La revolución de la democracia
Con el eco de las cacerolas y el “que se vayan todos” todavía resonando en nuestras cabezas, el kirchnerismo se presentaba como la promesa de una renovación política. Sin embargo, esa promesa se esfumaría rápidamente. A la disolución de las instituciones argentinas en la crisis de 2001, el kirchnerismo le respondió con los viejos vicios y las viejas prácticas de la política argentina: concentración de poder, clientelismo, hostigamiento, corrupción y escaso respeto por la Constitución y el Estado de Derecho. Detrás de un discurso inicial de renovación se escondía, en realidad, una restauración conservadora.
Más allá de decisiones puntuales de política publica, la restauración conservadora después de 2001 se basó, consciente o inconscientemente, en una concepción mezquina y limitada de la democracia. El kirchnerismo pareció entender la democracia como el mero proceso electoral, apenas un sistema para elegir líderes, donde todo lo demás del paquete institucional y cultural de la democracia no importaba: en otras palabras, ya que ganamos en las urnas, vamos por todo.
Cambiemos encarna para la Argentina una revolución cultural en la medida en que deja de entender la democracia pura y exclusivamente como la atribución de responsabilidades políticas a través del voto. Quizá fuera el mismo espíritu el que animaba a Raúl Alfonsín cuando decía que con la democracia se come, se cura y se educa. Ese lema esconde una gran verdad, en la medida en que asocia el proceso electoral con las condiciones de vida de la gente. Ese es el espíritu que retoma Cambiemos tantos años después del resurgimiento de la democracia en nuestro país.
Eso que Alfonsín formulaba debe, sin embargo, ser precisado. Un gobierno democrático tiene que asegurar al menos estas tres cosas: primero, el respeto por el Estado de Derecho; segundo, la liberación de las clases populares; tercero, la no monopolización del discurso público, la apertura a las voces discordantes, tanto locales como extranjeras. Estas tres preocupaciones se tocan constantemente. El kirchnerismo, por ejemplo, hizo algo ilegal al falsear estadísticas públicas; ese falseamiento buscó monopolizar la información pública acerca de la pobreza o la inflación, y los más afectados por esos fenómenos se vieron privados de una solución a sus problemas, solución que, justamente, nunca podría haberse producido partiendo de estadísticas falsas.
Un gobierno que reconozca la situación de los menos favorecidos y que no busque instrumentar sistemas clientelares está pavimentando el camino hacia la liberación de esos sectores de su dependencia en el político de turno. Un gobierno que no persigue a periodistas, que no da cadenas nacionales todas las semanas y que no da prebendas económicas o de poder a cambio de apoyo explícito en medios es un gobierno que efectivamente está combatiendo la monopolización. Un gobierno que deja actuar a la Justicia (muchas veces a partir de denuncias de esos periodistas a los que no busca controlar), que exige para sus integrantes el mismo respeto a la ley que se les exige a todos los argentinos, es un gobierno que respeta el Estado de Derecho.
Todas estas prácticas no son cualidades suplementarias de un gobierno democrático que, si quisiera, podría no implementarlas. Son requisitos de cualquier gobierno que entienda la democracia como un conjunto de valores políticos, éticos y culturales de mayor contenido que el del solo poder de la mayoría.
Secretario de Integración Federal y Cooperación Internacional en el Ministerio de Cultura de la Nación