La reforma constitucional, un debate distorsionado
La reforma constitucional surge nuevamente en la agenda política argentina cuando un presidente peronista no puede renovar su mandato. Las dos reformas constitucionales del siglo XX (1949, 1994) tuvieron ese objetivo como motor principal. Así sucedió en 1948, cuando Perón promovió la modificación de la Constitución histórica para imponer su reelección indefinida, e idéntico móvil tuvo Carlos Menem cuando envió, en 1993, el proyecto de reforma al Congreso.
Como en el tango, la historia vuelve a repetirse, pero esta vez con características distintas. A diferencia de sus antecesores, la Presidenta va por la mitad de su segundo mandato y la generosa Constitución vigente le permite recuperar su aptitud para ser elegida por dos nuevos períodos con sólo esperar un solo turno. ¿Cuál es entonces la razón para que algunos de sus partidarios propongan no acatar la tibia restricción que la Presidenta avaló en su calidad de convencional constituyente en 1994? ¿Es tan débil el proyecto político que se comenzó a construir hace más de una década, cuando Eduardo Duhalde ungió a Néstor Kirchner como sucesor? En la numerosa dirigencia que acompaña a la Presidenta, ¿no hay quien tenga capacidad ni asegure lealtad para ser candidato en la próxima elección? ¿Es tan peligrosa la alternancia política que ni siquiera se admite un cambio de persona?
Ninguna de estas preguntas tiene una sola y única respuesta. Como la política es una ciencia, aunque inexacta, muchas argumentaciones pueden esgrimirse para brindarla. Pero la instalación del tema se realiza hasta ahora con premisas que abundan en secretos y mentiras.
Y así lo observo porque advierto que se silencia el planteo del auténtico debate que es sustancia de la pretensión reformadora: la adhesión a una forma de Estado democrático que garantiza la pluralidad de ideas y la alternancia en el poder, o su reemplazo por una autocracia de pensamiento y partido hegemónico. La ausencia de desarrollo conceptual de las consignas políticas "vamos por todo" o "Cristina eterna" demuestra que se extirpa de la discusión pública la fuerza que motiva la propuesta.
Se distorsiona la realidad constitucional argentina cuando se afirma que la reforma de 1994 no asegura derechos. Uno de los pocos méritos de aquella modificación fue otorgarles jerarquía constitucional a declaraciones y pactos de derechos humanos ratificados por el país (que expresan los más avanzados sistemas internacionales en su protección) y la incorporación de nuevos derechos en un capítulo añadido a la parte dogmática de la Constitución histórica, que consagran en la letra un estado social de derecho.
Creo que la Constitución no es ni un texto sagrado ni un modelo para armar según el interés del grupo político mayoritario. El debate sobre la reforma puede darse debido al fracaso institucional del modelo vigente y el resquebrajamiento del pacto social de convivencia. Así lo sostuve, así lo sostengo. La forma de gobierno, el federalismo, la regulación de recursos naturales, la distribución de la riqueza, los mecanismos para garantizar el ejercicio de derechos, la libertad de culto son algunas de las cuestiones que merecen integrar un debate amplio y participativo para promover una reforma. Pero para que la discusión sea superadora tiene que darse sobre la base de motivos y argumentaciones reales, sin disfraces discursivos ni errores de concepto y con el compromiso de las fuerzas políticas de que el resultado no implicará privilegios para el mandatario en ejercicio ni para ningún otro protagonista de la discusión constitucional.
Sólo ante la caída de las máscaras se podrá fundar una nueva república.
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