La reforma está en la puerta del cementerio
¿Qué hacer con una socia que arruina el negocio? No es una pregunta que se está haciendo un almacenero (que lo puede haber), sino la que se debe estar formulando el propio Presidente. Si se miran bien las encuestas, Alberto Fernández mantiene índices significativos de aprobación, pero perdió varios puntos (y creció casi el doble su imagen negativa, que sigue siendo baja) desde que Cristina Kirchner le impone su agenda. No hay victoria albertista que dure porque la expresidenta se la eclipsa con sus obsesiones, que son todas obsesiones judiciales. Lo que hizo en los últimos meses indica que ella no buscó la alianza con el resto del peronismo para que este vuelva al poder, como pregona el Presidente, sino para resolver sus problemas en la Justicia, que son muchos y están muy avanzados. No fue una solución políticamente inteligente; fue una salida personalmente desesperada. Inteligencia y desesperación no son lo mismo.
Los seguidores de Alberto consideran que este conquistó dos victorias importantes en los últimos tiempos: el acuerdo con los acreedores para evitar otro default del país y el anuncio de que la Argentina tendrá la vacuna de Oxford contra el Covid-19, cuya investigación es la más avanzada, no bien sea autorizada por la comunidad científica internacional. ¿Resultados políticos? Ninguno. "No podemos negarlo. Hay un conflicto cada vez que Cristina mete sus problemas en la agenda pública", acepta un albertista de la primera hora. El Presidente esperaba que lo aplaudieran por su reforma judicial. Apareció Cristina. El proyecto de reforma es ahora un catálogo de los odios de la vicepresidenta. Incluido, desde ya, el periodismo, que podría ser castigado por la simple denuncia de un juez, según la modificación que le hicieron comisiones del Senado, donde la vicepresidenta manda con el látigo en la mano. Cristina ni siquiera respeta su propia historia. Ella fue como presidenta la que sacó los delitos de calumnias e injurias del Código Penal; es decir, alejó el ejercicio del periodismo de cualquier delito penal. Ella es ahora, como vicepresidenta, la que intenta convertir en delito la función esencial de la prensa, que es informar y opinar. Lo peor del cristinismo no es que haya hecho un relato falso sobre las denuncias de supuesta corrupción; lo peor es que esa facción política es una cofradía de fieles creyentes de su propio invento. El lawfare, la presunta colusión de periodismo, jueces y política para calumniar a los dirigentes nacionales y populares, es un atajo discursivo para huir de la confrontación con las pruebas tangibles de la corrupción.
Alberto Fernández enfrenta la posibilidad de tener su propia resolución 125 apenas ocho meses después de haber asumido la presidencia. Es el sello de Cristina: el rechazo parlamentario a la resolución 125, que provocó la guerra con el campo, sucedió en 2008, siete meses después de que Cristina llegara a la presidencia. Los anuncios de Roberto Lavagna y de Juan Schiaretti de que sus diputados no votarán la reforma judicial (los voceros de ambos la calificaron de inoportuna y resaltaron que carece de los consensos necesarios) colocan a ese proyecto en la puerta del cementerio. La izquierda ya había adelantado su voto negativo y agravó las cosas. Peor: el presidente de la Cámara de Diputados, Sergio Massa, señaló públicamente que "no hay apuro por la reforma". Fórmula elegante para decir que el proyecto dormirá un largo rato en esa cámara. En la intimidad, Massa suele agregar que la reforma, tal como saldrá del Senado, le hará daño al Gobierno. Ese proyecto nunca llegará al recinto de la Cámara de Diputados si el oficialismo no tiene antes la garantía de que cuenta con los 129 votos necesarios. No los tiene y probablemente no los tendrá nunca.
Lo peor del cristinismo no es que haya hecho un relato falso sobre las denuncias de corrupción, sino que es una cofradía de fieles creyentes de su propio invento
"Matalo a Gerardo Morales", le indicó Cristina al Presidente, el viernes 14 de agosto, poco antes de que este anunciara las nuevas condiciones de la cuarentena junto con Horacio Rodríguez Larreta y Axel Kicillof. Morales gobierna Jujuy, un dramático epicentro de contagios del Covid-19. Cristina no estaba pensando en el gobernador opositor, sino en el viejo senador radical que la criticaba con palabras filosas y corrosivas y en el líder jujeño que terminó con el liderazgo de su amiga Milagro Sala. Rencor y revancha. Esa vez, solo esa vez, Alberto siguió con lo suyo.
