La reforma política, entre el coraje y las omisiones
La reforma política contenida en la ley ómnibus es un batido de coraje, sinceramiento, audacia, cambios impostergables, modificaciones inciertas y omisiones. Muy Milei.
Primero, enhorabuena, Milei ha decidido acabar con la ley de la dictadura. ¿Pero cómo? ¿No era este un gobierno de ultraderecha con ideas afines al partido militar?
La historia es así: en oportunidad de la cruzada para imponer su Ley de Medios, el kirchnerismo se cansó de cacarear, con referencia a la ley de Radiodifusión entonces vigente, que en democracia no podía regir ni un minuto más una ley de la dictadura. El relato kirchnerista se imponía muchas veces a fuerza de repetir falacias ad infinitum. Leyes de la dictadura vigentes había (y aún hay) de diversos rubros, pero tan obsesionados estaban entonces los K con derogar la de Radiodifusión para injertar el sustituto que no les incomodó la persistencia de ninguna otra, ni siquiera la más chirriante: la que determina la distribución de bancas en el Congreso por provincias. Esa norma la dictó el general Reynado Bignone antes de irse. Lleva 40 años de vigencia sin alteraciones. Y ahora, finalmente, Milei propone derogarla y ajustar el número de bancas que le corresponde a cada provincia. Un brutal sinceramiento de la democracia.
Diestro en gestualidades, en su momento Néstor Kirchner descolgó el cuadro que recordaba a Bignone como director del Colegio Militar, pero nunca objetó que la democracia funcionara, incluso en el siglo XXI, con sobrerepresentaciones y subrepresentaciones distritales dispuestas manu militari por aquel postrero dictador (quien a su muerte, en 2018, sumaba incontables condenas por delitos de lesa humanidad). Es verdad, los Kirchner no fueron los únicos que apilaron distorsiones matemáticas de la representación popular mientras los censos reportaban cambios poblacionales mayúsculos. Tema incómodo, otros presidentes también lo esquivaron, tal vez porque desde el punto de vista demográfico el mapa argentino muestra un cuerpo contrahecho. Reconocer que por cantidad de habitantes a la provincia de Buenos Aires deberían corresponderle 97 diputados (hoy son 70) y a Santa Cruz, por ejemplo, apenas 2 (hoy son 5) no ayuda a ganar amigos en el interior despoblado.
También debe incomodar la admisión de que las dictaduras militares tuvieron enorme injerencia en el diseño estructural de los períodos constitucionales. Alejandro Lanusse no sólo dispuso una nueva distribución de bancas (planificó una Cámara de Diputados de 243 miembros, la base del sistema de Bignone de 257), sino que además fue el introductor del balotaje. Si bien el modelo francés que importó nunca llegó a usarse a nivel presidencial, Lanusse tuvo la buena idea de expandirlo a la esfera legislativa (recuérdese la segunda vuelta para senador porteño, en abril de 1973, del radical Fernando de la Rúa contra el fascista Marcelo Sánchez Sorondo). En 1994 los convencionales constituyentes tunearon el balotaje y engendraron un modelo criollo con corte al 45 por ciento, pero ni se les pasó por la cabeza la hipótesis de que pudiera haber un día un presidente muy popular parlamentariamente raquítico. ¿Es lógico que quien consiguió en las urnas un respaldo del 55,5 por ciento junte apenas el 10 por ciento de los senadores? La exagerada debilidad que hoy padece Milei en ambas cámaras se debe, entre otras cosas, a que la elección del Ejecutivo quedó desacoplada de la elección legislativa.
Milei se descuelga ahora con una inmensa reforma política que llamativamente no incluye ninguna solución directa para el mayor problema que padece como gobernante, la paradójica condición de tener muchísimos votos y poquísimas bancas. Remediar estos desequilibrios requeriría una reforma constitucional más que una ley ómnibus, pero igual para él ya es tarde: difícilmente le vuelva a tocar una combinación de factores como la de 2023, empezando por la condición más irrepetible de todas, la de recién llegado.
En las reformas políticas predominan a menudo los apetitos cortoplacistas del patrocinante. Basta ver las reformas superiores, que son las constitucionales. Las dos del siglo XX se inspiraron en el interés inmediato de presidentes que buscaban permanecer en el poder (Perón, Menem), y necesitaban habilitar a prisa la reelección consecutiva.
