La Salada, un símbolo olvidado de la Argentina escindida
Se trata de una problemática que requiere de políticas públicas cuidadosas pero inflexibles con actividades de explotación infames, donde la ley y los derechos humanos ceden ante códigos mafiosos naturalizados
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Empecemos con la historia de la historia del complejo ferial de La Salada. Este adquirió relevancia recién promediados los años 2000, por los cientos de miles de compradores mayoristas y minoristas de todo el país que dos veces por semana se daban cita en sus tres predios durante las madrugadas. Y como los caminos entre el Puente de la Noria y el Camino de Cintura, en cuyo promedio se sitúan, eran aún de tierra –hoy es una avenida asfaltada en condiciones normales; al menos desde el situado puente hasta los establecimientos– llegar era una travesía peligrosa que podía llevar horas. Luego, masas humanas imponentes que en su frenesí intentaban entrar y salir obligando a conducir a paso de hombre.
El detonante de la revelación fue el duro informe de la UE de 2006, que lo sindicaba entre los seis principales núcleos globales de comercio y producción de mercadería falsificada, abarcando ropa, CDs y DVDs, software, productos químicos y medicamentos. Pero el fenómeno respondía al revulsivo profundo experimentado por la producción textil desde mediados de los 70. Durante la primera década desde del Rodrigazo desapareció un 40% de las empresas del ramo, destruyendo 36000 puestos de trabajo. Tras la hiperinflación de 1989-90, la reestructuración continuó mediante su desintegración vertical. De resultas que tras la “crisis del Tequila” de 1995-96 ya era perceptible la aparición de dos segmentos clandestinamente interconectados: uno formal de grandes marcas destinado a las clases medias altas y altas, y otro informal de corte y costura en el que expulsados locales e inmigrantes bolivianos y peruanos tercerizaban las confecciones de los primeros.
Vínculo que suscitó dos fenómenos adicionales: la falsificación de marcas por costureros que imitaban a sus proveedores, y el abastecimiento a bajo pecio de indumentaria sorteando los costos de intermediación para los sectores empobrecidos. Desde fines de los 80, calles, plazas y estaciones se llenaron de “manteros”. La densificación de uno de esos núcleos ubicado estratégicamente en la intersección de la Autopista Ricchieri con el Camino de Cintura (Puente 12), próxima al Mercado Central, obligó a alguna forma de organización interna para laudar entre puesteros y las inspecciones municipales y policiales. Tarea para la que eligieron a Gonzalo Rojas Paz, boliviano, con una experiencia previa en la Triple Frontera; y Enrique “Quique” Antequera. Mientras tanto, los tres balnearios lomenses de La Salada languidecían desde los 70 desplazados por los recreos sindicales. Hacia 1991, ambos procesos confluyeron cuando el propietario de uno de los balnearios les ofreció a Rojas y Antequera la compra de sus piletones. Con los años, siguieron su camino los dos restantes. Sobre el relleno habría de germinar durante los años siguientes ese monumento emblemático de la nueva Argentina excluyente.
Pero su crecimiento escaló a niveles exponenciales luego del quiebre de la convertibilidad. Los tres predios se extendieron a otro callejero más amplio y marginal en la rivera del Riachuelo, que fue objeto de sucesivos desalojos. Allí, el dominio de los “administradores” resultaba eclipsado por bandas delictivas crecidas al calor de la nueva política territorial municipal con sus falanges de barrabravas y una difusa división de jurisdicciones entre punguistas, mecheros y narcomenudistas. Expulsados del “camino de sirga” del Riachuelo por disposición judicial, se desplazaron hacia las calles laterales a las ferias cerradas. Fueron desalojados definitivamente en 2016 cuando, de paso, cayeron detenidos dos de los principales administradores. Desde entonces, La Salada quedó sesgada de la visibilidad pública, al punto que muchos observadores aseguraban su declive y reducción. Un error de percepción que invita a actualizar su dinámica interna como punta de un iceberg de un calado mucho más profundo e invisible.
En su cima se ubican los “administradores”. Los antiguos manteros devenidos “puesteros” aportaron los fondos para la compra de los predios, de manera de convertirse luego en accionistas. Ahí estribó el primer foco de conflicto, pues desde sus orígenes y bajo las figuras jurídicas de una Sociedad Anónima (Urkupiña), una cooperativa (Ocean) y otra sociedad comandita por acciones Punta Mogote) los segundos acusan a los primeros de haberse apropiado de la mayor parte del capital, sumando a nuevas contingentes para licuarlos. No está claro, entonces, quiénes son los “propietarios” de puestos cuyo alquiler oscila entre 250.000 y 300.000 pesos mensuales por el usufructo de los dos turnos semanales. A ello se les deben sumar los 50.000 de expensas que se abonan en la burocracia administrativa de cada predio, y los 7.000 a las barras bravas a cargo de los estacionamientos. La mínima omisión del pago suscita su expulsión sin miramiento por las fuerzas de seguridad privada de los predios.
¿Quiénes son los “puesteros”? Hay una minoría de propietarios que subordinan a un espectro variado, que abarca desde costureros exigidos pero consolidados, y otros menos pudientes con mano de obra familiar, que intermediarios inmobiliarios, comerciales y financieros explotan extrayéndoles entre el 50 y el 70% de las utilidades. Por último, se ubican los emisarios de grandes talleres textiles clandestinos con mano de obra boliviana en cautiverio procedente de la trata de individuos o contingentes familiares enteros privados a su arribo de su documentación. Allí se trabaja por turnos las veinticuatro horas del día. El antiguo ciclo semestral se ha extendido durante los últimos años hasta tres años con “salidas” ya no dominicales sino distanciadas por meses. La malnutrición es fácil de detectar en las canchitas de futbol a las que se llevan a jugar a los niños en rondas, transportados en herméticas camionetas.
Sobrevolemos a continuación los intereses sobre los que sustenta La Salada. En primer lugar, su popularidad para millones de consumidores de clase baja y media baja de todo el país que hallan tanto en la sede mayorista de Lomas de Zamora como en sus sucursales –“saladitas”– indumentaria a precio muy inferior que en los centros comerciales. Luego, por los miles de puestos de trabajo que ofrece a agentes de seguridad privada, higiene, puestos de venta de alimentos y bebidas y carreros. Además de transportistas de larga y de corta distancia.
La baratura es correlativa a la evasión impositiva, la gratuidad de servicios públicos para talleres “enganchados” y los citados regímenes de explotación laboral a destajo. Sin embargo, también es una fuente inestimable para el financiamiento de las cajas negras de policías, funcionaros judiciales y políticos. Sustenta, además, diversos mercados secundarios como los inmobiliarios para la radicación de los talleres, el alquiler para alojamiento de trabajadores y los estacionamientos fuera de sus playones para micros a cargo de las barras bravas de Boca, River y Los Andes, la narco producción y comercialización, la trata y la prostitución.
En el plano político coinciden en su homologación ideológica libertarios, progresistas y los oficialismos que administran la pobreza. Sin dudas, una problemática que requiere de políticas públicas cuidadosas distantes de las soluciones radicales y mediatizadas pero que deben ser inflexibles con actividades de explotación infames en donde la ley y los derechos humanos ceden ante códigos mafiosos naturalizados.