La recurrente tentación de silenciar al otro
Si nos permitimos desviar la atención de la pandemia que ha marcado la agenda (y nuestras vidas) durante este año, encontraremos otra pandemia de una naturaleza distinta, que lleva varios años tomando forma: la imposición coactiva de la corrección política. Por el momento tiene su mayor incidencia en las sociedades occidentales democrático-liberales. Y aunque se trata de una inclinación constante en la historia humana, desde el antiguo ostracismo ateniense y pasando por las quemas de brujas, las peculiares características del mundo contemporáneo lo avivan y lo moldean de maneras originales, aunque no menos peligrosas.
El peligro se manifiesta de modos diversos. Recientemente, el movimiento conocido como Black Lives Matter, motivado fundamentalmente por un más que legítimo reclamo contra la discriminación racial en el uso de la violencia policial (y en muchos otros campos de la vida social), también incluyó en su repertorio saqueos y destrucción de la propiedad, o la significativa vandalización de estatuas de personajes considerados racistas. De un modo distinto, se viene desarrollando lo que en el mundo anglosajón se conoce como "cultura de la cancelación" (cancel culture), consistente en "cancelar" -es decir, retirar apoyo, dejar de publicar opiniones e incluso despedir- a alguien que se haya manifestado de alguna manera considerada ofensiva o políticamente incorrecta. Incluso instituciones reconocidas se pliegan a esta corriente. Esto es evidente en entidades públicas estatales, que dependen para su continuidad de la opinión popular, pero también sucede en universidades de primer nivel, donde se vuelve cada vez más común el cambio el nombre a edificios y programas, el desfinanciamiento y hasta la expulsión de profesores e investigadores controvertidos.
¿Qué tienen en común estos fenómenos? Todos reflejan una creciente intolerancia hacia las expresiones disidentes y un progresivo cercenamiento de la libertad de expresión. Cualquier idea, figura o insinuación de la que pueda pensarse que esconde actitudes racistas, sexistas, homofóbicas, colonialistas, etnocéntricas y un muy largo etcétera, será objeto de sospecha. Pero, se podrá objetar, ¿no hay buenas razones para limitar ciertas expresiones? Sin duda, el "discurso de odio" es dañino y no contribuye al crecimiento de nadie. Hay expresiones que son destructivas, pero el verdadero peligro yace en otro lugar y es previo a cualquier expresión concreta, por más condenable o laudable que ésta sea.
Toda una larguísima tradición intelectual occidental, desde figuras fundacionales como Sócrates y Platón hasta nuestros días, reconoce que la discusión es un presupuesto necesario y el mejor camino para conocer la verdad. Nunca podemos confiar en tener razón en lo que decimos y pensamos, ni en cómo actuamos, si no lo sometemos a crítica. No podemos asumirnos infalibles si jamás le damos a nadie la chance de demostrarnos equivocados. Esto vale tanto para las minorías que con derecho reclaman ser reconocidas como para cualquier grupo mayoritario: nadie puede volverse inmune a las críticas de otros, porque esto vuelve instantáneamente ilegítima su posición. La posibilidad de criticar y ser criticados es la condición lógica para poder confiar en nuestras propias ideas y juicios.
Así se hace evidente el problema de fondo en el tipo de reacciones que mencionaba más arriba. En estos casos se combina la indignación moral con una oclusión de la única vía para justificarla racionalmente. El otro -sea quien sea el otro- nos atacó, nos hirió, luego no vale la pena ni considerar los méritos y deméritos de lo que dice o representa.
La amenaza no proviene de -ni se dirige hacia- un grupo o movimiento particular. Mi propio argumento en estas líneas sigue de cerca el de John Stuart Mill, un liberal inglés del siglo XIX, pero voces desde cualquier posición política o ideológica concebible pueden coincidir en la urgencia de la situación. La llamada alt-right estadounidense reclama por su libertad de expresión frente a un establishment que consideran inclinado a la izquierda; el filósofo esloveno postestructuralista Slavoj Zizek y el psiquiatra canadiense liberal-conservador Jordan Peterson, cada uno por su lado, han criticado los efectos de la "corrección política" y los peligros que encierra. Recientemente, un heterogéneo grupo de académicos y escritores mayormente identificados con la centro-izquierda liberal publicaron una carta colectiva en la revista Harper's que advertía sobre este fenómeno. Los ejemplos muestran la transversalidad de la preocupación.
La tendencia a oponer un "nosotros" bueno y justo a un "ellos" malvado y equivocado es tan antigua como la humanidad (según algunos -Schmitt, Mouffe, Laclau- la política no puede funcionar de otra manera). La única prevención contra esta, nuestra encarnación contemporánea, es difundir en la sociedad una consciencia de la importancia de escuchar sin castigar, incluso a quienes dicen algo que me ofenda, disguste o considere nocivo. Cuando nos embargue la indignación y el rechazo frente a las palabras o valores de los demás, tanto más fuerte debe resonar esta lección fundamental. La carga que cada uno de nosotros debe asumir es la de abrirse a discutir las ideas, aceptando puedo estar equivocado y que nadie merece ser silenciado por eso.
Profesor de Filosofía política