dilema. Supongamos un campo con mil hectáreas y dos trabajadores que a pesar de su esfuerzo, por disponer solo de palas, producen 10 hectáreas cada uno, quedando ociosas 980 hectáreas. Pero en los campos vecinos, que disponen de un tractor, un solo trabajador produce las mil hectáreas, es decir, la productividad/hombre es 100 veces mayor; la producción total, 50 veces más, y sus salarios, muy superiores. Por ende, el vecino vende más y paga mejor. La decisión parece simple, debemos invertir en un tractor, pero aquí es donde emerge la incertidumbre paralizante. Al principio, se necesitará solo un trabajador (usualmente el más capacitado), pero este, luego, aumentará 100 veces su productividad. Claro, el segundo hombre, por el corto plazo, quedará desempleado. Y aquí radica la tragedia, que no podemos superar por no confiar en que, en la segunda etapa, la mayor productividad llevará la producción total de 20 a 1000 hectáreas, por lo cual habrá empleo no solo para el trabajador desplazado, sino también para muchos más. Por ello, en potencias tecnológicas como Japón y Alemania no hay desempleo, es la productividad de su mano de obra.
Claro que esa transición del reordenamiento tiene costos. Pero aquí contamos con una ventaja, ya que los gastos “transitorios” para subsidiar el viaje a la segunda etapa (no es justo ni viable por el cambio de paradigma dejar en la indigencia al segundo trabajador) ya los estamos realizando. Solo habría que transformar los “gastos” de subsidios por “inversión” social, exigiendo un retorno en educación y salud de sus niños para que mañana puedan “manejar el tractor” o realizar los nuevos trabajos requeridos.
La prosperidad tiene costos presentes y conocidos a cambio de beneficios dudosos a futuro. Y si agregamos la política, la duda de quién se los apropiará. La salida para nuestros hijos no es Ezeiza, es aumentar la oferta, es decir, la inversión. El mundo se dirige a una prosperidad sin precedente y quedamos extraordinariamente posicionados. Poseemos todos los recursos naturales, excelente capital humano y una pirámide poblacional óptima para un mundo con temor a pandemias. Debemos convertir los gastos elefantiásicos en inversión social, crear un Estado ágil y facilitador del que emprende, volvernos confiables honrando nuestros compromisos y leyes, renunciar a la comodidad que otorga el rol de víctima para volvernos protagonistas de nuestro futuro.
Necesitamos otro éxodo como el jujeño, abandonar la Argentina pobrista y mendiga para volver a aplaudir el progreso y la educación, viajar al mundo a vender, no a pasar la gorra. Pero esto exige generar confianza en un pueblo agotado, un liderazgo que diga la verdad, un estadista que genere transferencias temporales de mérito para dejarles a nuestros hijos un país mejor y evitar así la angustia del destierro como opción para vivir. Millones de niños en la pobreza nos esperan. También el mundo aguarda allá afuera, con condiciones inmejorables para lo que somos, una extraordinaria e histórica oportunidad.ß