La resurrección del dictador
Por Tomás Eloy Martínez Para LA NACION
HIGHLAND PARK, N. Jersey
Hay bibliotecas enteras dedicadas al ascenso y caída del generalísimo Rafael Leónidas Trujillo Molina, dictador de la República Dominicana desde 1930 hasta 1961, pero quien se aventure en la última novela de Mario Vargas Llosa, La fiesta del Chivo, podría pasarlas por alto, porque este libro es la destilación prodigiosa de todo ese conocimiento. No son los datos los que importan, sin embargo, sino lo que Vargas Llosa ha hecho con ellos: un retrato implacable del poder absoluto en una novela que se lee sin respiro de principio a fin.
Hay que acercarse a La fiesta del Chivo en estado de inocencia, es decir, dejándose llevar por el autor sin preguntarle a cada paso qué es mentira y qué es verdad o por qué aquel o este personaje, inspirado en algún bufón o en alguna víctima del trujillismo, difiere de la figura real. En Santo Domingo, donde la novela se distribuyó al mismo tiempo que en Madrid y en Lima, siguen enrostrándole a Vargas Llosa su falta de respeto por algunas figuras políticas que todavía están vivas, sin advertir que la eficacia de cualquiera novela -histórica o no- está en relación directa con su libertad.
Lo que más asombra en La fiesta del Chivo es el abrumador trabajo de investigación que sostiene la novela sin que jamás se noten las costuras. Como en los mejores textos de Vargas Llosa, aquí también asoma esa obsesión flaubertiana por el detalle que recrea el pasado como si estuviera sucediendo otra vez. Uno se imagina al autor repitiendo las caminatas vespertinas de Trujillo por la avenida Máximo Gómez, seguido por cortesanos untuosos a la espera de la menor señal para correr a la zaga del Jefe, mientras dejan atrás la embajada argentina, la residencia de los millonarios azucareros de apellido Vicini, la nunciatura, la casa del presidente títere Balaguer. Uno imagina esa travesía tres décadas después de los hechos y sólo entonces se toma conciencia de la infinita artesanía que hace falta para lograr una buena recreación. Algunos sobrevivientes le han reprochado a Vargas Llosa la inexactitud de este o aquel detalle basados sólo en los dictámenes de su memoria, sin advertir que el libro es la condensación de cientos de memorias, de cuestiones tan menudas como los programas de noticias radiales en 1961, los horarios y el menú de tal o cual restaurante en 1950 y las leves oscilaciones de la temperatura entre uno y otro año.
Lecciones de una tiranía
Además de resucitar incontables memorias dominicanas, esta novela reúne también todas las técnicas y todos los géneros frecuentados por Vargas Llosa desde La ciudad y los perros hasta Los cuadernos de don Rigoberto: es a la vez un relato policial, un melodrama, una intriga política, la historia de una conspiración, la de una guerra y el retrato de un dictador. Los tiempos narrativos se mueven con libertad de un párrafo a otro, sin que haya sobresaltos en la lectura: al revés, esas contradanzas la enriquecen.
He leído más de una reseña crítica que se pregunta por qué Vargas Llosa ha elegido escribir otra novela sobre un dictador tan a destiempo, veinticinco años después de El otoño del patriarca y de Yo el Supremo. Tal vez porque ahora es más oportuno que antes. En 1974 y 1975, las novelas de dictador eran una respuesta al afán de los poderes absolutos por apropiarse de la escritura de la verdad y por negar toda verdad que no fuera la oficial. Ahora que están renaciendo los autoritarismos bajo la forma de democracias manipuladas y malversadas -en el Perú de Fujimori, en la Venezuela de Chávez-, los extremos inverosímiles de la tiranía trujillista sirven para recordar que la aceptación de los primeros abusos acaba en la aceptación de otros abusos peores, y que los países anestesiados por la propaganda y el providencialismo se acostumbran a tolerar casi cualquier cosa.
En los años de La fiesta del Chivo, todo lo que había en la República Dominicana era propiedad de Trujillo y de su familia: las industrias, las fuerzas armadas, la educación, las tierras laborables, los deportes, la vida intelectual y también las mujeres, sobre las cuales el dictador y sus hijos ejercían el medieval derecho de pernada. En centenares de casos, el Chivo y su heredero Ramfis tomaban las esposas e hijas de dominicanos como si fueran botines inseparables del poder. No necesitaban llevarlas a campos de concentración o cámaras de tormento, como sucedió en otros países décadas después. Por terror o por adulación, muchas veces las mujeres eran entregadas voluntariamente. Nunca está de más recordar que esas desmesuras sucedieron en nuestra región, y que podrían volver a suceder.
Historia no clausurada
Vargas Llosa ha ejercido con maestría el don de situar dentro de contextos triviales las exageraciones del absolutismo y del fanatismo, de convertir los peores sueños de la razón en variaciones de la normalidad. Uno de los ejes de su novela es la historia de Urania Cabral, que regresa a Santo Domingo después de treinta y cinco años de ausencia y que evoca, e invoca, el pasado en diálogos de teleteatro con sus primas y en monólogos de confesonario con su padre inmovilizado por un derrame cerebral. El tono de las conversaciones familiares es de inquina con el padre y de impaciencia con las primas. Parecen casi diálogos de sobremesa. Pero lo que esas chácharas refieren son historias agobiadoras, irrespirables, demoníacas: el Mal como un sacramento cotidiano.
Cada novela crea, como se sabe, su universo propio de relaciones, sus crepúsculos, sus lluvias, sus primaveras, su propia red de amores y de traiciones. Ese conjunto de leyes no tiene por qué ser igual a las leyes de la realidad. Su única obligación es engendrar una verdad que tenga valor por sí misma, que sea sentida como verdadera por los que leen. Ese prodigio es difícil de lograr en cualquier novela, pero es aún más difícil de lograr en una novela que trabaja sobre el tejido de la historia reciente, porque en ese caso cada lector cree tener una verdad distinta, que se contradice con las verdades de la ficción.
En La fiesta del Chivo, Vargas Llosa se ha dado el lujo de permitirse todos los malabarismos e irreverencias con la realidad, enriqueciendo la novela con la entrada y salida de seres vivos que van a seguir escribiendo el texto en el presente. El Joaquín Balaguer de noventa y un años que, aun ciego y sordo, podría volver a postularse como presidente de la República Dominicana, puede ahora observarse en el espejo del astuto Joaquín Balaguer de la novela, último presidente títere de Trujillo y su definitivo heredero. No hay operación novelística más audaz que la de convertir el presente en una fábula. Los personajes históricos establecen en La fiesta del Chivo una relación dialéctica con la imaginación y hasta corrigen a veces la imaginación. Así, la novela sigue escribiéndose en la realidad: es un relato no clausurado, una historia en movimiento.
Hemingway escribió en el prólogo de París era una fiesta que las ficciones pueden siempre iluminar con una luz nueva las cosas que antes fueron contadas como hechos. La operación alquímica de Vargas Llosa en La fiesta del Chivo va más allá de eso. El Trujillo que prevalecerá en la memoria de los latinoamericanos es el hipnótico personaje de su novela y no el de las biografías. A veces hay más verdad en las mentiras de la ficción que en las verdades aparentes de la realidad.