La rutina de la corrupción
Cuando Hannah Arendt reflexionó sobre la actitud general de sus compatriotas alemanes frente a la consolidación del Nacionalsocialismo, se expresó con estas palabras: "Lo que nos presentó un planteo moral no fue la conducta de nuestros enemigos, sino la celeridad con que nuestros amigos quedaron coordinados". Es decir, la corrupción, los abusos de la policía secreta, la tortura o las detenciones clandestinas y la persecución sistemática de enemigos políticos les había planteado una cuestión política, pero no moral. Las circunstancias le mostraban que la criminalidad se había instalado en la política, pero tenía la convicción de que cualquier persona decente con hábitos de conducta honorables lo habría condenado. Más aún, en cualquier país civilizado, cuyas instituciones funcionan bajo la égida de la equidad -creía Arendt-, el ejercicio arbitrario de las funciones públicas rápidamente suscitaría, no sólo la reprobación generalizada, sino la rápida reacción de la justicia. Es decir, el cuestionamiento no era moral, pues para la generación de alemanes a la que ella pertenecía, la moralidad iba de suyo, o se entendía por sí misma. En otras palabras, no sentían la necesidad de cuestionarse por el último fundamento de la moralidad, pues consideraban que éste era el contexto de convenciones y convicciones básicas, compartidas e indiscutidas. Además, todas esas prácticas discrecionales y abusos ilegales se ejercían ocultamente, es decir, eran prácticas privadas, precisamente, porque era un axioma no discutido, que si se hacían públicas, la sociedad no lo hubiera tolerado. El problema que suscitó el cuestionamiento moral fue la complaciente e irreflexiva rapidez con que todos los sectores de la respetable sociedad alemana -y en modo alguno los menos ilustrados- aceptaron y se adaptaron a la praxis de un Estado a todas luces criminal. Es decir, quedaron coordinados.
La banalización del mal es el calificativo que Hannah Arendt le imputó a Adolf Eichmann, un individuo en modo alguno antisemita, querido y respetado por amigos, familiares y vecinos, y considerado normal por seis psiquiatras, que lo examinaron esperando encontrar en él un sádico irredento. Aun así, Eichmann condujo la solución final; se sumó al tren de la historia sin jamás plantearse la moralidad de sus actos y las responsabilidades que le cabían como agente.
Creo que estas reflexiones contribuyen a observar con ojo crítico nuestras propias circunstancias. Las prácticas discrecionales y abusivas forman parte de la herencia menos honorable de nuestra vida política, más proclive a personalismos que a instituciones sólidas e independientes. Nepotismo, corrupción generalizada y escandalosa, prebendas, producción sistemática de clientes políticos, persecución -también sistemática- de opositores políticos o minorías reacias a ser coordinadas, pero también: el monopolio de las bancas como sine qua non de la gobernabilidad, la justicia obsecuente y el afán antirrepublicano de copar todo el aparato del Estado por parte de un partido. No conozco otra fórmula para definir la dictadura de partido único.
Pero el meollo del asunto no es hacer un inventario de la praxis arbitraria de gobierno. Las conocemos y, en su mayoría, son tan viejas como la memoria política. Lo decisivo no es que existan, sino su normalización. Puesto que tradicionalmente siempre han sido juzgadas como ilegítimas, es decir, porque se mantenía indemne el contexto silencioso de convicciones morales y políticas compartidas, esas prácticas se ocultaban. Existieron, sí, pero se ejercieron privadamente, ya que hubieran sido inaceptables para la sociedad, en general, y punibles para las instituciones de control, en particular. La normalización de la ilegalidad o la rutinización de la corrupción es la elevación a principios públicos y honorables, prácticas repudiables y escandalosas de praxis política. Insisto, nuevas no son, lo novedoso es que ahora son impunemente publicitadas.
¿En qué marco político republicano cabe fomentar abiertamente una Justicia adepta? O coordinar el órgano de la recaudación fiscal para uso partidario: el apriete. O instalar como tema de discusión pública la arrogación de los fueros. Con independencia de su honorable procedencia, los fueros jamás fueron pensados para garantizar impunidad a funcionarios corruptos.
La normalización de la ilegalidad significa que la praxis política hasta ahora considerada como reprochable y condenable ha sido elevada a principio público de conducta. La fuente de esta rutinización y normalización es el descuido y la apatía cívica de los ciudadanos de a pie. Nada hay políticamente más ruinoso que la temible complacencia de creer que las cosas mejorarán sin nuestra intervención y la actitud conformista de aceptar que estamos destinados a la mediocridad. En contra de los peligros del conformismo cívico y de la tiranía de la mayoría, dijo Alexis de Tocqueville en La democracia en América: "Los partidos están dispuestos a reconocer los derechos de la mayoría porque todos esperan poder ejercerlos un día en provecho propio".
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