La responsabilidad de un docente en tiempos de grandes cambios
¿Cómo incluir en el aula las demandas generacionales de los jóvenes desde una perspectiva adulta? ¿Cómo transmitir algo esencial, como la capacidad de discernir?
Heme aquí, como todos los años, en plena selección de materiales al comienzo del año lectivo, un 2019 en el que sin duda se prolongarán las ondas de las grandes movilizaciones que en la Argentina tuvieron por protagonistas a jóvenes y adolescentes. Estoy preocupado porque quiero incluir propositivamente estas demandas y a la vez hacer mi trabajo, que es enseñar a pensar con perspectiva histórica. Los docentes estamos en la primera línea de las relaciones intergeneracionales. Es una enorme responsabilidad, porque vivimos una época de cambios profundos en las relaciones humanas y en la forma en que nos percibimos a nosotros mismos; en este escenario, las mujeres impulsan una agenda radical en relación con la forma en la que está estructurada la sociedad y que también es potencialmente revolucionaria.
Uno de los datos de este proceso es que quienes protagonizan estas luchas son adolescentes y jóvenes, que no solo hicieron suya esta agenda sino que además la actúan con naturalidad en su vida. Para mucha gente adulta, para quienes tienen hijas e hijos adolescentes o por su trabajo están en contacto con ellos, los cambios y los desafíos son diarios. ¿Utilizo el lenguaje inclusivo o lo desestimo? ¿Qué es esto del poliamor?
Largo proceso
El protagonismo de los jóvenes en los procesos de cambio no es nuevo. La novedad radica en que la edad de quienes impulsan cambios estructurales ha bajado. Hoy son adolescentes, lo que redobla tanto la incomodidad como el desafío: se supone que nosotros, adultos, tenemos la responsabilidad de proteger y cuidar a quienes nos interpelan y nos cuestionan. A la vez, nuestra época se caracteriza también por la aceleración y profundización de la brecha generacional.
Durante décadas fue difícil distinguir a un joven en su vestimenta y en sus hábitos, incluso en sus expectativas, de su padre y aun de su abuelo. Pero después de la Segunda Guerra Mundial, todo cambió. Así lo explica Eric Hobsbawm (1917–2012), historiador británico que muchos profesores tomamos como bibliografía y compartimos con los alumnos. Un clásico cuyas "historias" combinan el rigor con la calidad narrativa, lo que las transforma en amenos e informados vehículos de divulgación.
En su Historia del siglo XX, Hobsbawm señala que la mejor forma de comprender la revolución cultural que comenzó en la segunda posguerra era prestar atención a los cambios en la familia y el hogar, que regulaban "la estructura de las relaciones sociales entre ambos sexos y entre las distintas generaciones". Hasta entonces, la vida familiar y el modelo de hogar habían presentado una "impresionante resistencia" a los cambios. Al mismo tiempo, pese a los matices, eran estructuras de alcance mundial: "La inmensa mayoría de la humanidad compartía una serie de características, como la existencia del matrimonio formal con relaciones sexuales privilegiadas para los cónyuges (el ‘adulterio’ se considera una falta en todo el mundo), la superioridad del marido sobre la mujer (el ‘patriarcalismo’) y de los padres sobre los hijos, además de la de las generaciones más ancianas sobre las más jóvenes, unidades familiares formadas por varios miembros, etcétera".
Desde una perspectiva de largo plazo, y no urgidos por nuestro presente (¡debo cambiar la bibliografía!), nuestra perplejidad ante los cambios que nos demandan los adolescentes y jóvenes expresa la conmoción profunda de estructuras sociales multiseculares. En una analogía geológica, estamos parados en el cinturón de fuego del Pacífico. Como un volcán, las movilizaciones masivas del día de la votación negativa de la ley de interrupción voluntaria del embarazo, por ejemplo, son el resultado y la prolongación de procesos que arrancaron décadas atrás.
