La resistencia del caudillaje
Como muestran las experiencias de Venezuela y Nicaragua, el autoritarismo todavía tiene vigencia aun en medio de enormes transformaciones globales
El estereotipo arranca a comienzos del siglo XIX: para viajeros y actores domésticos, América Latina no era la tierra de las leyes, sino el continente del caudillaje. En estos días habría que completar esta sentencia sugiriendo que el caudillaje es un régimen prolongado que se resiste a desaparecer. ¿Es este acaso un destino inevitable? Hay casos que muestran lo contrario, pero hasta tanto no caduquen las experiencias del caudillaje en Venezuela y Nicaragua, seguiremos presenciando una tenaz continuidad en medio de enormes transformaciones globales.
Sin embargo, no hay que confundir y depositar esta variedad de casos en un solo concepto (el más usual, creo que por pereza analítica, es el de populismo). La cosa es más compleja, tiene grados, por ejemplo, en materia de corrupción y reclama distinguir países y circunstancias. No es igual la corrupción de Lula, acusado y preso por esta causa, que la presunta de Cristina Kirchner. Compararlas, respectivamente, es como poner frente a frente el tamaño de un arroyo con el del Atlántico sur que baña la costa de Santa Cruz.
Por otra parte, en Brasil y en la Argentina aún no asoma el flagelo de la tragedia humanitaria. Lo hace en cambio con furor, al proyectarse como realidad cotidiana, en Venezuela y Nicaragua, dos regímenes que gozan, en el plano internacional, de la protección de Cuba y China, e indirectamente de la política exterior norteamericana, que no sabe qué hacer.
En el caso cubano, el éxito de su revolución residió, justamente, en el maridaje de la concepción totalitaria del Estado con el caudillaje. Sin Fidel Castro no se entiende lo que pasó ni tampoco se entiende el régimen nepotista que estiró, en manos de su hermano Raúl, el imperio absorbente de aquel formidable personaje. Tal vez, a la muerte de Raúl, Cuba enfile hacia otro sistema del cual tenemos por ahora escasos indicios. No lo sabemos.
Lo que sí sabemos, y contamos al respecto con sobrada evidencia, es el método de regularización del régimen, que Cuba puso en funcionamiento muy pronto, a partir de los años sesenta. Mientras las más crudas expresiones de este tipo de regímenes en otros países regularon su dominación merced a la matanza en masa dentro de sus fronteras, en Cuba se aplicó otro método que consistió en expulsar a la población disidente hacia los Estados Unidos, Este no fue, por cierto, el único destino; pude conocer en Europa, muy temprano, a jóvenes cubanos que esperaban regresar en poco tiempo a su casa. Una ilusión vana a medida que se sumaron, en toda una vida, los años del destierro.
Costaba imaginar entonces que el método se repetiría a una escala aún más impresionante. El caudillaje de Chávez en Venezuela, sucedido por el de Maduro, no ha logrado todavía efectuar una reducción total de los poderes sociales a la unidad del Estado, pero ha tenido el extraño y mortal empeño de combinar un autoritarismo con pretensiones totalitarias con la anarquía y la pulverización de la economía.
El resultado de este increíble experimento del maltrato humano está a la vista: casi dos millones y medio de venezolanos (el 10% de la población), jóvenes y viejos, familias enteras, huyen del hambre y de la opresión, peregrinando por el continente. Es la extenuante marcha de la desesperación en Brasil, Colombia (la más afectada), Perú, Ecuador, hasta llegar a nuestro país. El desborde demográfico tiene, lamentablemente, efectos ambiguos. En los países receptores cunde el temor ante tamaño éxodo, las autoridades en fronteras porosas no saben cómo responder y, para peor, se producen reacciones xenófobas de las que Europa ya ofrece un triste testimonio.
¿Tiene salida una situación de estas características? La lección cubana respondería afirmativamente, en la medida en que esa feroz sangría de población concluya disminuyendo las demandas de una ciudadanía anestesiada por una escasez pavorosa y las provenientes de unos partidos de oposición de más en más acorralados por el poder.
Las imágenes que recibimos a diario, de seres demacrados por el hambre y la desesperación, podrían repetirse en menor escala en Nicaragua. Ya Costa Rica, la ejemplar democracia centroamericana, está sufriendo la presión demográfica en sus fronteras, mientras en Nicaragua no cesan las rebeliones juveniles que afrontan muerte y represión.
Ante este panorama es posible sugerir la hipótesis de que el caudillaje latinoamericano adopta rasgos comunes en diferentes contextos. No importa el tamaño del territorio o el volumen de la población. Importa, antes que nada, conservar a rajatabla la matriz de esta clase de dominación: personalismo, reeleccionismo si es necesario, desprecio por las reglas republicanas de la alternancia y, para coronar el edificio, sobre una humillación de las libertades públicas, el férreo control que el nepotismo ofrece a futuro.
Ya se trate del hermano como cabeza sucesoria en Cuba o de la esposa, Rosario, en la Nicaragua de Ortega, el mecanismo de sujeción es semejante. La excepción a esta última regla es Venezuela. Sin tener relación familiar con Chávez, el sucesor designado por el caudillo para proseguir con sus mismas artes pretende adquirir el atributo de la identificación con el héroe supremo, en un escalón más modesto pero no menos intemperante. Tras estas escenografías que alguna vez deslumbraron a las multitudes mientras escuchaban lo que Popper llamaría palabras oraculares, se esconde, antes y ahora, la trama profunda del poder militar. Este resorte vital del caudillaje recorre nuestros siglos de vida histórica.
Los recorrió sin duda en el siglo XIX, cuando en general, sin ser militares de profesión, los caudillos se vestían con uniformes rutilantes y abundantes juegos de medallas; los recorrió nuevamente en el siglo XX cuando surgieron en la Argentina y Brasil liderazgos populares de origen militar que despertaron, en un marco autoritario, notables procesos de inclusión social; y lo siguen recorriendo en las primeras décadas de este siglo.
El aparato militar, como forma de control de la disidencia es pues decisivo. Desde luego, el caudillaje latinoamericano no descansa exclusivamente sobre las bayonetas. Dispone, por cierto, de otros recursos, aunque en Venezuela parece que ya están exangües. Pero, en última instancia, el uniforme, los borceguíes, las pistolas y las ametralladoras son condimentos indispensables. El caudillo los lleva puestos, los usa en la escena frente al público o en bambalinas, otorgándoles a los uniformados parcelas del manejo del Estado. Por lo demás, los privilegios, la corrupción y las prebendas aceitan esta máquina.
Por tanto, no hay caudillaje sin un poder militar que lo respalde. Cuando ese poder se resquebraja y la obediencia cesa, el caudillaje pierde sustento y se apoya tan solo sobre la aceptación popular. La crisis sobreviene en momentos críticos, como el que actualmente soporta Venezuela, en que el descalabro económico carcome la adhesión social.
Queda entonces de pie, y no se sabe hasta cuándo, el poder militar. Esto los hermanos Castro lo entendieron muy bien; siempre lo tuvieron amarrado. Por ahora, así también lo entiende el poder militar en Venezuela y en Nicaragua. Pero de su mayor o menor lealtad dependerá el destino de esos caudillajes, a no ser que renazca un espíritu de compromiso capaz de pactar una transición pacífica hacia mejores horizontes.