La resurrección de Alejandría
Por Rodolfo Rabanal
La dimensión legendaria de algunas ciudades es tan importante que sólo parecen existir en la imaginación de la gente.
Es el caso de Alejandría. Todos nosotros hemos oído hablar de la fabulosa biblioteca que guardaba la sabiduría del mundo y que fue arrasada y sus libros quemados, y a todos, alguna vez, se nos hizo saber del no menos famoso Faro de Alejandría, hoy también desaparecido.
Por otra parte, si leímos a Konstantino Kaváfis, el poeta alejandrino que vivió en los primeros años del siglo, pudimos entrever el lento e interminable derrumbe de una comunidad refinada, presa de sus vicios secretos y librada a los vuelos extremos del espíritu.
Recuerdo, además, con qué fuerza la novela de Lawrence Durrell, "El cuarteto de Alejandría", cautivó nuestro gusto en los años sesenta. Fue el libro esperado por jóvenes deseosos de una libertad personal que incluyera la audacia de los sentidos, algo no muy habitual hasta entonces, de manera que contribuyó enormemente a que Alejandría enriqueciera el mapa de nuestras fantasías románticas.
Por eso me figuro el regocijo de Durrell si viviera; y me figuro el discreto deslumbramiento de Kaváfis, en el caso de que ambos pudieran ver la sorprendente reaparición de la Biblioteca de Alejandría, una obra que -acabo de enterarme- estará lista en unos meses para que sea inaugurada con el nuevo milenio. Francamente, no parece nada insensato recuperar el coloso que fue alguna vez la mayor biblioteca del mundo y de todos los tiempos, y abrirla para las festividades del 2000.
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Dicen que la obra actual superará en tamaño y capacidad a todas las otras bibliotecas conocidas.
Tiene once pisos debajo de una cúpula parecida a un plato volador que acabara de posarse sobre la Tierra y la han construido en el barrio de Bruchion, donde en la antiguedad se levantaba su notable predecesora. La obra está a cargo de un grupo de arquitectos noruegos y fue iniciada en 1995 mediante una financiación conjunta de la Unesco y el gobierno de Egipto, y se calcula que contendrá ocho millones de volúmenes.
Cuando hace 2300 años Ptolomeo Soter fundó la biblioteca y ordenó levantar un faro y construir un museo para reunión de artistas, poetas y filósofos, Alejandría era una de las dos o tres mejores ciudades del Mediterráneo.
Por entonces, la biblioteca contenía medio millón de rollos de pergaminos a los que más tarde se sumaron libros manuscritos y nuevos papiros. Los estudiosos del mundo helénico y del orbe romano viajaban a Alejandría como quien hoy va a París o a Nueva York en procura de mayores y más precisos conocimientos, tanto que, muy pronto, la ciudad pasó a ser un centro de discusiones filosóficas y una cita de prestigio.
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La historia, sin embargo, hace cuanto puede por devorar lo que ella misma genera. El año 640 de nuestra era, después de catorce meses de asedio y batallas mortales, los árabes conquistaron Alejandría y ante la gigantesca biblioteca, el comandante de las fuerzas triunfadoras preguntó a su Califa qué hacer con ella. El Califa respondió con un dilema ya célebre: "Si los libros corresponden a las ideas del Corán -dijo-, son inútiles; si son contrarios al Corán, resultarán perniciosos. En consecuencia, habrá que destruirlos".
En rigor, la biblioteca fue quemada más de una vez y no es seguro que la responsabilidad haya recaído exclusivamente sobre el Califa Omar. Lo único cierto es que mil cuatrocientos años más tarde, la obra se levanta de entre sus propias ruinas como una respuesta distinta al dilema deletéreo.