Aceleración
Este conjunto de cambios iniciado a mediados del siglo XX hoy vive una creciente aceleración, aunque también tuvo en el pasado momentos dramáticos. Después de la Segunda Guerra Mundial, ser joven ya no era prepararse para el mundo adulto, sino alcanzar "la fase culminante del pleno desarrollo humano". El proceso de consolidación de las culturas juveniles, que por ejemplo ha estudiado la mexicana Rossana Reguillo, reúne tres características. Confrontó con poderes generacionalmente mayores (una "gerontocracia en mucho mayor medida que en épocas pretéritas", según Hobsbawm). En segundo lugar, en el Occidente capitalista, la juventud se transformó en un nicho de mercado. El desarrollo de las sociedades urbanas, por último, favoreció la "internacionalización" de un fenómeno en el cual, para los jóvenes, "la liberación personal y la liberación social iban, pues, de la mano, y las formas más evidentes de romper las ataduras del poder, las leyes y las normas del estado, de los padres y de los vecinos eran –dice el historiador británico– el sexo y las drogas".
Con el paso del tiempo, los nuevos adultos asumieron responsabilidades, muchos de ellos después de haber sido jóvenes contestatarios: el piso se había elevado. Al mismo tiempo, la confrontación con la "gerontocracia" se naturalizó como comportamiento social. Desde el punto de vista de las relaciones intergeneracionales, nuestro presente es el resultado voluntario e involuntario de los cambios que los jóvenes impulsaron y las respuestas conservadoras a sus desafíos. La confrontación generacional del último cuarto del siglo pasado en muchos casos fue canalizada a través de proyectos políticos alternativos al capitalismo. Allí encontramos la paradoja de que muchas organizaciones revolucionarias desde el punto de vista político y económico fueron muy conservadoras en cuanto al lugar que asignaban a la mujer o la sexualidad.
Resulta obvio que para absorber los cambios sin corrernos de nuestra responsabilidad como adultos no podemos ser de la misma manera que nuestros padres fueron con nosotros. La novedad hoy son la velocidad de los cambios y el riesgo de dispersión, frutos ambos del salto tecnológico. La primera conexión de lo que hoy llamamos Internet data de 1969. Cuando Hobsbawm publicó su Historia del siglo XX, en 1994, la Web tenía apenas cuatro años de vida. La "aceleración" que observaba el británico en los cambios sociales ha dado un salto formidable. Las generaciones hoy son digitales desde temprana edad, y muchos de los cambios se potencian gracias a la interconexión global y a la velocidad con la que circula la información.
Una actitud crítica
Pero la Web, que une, también fragmenta y aísla. De allí que la "liberación personal" puede ser funcional al individualismo fomentado por el mercado, que a la vez otorga, por su misma lógica de reproducción, un carácter efímero a los deseos e insatisfacciones. ¿Quiere decir que las luchas juveniles tienen estas características? No. Significa, más bien, que esfuerzos colectivos que son el emergente de la acumulación de décadas de lucha pueden "diluirse en la coyuntura". O banalizarse (recordemos, por caso, que una productora televisiva patentó el "No es No").
En cuanto a la transmisión del conocimiento (pues estas reflexiones arrancaron mientras preparaba las clases para este año): ¿qué es lo obsoleto, lo innecesario? Evidentemente, la relación de nuestros estudiantes con la información es otra, completamente diferente. La actitud crítica, ciertas habilidades cognitivas, ser capaces de distinguir entre lo verdadero y lo falso, son cosas que no están al alcance de un clic. Ese es nuestro pequeño bastión, transmitir lo que es irrenunciablemente humano: la capacidad de discernir.
Esto puede sonar escéptico o pesimista, y por eso es bueno concluir con dos certezas esperanzadoras. La primera es que las características de las demandas y las formas de lucha juveniles, lejos de mostrar el agotamiento de la política, evidencian su vitalidad. El segundo es que nuestras hijas e hijos tienen conciencia de que están protagonizando un cambio revolucionario. "Los tiempos en que la gente corriente desea que haya una revolución, y no digamos hacerla, son poco frecuentes por definición", escribió Hobsbawm en un bello librito llamado Los ecos de La Marsellesa.
El autor es historiador, investigador adjunto del Conicet y profesor de Historia; acaba de publicar Elogio de la docencia. Cómo mantener viva la llama (Paidós)