Pero no siempre es así de clara la intención reformista. La modernización del sistema de votación contenido en la ley ómnibus en cuanto a reemplazar la boleta tradicional por la boleta única de papel aglutina en el peronismo a la mayor parte de los detractores. Ese proyecto de ley ya fue aprobado en Diputados por 132 votos (se requerían 129) y contó con el rechazo de 104 diputados del Frente de Todos. De allí el optimismo que hoy tiene el gobierno respecto de las principales reformas electorales.
La eliminación de la lista sábana y la reposición de un régimen uninomninal por circunscripciones, sin embargo, será la medida más discutida, con la curiosidad de que sus promotores van a poder ofrecer dos antecedentes capaces de atribular a críticos ideologizados: los de Roca y Perón. Por esas experiencias se sabe que la calidad, es decir la neutralidad del sistema propuesto, depende esencialmente de cómo se lo implemente. Final abierto.
Una década y media atrás Cristina Kirchner y Florencio Randazzo inventaron las PASO a instancias de Néstor Kirchner quién sabe en base a qué cálculos, qué especulaciones, después de que éste fue derrotado por Francisco De Narváez. Pero igual que esos curanderos que ni locos prueban los remedios que ellos fabrican, el kirchnerismo evitó en forma sistemática usar para sí las PASO (salvo en el caso de Sergio Massa y Juan Grabois, una coreografía para evitar la competencia real entre Massa y Daniel Scioli).
Las PASO que ahora Milei también propone abolir iban a fortalecer, se decía, el sistema de partidos. En 1994 los nobles partidos habían conseguido por fin salir nombrados en la Constitución nacional. Nunca antes se los había mencionado. De la nada pasaron a ser “instituciones fundamentales del sistema democrático”. Quizás tanto bronce no fue una buena idea. Inmediatamente se difuminó su opacidad, muchos devinieron ociosos. Como si hubiera caído sobre ellos una maldición. Algunos entraron en franca decadencia. Alcanza con recordar que el presidente del Partido Justicialista Nacional, el que más afiliados llegó a tener en América Latina, es hoy Alberto Fernández. Y el presidente del Partido Justicialista bonaerense es Máximo Kirchner, un diputado cuya opinión sobre la boleta única, por ejemplo, no hubo ocasión de conocer, porque el día que se trató la ley faltó a la sesión.
Así las cosas, a los partidos, las coaliciones, las alianzas se les empezó a decir espacios.
Cósmica, enemistada con los perímetros, laxa, flácida, la palabra espacio no aparece en ley electoral alguna. Sin embargo, en las últimas dos décadas se convirtió en la favorita de la política verbalizada. Es la prueba más palmaria del divorcio de la política efectiva con el mundo institucional.
Durante la Guerra Fría mencionar el espacio como algo concreto traía enseguida a la mente al cosmonauta soviético Yuri Gagarin, el primer humano que salió de la atmósfera y que experimentó la falta de gravedad durante 108 minutos en una única vuelta al planeta. Gagarin volvió intacto y le avisó a la Humanidad: “el cielo es totalmente oscuro y la Tierra tiene un color azul muy claro”. Era 1961.
A nadie se le hubiera ocurrido decir espacio para referirse a los radicales seguidores de Yrigoyen, a los socialistas de Palacios o a los correligionarios de la UCRI, luego los desarrollistas de Frondizi, ni siquiera a la perseverante muchedumbre encolumnada detrás de Perón, pese a que el movimientismo peronista seguramente está muy vinculado con esta malformación lexicográfica.
En su fatigosa trasmutación esta palabra grita las peores carencias del sistema político: donde dice espacio -ambigüedad que sugiere tanto adyacencias como infinitud- debería decir partido. El problema es que en sentido estricto, sistema de partidos no parece haber. A menos que alguien quiera creer que se conforma un sistema presentable con los casi 800 partidos políticos registrados en la justicia electoral, contando los que perduran en estado vegetativo, los sellos de goma que en temporada alta se alquilan, los que se crean para participar del negocio de impresión de boletas pagadas por el Estado y los que se compran y se venden por necesidades de mercado, más el ínfimo puñado de partidos respetables que todavía se esmeran por tener vida interna, discutir ideas y presentarse honestamente a elecciones cada dos años.
Hasta hace poco había medio centenar de partidos de orden nacional y más de 700 distritales. Sólo como referencia se podría recordar que los legisladores que habitan el Congreso son 329: menos de la mitad del total de partidos que existen en todo el país.
Acerca de cómo fortalecer -y purificar- el sistema de partidos no se advierte que haya muchas discusiones de la mano de la gran reforma que el gobierno quiere apurar. Pero tal vez lo más inusual sea espolvorear la movida con denostaciones a “la casta” y el desprecio intermitente a un sujeto llamado “la política”.