La recesión ética, la herencia más pesada del kirchnerismo
El escándalo alrededor del último presidente kirchnerista muestra un extremo de degradación institucional que costará revertir
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¿Qué quedará cuando pase el escándalo?
Hoy tal vez nos cuesta verlo, encandilados, como estamos, por una catarata abrumadora de revelaciones estridentes. Pero debajo de los escombros del último gobierno kirchnerista, lo que queda es un legado de profunda degradación ética y de deterioro institucional y cultural. Más allá de los detalles escabrosos de inconductas individuales y tramas de corrupción, lo que hoy nos muestran los videos, los testimonios y las fotos es una penosa devaluación de la institución presidencial, una burda utilización del poder en beneficio propio y una ramplona irresponsabilidad en el ejercicio de la más alta magistratura del país. No son hechos aislados, ni tampoco novedosos para muchos que hoy intentan despegarse y, con la pose de la impostura, se declaran “shockeados” o sorprendidos.
Detrás de todo eso hay un lema que entronizó el kirchnerismo y que, después de dos décadas, ha permeado en muchos estamentos de la sociedad: cualquiera puede estar en cualquier lado y ocupar cualquier cargo. No se necesita estatura moral ni intelectual. El mérito es una falacia; la idoneidad, un valor absolutamente prescindible. El sentido del deber y de la responsabilidad son anacronismos y rémoras de una sociedad conservadora, igual que la ejemplaridad. Los cargos son para “aprovecharlos” y no para rendir cuentas. El poder es una coartada para encubrir delitos o comportamientos oscuros.
El último presidente kirchnerista fue, tal vez, el exponente más nítido, y a la vez más patético, de esa degradación. Ahora es investigado por un turbio y gigantesco negocio con los seguros del Estado, pero también por conductas aberrantes en el seno familiar. Llegó al extremo de la caricatura, filmándose a sí mismo en coqueteos amorosos en el despacho presidencial para alardear de sus conquistas en guitarreadas de trasnoche. Mostró su indolencia y dejadez al permitir que esos videos quedaran al alcance de su pequeño hijo. Todo forma parte de una historia que nos avergüenza y también nos incomoda. Fue “nuestro” presidente, aunque nunca lo hayamos votado.
Lo que nos ha dejado es una formidable hipoteca moral. Más allá de los resultados catastróficos de una gestión que multiplicó la inflación y la pobreza, administró la pandemia con ideologismo e irresponsabilidad y degradó toda la estructura del Estado, el legado final del kirchnerismo es una gran “recesión ética” en la que todavía estamos sumergidos. Y de la que será más difícil salir que de la recesión económica.
Se impuso, desde la cima del Estado, un modelo que combinó corrupción con ineficiencia y perversión con chapucería. Todo se escondió detrás de un relato falso que, sin embargo, le resultó eficaz para sostenerse en el poder durante casi veinte años. Es un modelo que naturalizó la doble moral y elevó la ley del menor esfuerzo a una categoría de dogma complaciente y permisivo: devaluó la cultura del trabajo y niveló hacia abajo en todos los órdenes. Alimentó un ecosistema en el que la avivada, la audacia y el oportunismo cotizaban más que la solvencia técnica y la integridad moral.
Muchas instituciones fueron infectadas por una corrupción estructural que ha carcomido sus propios cimientos. Un ejemplo nítido, pero no excepcional, es el de la Legislatura de la provincia de Buenos Aires, donde el caso Chocolate expuso una podredumbre de la que no se ha despojado.
Todo forma parte de un sistema que ha reemplazado la ética pública por una apropiación simbólica y material del Estado, al que se concibió como un botín. La colonización militante de organismos y ministerios implicó un desplazamiento del sistema de concursos y una desarticulación de la carrera administrativa. Ese modelo “bajó” desde la Nación hasta el último municipio.
De la jefatura del Estado para abajo, se abolió el profesionalismo. Hoy todos nos preguntamos, por ejemplo, cómo pudo funcionar el cono de silencio y complicidades frente al calvario que se vivía en Olivos. La respuesta está a la vista: alrededor del presidente no había profesionales, sino amigotes. Si no se necesitaban cualidades éticas ni intelectuales para ejercer la primera magistratura, ¿por qué se necesitarían para ser intendente de la residencia oficial, médico presidencial, ministra o secretaria? Hoy vemos que cada uno hacía “su negocio” y cuidaba su “quintita”. Si era necesario callar, aun frente a horrores y aberraciones, se callaba. Si era necesario mirar hacia otro lado, aunque los hechos traicionaran de una manera grosera las banderas más sensibles, se miraba para otro lado. Son síntomas de esa “recesión ética” en la que los privilegios del poder se valoran más que los principios y las normas.
Hay una pregunta, sin embargo, que está dirigida a nosotros mismos: ¿somos meros espectadores de este drama penoso y desagradable?; ¿aprenderemos algo de esta saga bochornosa?
Un día nos desayunamos con pruebas y testimonios de una violencia incalificable en el inframundo del poder. Pero ¿no habíamos minimizado y hasta naturalizado algunos síntomas inquietantes? ¿No habíamos consentido de algún modo la violencia verbal y simbólica ejercida desde el poder? Y una pregunta aún más incómoda: ¿no lo seguimos haciendo?
El último presidente kirchnerista había agredido a un jubilado en un restaurante, reaccionaba con intemperancia ante preguntas incómodas y había exhibido rasgos de prepotencia que nunca merecieron, sin embargo, un debate serio sobre sus cualidades personales y sus condiciones para el liderazgo.
Golpear a una mujer entra en una categoría diferente, por supuesto, y pertenece a otro género y otra escala de violencia. No corresponde entonces ninguna asociación con agresiones de diversa naturaleza. Pero en la vida pública y la convivencia democrática deberían funcionar sensores muy sensibles frente a cualquier tipo de agresividad y maltrato. En la atmósfera de valores distorsionados que supo crear el kirchnerismo, el insulto, el atropello verbal, la descalificación y el señalamiento arbitrario desde el poder tienden a ser moneda corriente.
Si algo pudiera rescatarse en medio de la vergüenza que nos producen las revelaciones sobre Alberto Fernández, sería la oportunidad de identificar la recesión ética y la degradación institucional como uno de los problemas fundamentales de la Argentina. Todavía lidiamos con esa herencia, que se ha enquistado en la política, pero también en otros ámbitos. ¿Cómo se entiende la candidatura a la Corte de un juez sumergido en el lodo de las sospechas, como Ariel Lijo, si no es en el marco de esa herencia de retroceso moral?
No naturalizar el maltrato, sea en la escala que sea. No permitir los insultos ni los agravios del Presidente. No mirar con indiferencia la postulación de un juez “manchado” al máximo tribunal de la Nación. Tal vez podamos empezar, con esos “no”, a revertir el peor legado del kirchnerismo, que excede el descalabro económico para alcanzar la dimensión de una catástrofe moral.