La rendición de los honestos
Los idealistas parecerían condenados a la perplejidad, sin embargo, son imprescindibles para contener la codicia de los fulleros profesionales; a veces se gana, la mayoría de las veces se pierde
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Cada fracaso era un sentimiento colectivo; la decepción y la tristeza, la consecuencia inevitable de no haber podido alcanzar el sueño de un país en el que la política tuviera valores. No sabíamos muy bien qué sistema económico era el adecuado para sacar a la Argentina de la postración, pero habíamos logrado consenso sobre la necesaria integridad moral de nuestros dirigentes. Antes, al menos, nos unían la congoja y la decepción.
Cuando, en el año 2000, renunció Carlos “Chacho” Álvarez a la vicepresidencia, muchos presintieron que otra ilusión se diluía entre sus dedos. No importaba tanto el fracaso de sus ideas, una combinación de neoperonismo –con renuncia expresa a las prácticas clientelares del viejo movimiento– y de la socialdemocracia de Felipe González, sino la penosa comprobación de que un tipo simple, buen lector, amante de los cafés compartidos con amigos, no tenía lugar en esa liga. Ese día de la puesta en escena en el Hotel Castelar, en la que Chacho ensayó una mueca –posible ocurrencia de algún ingenioso publicista– que pareció imitar la legendaria foto de Perón y Evita de las postales del renunciamiento, el alma de muchos se comprimió. Se podía presentir el inicio de una nueva frustración.
Yo, que ni siquiera lo había votado, sentí que el final de Chacho se llevaba puesto algo más que a un vicepresidente. Como les pasó a muchos, nunca pude, sin embargo, odiar al exmilitante de la JP Lealtad por aquella dramática determinación. Al principio creí, también como muchísimas personas, que su desplante era una maniobra táctica, pero que, en realidad, estaba tomando envión para volver como un huracán al lugar en el que lo había colocado el mandato popular: sanear la práctica política.
Que la inocencia me valga.
Pasaron los días, luego los meses y los años, y siempre esperé la llegada de la contraofensiva chachista. Pero Chacho, que retornó a sus rutinas mundanas y a su mesa en el legendario Café Varela Varelita, se esfumó para siempre. Obsesionado como estaba por su futura jubilación –solía decirle a uno de su mejores amigos: “No quiero terminar como mis viejos, necesito pensar en mi retiro”–, se conchabó, finalmente, en un cargo diplomático y nunca volvió a intentar el duro oficio de cambiar las reglas del juego de la política.
Es probable, especulé también por entonces, que el vice hubiera visto cosas oscuras, inconvenientes para preservar su salud. O, al decir de Gustavo Beliz, otro eterno desencantado, “cosas que no me gustaron”.
Hoy no creo siquiera eso.
Lo que, en realidad, el exasesor de Antonio Cafiero habría comprobado en su meteórico recorrido hacia la cumbre –para desgracia de las instituciones y la decepción de sus seguidores– fue, simplemente, que no estaba dotado del temple necesario para cambiar las reglas del juego de un deporte que se practica, no solo con habilidad, simpatía y talento, sino para el que hacen falta voluntad, coraje y ambición de la buena. Él, que era un destacado intelectual y un conversador nato, se habría resistido a mutar en burócrata del poder: todo un mérito, si no fuera porque había llegado al sitio equivocado y dejaba un tendal de huérfanos en la estampida.
Su encanto personal, que a tantos sedujo cuando era un bohemio trasnochador, trocó finalmente en tragedia colectiva. Chacho se volvió a su departamento de siempre, en la calle Paraguay, traicionando a sus antiguos compañeros, arrasó en la estampida con gente imprescindible como Graciela Fernández Meijide, y nunca más supimos de él; al menos de él como el proyecto del estadista que prometía ser.
Hace poco me lo encontré en una pequeña parrilla de la zona norte de la ciudad. Estaba con su hija. Un poco más viejo, pero siempre desbordante de elegancia y simpatía. Al despedirlo, no pude menos que experimentar el amargo sabor de la nostalgia. El fracaso (o la claudicación) de aquel hombre era la expresión de mi propio fracaso. Había representado un cambio de época, una oportunidad para sanear la moral pública y aminorar la codicia como única fuente en la que abreva el poder.
