La relación entre Estados Unidos y nosotros
“Por primera vez en la historia, una república se ha elevado al primer rango sin haber aspirado a la gloria de reinar. Como costo de su victoria, ha tenido que hacerse cargo de la mitad del mundo, garantizando la seguridad de los europeos –demasiado débiles aún para defenderse por sí solos– e interesarse en regiones del planeta que estaban al borde de caer en el caos”.
Analizando esa afirmación comienza Raymond Aron La república imperial, su ensayo sobre el período de 1945 a 1972. Si bien la cuestiona, le añade la idea de que los europeos, “tanto los hombres de la calle como los hombres de Estado, temían más al aislacionismo que al imperialismo de los estadounidenses”.
Podemos hoy, en la perspectiva que da el tiempo, observar los vaivenes, subidas y bajadas de la diplomacia norteamericana en el gran escenario mundial, pero el hecho es que, en 2024, terminada la Guerra Fría hace ya largos 30 años, los Estados Unidos siguen siendo el garante de la débil Europa. Rica, desarrollada, socialmente avanzada, unida en un destino común por una ejemplar comunidad, su debilidad militar la sigue obligando a acogerse a esa protección paradójica y contradictoria.
Estas reflexiones asoman instantáneamente cuando se comienzan a observar los vaivenes de la elección presidencial de los Estados Unidos. Esta parecía reducirse a un enfrentamiento entre un presidente demócrata clásico, algo viejo pero representativo del tradicional aliento idealista, y un republicano de estilo primitivo, que había tomado por asalto al viejo partido conservador, poniéndolo al servicio de sus intereses personales y de una cruzada por el poder. Dos personalidades muy opuestas, sin duda, pero detrás de esas imágenes que parecen desbordar todos los análisis había algo mayor: de un lado, la reivindicación de la preocupación social a lo interior y del compromiso misional de la lucha por la libertad en el mundo; del otro, la acción de un líder populista, duro e imprevisible, que alejado de toda preocupación de legitimidad se lanzaba a una reconquista del poderío hegemónico de su país.
Los positivistas nos recordaban en el análisis de la historia que más allá de las causas eficientes de los procesos están las circunstanciales para dilatarlos, acelerarlos o hasta torcerlos. Es el caso, porque la declinación abrupta del presidente Biden en un debate de televisión lo ha llevado al melancólico retiro de su candidatura, mientras que su contrincante salía ileso de un atentado, puño en alto, en condición de invicto luchador. Por añadidura, víctima, que en nuestro mundo contemporáneo equivale a tener razón, pase lo que pase, como lo ha explicado en agudo ensayo el pensador italiano Daniele Giglioli.
Por supuesto, da mucha pena el retiro de Biden de la carrera presidencial. Mucha pena porque ha sido un muy buen presidente. Su colega Obama (de quien fue vicepresidente) lo ha definido como uno de los mejores presidentes de la historia por sus logros en la recuperación económica luego de la pandemia, el control de la inflación y, sobre todo, porque los “alejó de cuatro años de caos, falsedad y división”. Kamala Harris tendrá que subir una empinada cuesta. “Navegaremos por aguas desconocidas”, también ha escrito Obama.
La cuestión es que no estamos solo ante estilos personales distintos y eso nos atañe. Henry Kissinger, en su libro El orden mundial, dice que todo orden internacional deberá afrontar tarde o temprano las dos tendencias que desafían su cohesión: la redefinición de la legitimidad o un cambio significativo en el equilibrio del poder. El primero se da cuando se cae un orden de valores, como la revolución francesa al liquidar al absolutismo monárquico, o la caída del mundo comunista, que privó de toda legitimidad al marxismo. El segundo se da cuando hay un cambio en las relaciones de poder, como ha ocurrido en nuestro tiempo, con el ascenso de China y la declinación europea. Ambos desafíos están abiertos: la invasión rusa es la expresión del desprecio absoluto a la legitimidad del derecho por una vieja potencia mundial que no se resigna a un rol secundario y con prepotencia les impone a sus vecinos la fuerza que aún preserva; por otro lado, la acción desestabilizadora de Irán, a través de sus brazos terroristas, que ha puesto en jaque a Occidente al poner en cuestión su frontera geográfica y moral, que es Israel.
De ganar el candidato demócrata, está claro que Estados Unidos mantendrá su clara adhesión al sistema, como lo ha demostrado en Ucrania. De ocurrir el retorno de Trump, entramos en lo incierto. Basta recordar su incitación al grotesco asalto al Congreso el 6 de enero de 2021 para ver claro que los límites éticos o la legitimidad jurídica no están en su universo mental. Todo su tema es el poder. Por eso expresaba su admiración a Putin, con quien tendrá ahora una fuerte e inesperada pulseada. Ya ha dicho que habló con Zelensky y que él arreglará la paz… ¿Entregando Ucrania? ¿Imponiéndole la resignación de las tierras invadidas?
Biden no dudó en afrontar las críticas al costo financiero gigantesco del apoyo a Ucrania o los cuestionamientos políticos por su sostén a Israel, tradicional sí, pero cuestionado por los modos de conducción de Netanyahu. Trump hará lo que le convenga personalmente, en un país que, como lo definió el exsecretario de Estado George Shultz, vive una ambivalencia: “Los estadounidenses, como pueblo moral que somos, queremos que nuestra política exterior refleje los valores que defendemos como nación. Pero los estadounidenses, como pueblo práctico que somos también, queremos que nuestra política exterior sea efectiva”.
La cuestión es que el dilema norteamericano también es nuestro. Nos guste o no, los Estados Unidos lideran Occidente y allí estamos. No es lo mismo que pase una cosa o que pase la otra. Hoy los latinoamericanos, tantas veces críticos –con razón– de los atropellos de los Estados Unidos, aunque no lo reconozcamos, le debiéramos temer más a su aislacionismo que a su imperialismo, como les ocurría –y ocurre– a los europeos.
Si hace pocos días conmemoramos sobrecogidos los treinta años del atentado contra la AMIA, está dramáticamente claro que lo que pasa en el norte también es un tema nuestro. Aunque no podamos influir.