La reforma judicial que se necesita
Hay una frase que inmortalizaron los jóvenes reformistas que en 1918 establecieron las bases de nuestra universidad pública: "Los dolores que nos quedan son las libertades que nos faltan". Hoy está más vigente que nunca.
Pocos dolores pueden ser tan agudos en la sociedad moderna como el que acaba de motivar una nueva condena a la Argentina de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH).
La Argentina es el único país americano que tiene jóvenes menores de edad condenados a cadena perpetua. Hay doce casos, de los cuales cinco fueron sustento de la condena que recibió la Argentina a instancias de una extensa batalla judicial que llevó adelante la Fundación Sur.
La condena de la CIDH se sustenta en acuerdos internacionales que la Argentina rubricó y que incluso están incorporados en nuestra Constitución Nacional desde 1994. Puntualmente, la Convención sobre los Derechos del Niño en su artículo 37, inciso a, establece: "No se impondrá la pena capital ni la de prisión perpetua sin posibilidad de excarcelación por delitos cometidos por menores de 18 años de edad".
Las sentencias a menores de edad encuentran sustento legal en el decreto 22.278/80 de la última dictadura militar, cuya derogación ya había pedido la CIDH en una condena anterior, que recibió la Argentina en 2003.
Esta obra de la dictadura, que no le genera resquemores a la memoria parcialmente descremada del kirchnerismo, establece que los menores de edad serán juzgados recién en su mayoría de edad, pero con plena imputabilidad a partir de los 16 años, no de los 18. Y que hasta los 16 cumplidos son inimputables, pero los jueces podrán igualmente decidir su internación o no (prisión) según su criterio, sin abogados, sin proceso, ofrecimiento de prueba o apelación. Nada del debido proceso constitucional del que gozamos los adultos.
Un país que trata a sus jóvenes como adultos es un país que no tiene visión de futuro. No entiende de etapas, desarrollo, obligaciones y derechos. Es un país que lejos de tener una sociedad madura, está más cerca de una sociedad caníbal, donde los más fuertes terminan deglutiendo a los más débiles. En cambio, una sociedad que se precia de democrática, establece equilibrios entre los derechos y las garantías, y establece procesos judiciales transparentes, equilibrados y justos.
Recibir una condena de la CIDH debe ser por sí solo motivo de preocupación y ocupación de todos los estamentos públicos y especialmente de quienes tienen la responsabilidad de gobernar, más aún, cuando cuentan con una mayoría legislativa abrumadora que permite aprobar propuestas a gusto y placer de la presidenta de la Nación.
En 2009, los senadores nacionales votamos una ley penal juvenil que establecía procesos diferenciados con jueces específicos y que regulaba debidamente la relación entre el Estado y los adolescentes infractores a la ley penal. Esa media sanción durmió en la Cámara de Diputados, seguramente encajonada con muchos otros proyectos que, por no contar con el guiño explícito de la Presidenta, quedan depositados en las comisiones.
La CIDH, después de diez años de haberlo pedido, vuelve a exigirnos adecuar nuestros procesos penales en el caso de menores. No hay margen para más, no hacen falta cadenas nacionales, polémicas ni grandes peleas contra corporaciones. Hace falta una decisión de quien hace años ostenta una mayoría legislativa que mucho ha servido a su proyecto político y poco ha servido a las necesidades de los argentinos.
Debemos votar una ley de responsabilidad penal juvenil que garantice derechos a los adolescentes, establezca obligaciones para el Estado y regularice, de una vez por todas, la situación de la Argentina ante los acuerdos internacionales. Ésa sí sería una verdadera reforma judicial.
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