Sin embargo, la vicepresidenta destruye, implacable e inconsciente, todas las estrategias parlamentarias de Alberto Fernández. Los senadores opositores son maltratados, segregados y ninguneados, a tal punto que las comisiones aprobaron el proyecto de reforma judicial sin que la oposición conociera el texto del proyecto. La respuesta opositora la espera en la Cámara de Diputados. O está en el propio Senado, donde la oposición se niega a darle los dos tercios necesarios para el acuerdo a la designación del juez Daniel Rafecas como procurador general y jefe de los fiscales. El cristinismo intenta cambiar la ley, que reglamenta artículos de la Constitución y que estipula que el acuerdo del procurador necesita el voto de los dos tercios del Senado. Rafecas hizo un aporte importante a la estabilidad de las instituciones cuando dejó trascender su opinión:"Prefiero perder el acuerdo con los dos tercios a que lo aprueben con una simple mayoría", dijo. Y agregó: "Es mejor que toda la dirigencia política se entere ahora de mi independencia y no que se sorprenda luego".
La Justicia Federal no necesitaba más jueces. El argumento de que los jueces de Comodoro Py tienen mucho poder es una refutación al necesario equilibrio de poderes. Los jueces necesitan poder para frenar los excesos de los otros poderes de la Constitución. Con la salida de Rodolfo Canicoba Corral, el viejo Comodoro Py ya no existe. Solo sobran ahí dos o tres jueces, sospechados de corrupción o de complicidad con los servicios de inteligencia. La mayoría de los jueces federales no están acusados de prácticas corruptas ni de alianzas con el espionaje.Son jueces que se pueden equivocar o que tienen tiempos más largos que la paciencia social, pero no han tarifado sus sentencias,como sucedía antes.
La Corte Suprema, integrada por cinco jueces muy distintos entre sí, demostró su independencia cuando se alejó de la reforma judicial. Nadie invitó todavía a la Corte a exponer ante la comisión de asesoramiento a Alberto Fernández, a pesar del anuncio público. Tal vez sea mejor que no la inviten. Es probable que ningún juez supremo acepte el convite. La excepción podría ser, otra vez, Elena Highton de Nolasco, que ya fue el único miembro del tribunal que estuvo en el anuncio de la reforma judicial. La jueza irá si no hicieron mella en su espíritu el frío y la distancia que le asestan ahora sus colegas del máximo tribunal. El conflicto con la Corte sucederá cuando lleguen al tribunal los casos de los camaristas federales Leopoldo Bruglia y Pablo Bertuzzi si es que el Senado, como todo hace prever, rechaza sus pliegos. Ellos condenaron a Cristina y sus hijos. Rencor y venganza, otra vez. Según la jurisprudencia de la Corte, Bruglia y Bertuzzi no requieren el acuerdo senatorial. La Corte podría declarar la nulidad de la decisión del Senado.
"Necesitamos más Alberto y menos Cristina", proclama otro albertista, que percibe con antelación que la agenda de Cristina se llevará puesto al Presidente. Los seguidores de Alberto explican que este no puede romper con su mentora sin provocar una fenomenal crisis institucional y sin poner en riesgo las elecciones del próximo año, que a este paso estarán naturalmente en riesgo. La situación ha provocado incluso la preocupación de sectores de la oposición. Elisa Carrió promueve en Cambiemos una posición estricta en la defensa de la Constitución, pero reclama, al mismo tiempo, que la coalición no se radicalice en otros temas. "La conozco a Cristina. No le hagamos el juego", dice.
A pesar de esos temores auténticos, tampoco el Presidente puede permitir que siempre le roben la agenda, que sean las rabietas de Cristina las presencias permanentes y disruptivas de su presidencia. ¿Quiere Alberto Fernández, acaso, quedar en la historia como otro presidente que no fue? Ese destino no estuvo nunca en sus planes biográficos.