Su denuncia sobre los presuntos sobornos en el Senado, el supuesto motivo de su dimisión, parece, a la distancia, un chiste de mal gusto, comparado con los casos hartamente probados de la delincuencia estatal de los tiempos recientes.
Después de aquella dramática deserción al gobierno de la Alianza –que había llegado con el aval de más de la mitad de la ciudadanía– todo fue decadencia. El 2001, el helicóptero, las hordas callejeras, los muertos, los sucesivos presidentes provisionales, tuvieron que ver, aunque no de manera excluyente, con aquella movida, solitaria e inconsulta, del hombre al que la historia había empujado al sitio equivocado.
Una vez evitado el colapso total del sistema democrático –todo un logro–, la sociedad fue regresando, paulatinamente, a su predilección por la caterva de los especialistas en latrocinio. De a poco, fueron volviendo todos. Lo que, en los obscenos años noventa había saturado a la población –el maridaje insolente entre políticos millonarios y empresarios venales–, fue quedando paulatinamente en el olvido.
Después de una breve temporada de recato, a partir de 2003, ya con Néstor Kirchner –el presidente que firmaba leyes y decretos con una Bic y revoleaba con torpeza el bastón de mando–, la política fue, lentamente, quitándose el maquillaje de la humildad. Cuando, a fuerza de planes sociales y otros sedantes, la economía lo permitió, el negocio se fue normalizando. Los huérfanos dirigentes del Frepaso (el partido que había creado Álvarez), en su mayoría naturalizados kirchneristas, también se adaptaron a la nueva realidad: aprendieron rápido a disfrutar de los bienes terrenales. La palabra “caja”, que antes les producía alergia, se convirtió en una herramienta imprescindible para “cambiar las perimidas estructuras sociales”. Excitados por el relato setentista –un brebaje que anestesiaba toda discusión profunda sobre los trágicos años 70–, se volcaron a la caza de bienes y servicios. La vida, finalmente, es única e irrepetible.
En el circuito de la farándula televisiva (antes de nuestra era) se le atribuye al talentoso Gerardo Sofovich haber convocado, en los 90, a un escritor progre para su programa Polémica en el bar; más por una pulsión dinástica que por necesidades de rating. Dicen en esos mentideros que Gerardo recurrió primero a la seducción intelectual para luego desembuchar su primera oferta en moneda contante y sonante.
–Ya te dije, Gerardo, mis diferencias con vos son de carácter ideológico –habría dicho, palabras más, palabras menos, el convocado.
–¿Cinco mil dólares por mes? –habría ofertado entonces el productor.
–De ninguna manera –respondió, al borde de la ofensa, el convocado.
–¿Siete mil?
–Con todo respeto, Gerardo, creo que no comprendés que lo mío es una cuestión de convicciones...
Finalmente, ante una cifra irresistible, el intelectual pareció ceder:
–Bueno, en fin... quizá podría evaluarlo...
A lo que el rey de la pantalla habría cerrado la conversación:
–Solo quería saber cuál era tu precio –le espetó, pagó el café y se retiró con una sonrisa desbordante.
Los idealistas parecerían condenados a la perplejidad. Sin embargo, son imprescindibles para contener la codicia de los fulleros profesionales. A veces se gana, la mayoría de las veces se pierde. Pero, lo que resulta intolerable, visto a la luz de los últimos acontecimientos, es comprobar que la legión de honestos haya sufrido tantas bajas. Que la insolencia se muestre arrogante. Que un paseo en yate de un servidor público pueda ser entendido como legítima aspiración y no como oprobio.
“Voté a Massa para que no gane la derecha”, le escuché decir a un exintegrante de la cofradía de los honestos. Inmediatamente pensé: qué bien estábamos cuando, al menos, compartíamos la congoja.
Periodista. Miembro del Club Político Argentino