La realidad que nos excede
Por Ricardo Vanella Para LA NACION
Nacido en el nonagésimo quinto aniversario de la independencia de nuestro país, John Archibald Wheeler pasó por la Tierra durante 96 años y 104 días. En ese período, finalizado pocas semanas atrás, este físico estadounidense facilitó a la entera Humanidad algunas claves esenciales para avanzar en el entendimiento del gran sistema en el que vivimos, llamado Universo.
La grandiosa obra de Wheeler no se limita sólo a sus geniales proyecciones y descubrimientos; quizá lo más colosal radique en que fue un eslabón indispensable en la cadena del conocimiento humano. Personalmente a él se debe nada menos que la recuperación y profundización de las teorías de Albert Einstein, como también el nexo con el saber de otros colegas-eminencias y la formación directa de decenas de científicos que, a su vez, potenciaron esa cognición, mostrando al mundo los beneficios del esfuerzo intelectual conjunto y compartido, lindante con lo que luego las disciplinas empresariales denominarían knowledge management.
Para asir el concepto de “agujero negro” –un habitante más del espacio infinito–, numerosas personas e instituciones desplegaron durante más de noventa años un compromiso entrelazado y consecutivo, fruto del cual nuestro mundo tomó mayor conciencia de que el universo percibido puede ser en verdad una mínima porción de lo que es en su plenitud. No osamos siquiera referenciar aquí a teólogos ni a filósofos que presentaron la idea mucho antes; estamos sencillamente hablando de físicos.
Esta breve crónica depara una lección: mentes humanas apuntando a un mismo objetivo y eslabonadas en sinergia pueden vencer el humo de la ignorancia, que disminuye y hasta bloquea la visión, pero no impide meditar, intuir y ensayar. La realidad es también de índole individual, pero su comprensión sobrepasa al sujeto aislado; la buena salud de una sociedad presupone que individuos, grupos e instituciones interactúen en esa exploración.
Paradójicamente, aquellas personas que no permiten ni se permiten dudar y que no se atreven a imaginar escenarios discrepantes debilitan su propia lucidez, nutriendo el fenómeno de “egocentración”. Corren el riesgo de creer que la realidad es exclusivamente su personalísima visión subjetiva, generando la patética ficción de que ese mínimo fragmento es “la realidad objetiva”.
Nuevamente, el ámbito de Wheeler nos provee una muestra de cuánto desconocemos acerca de “toda la realidad”, observando la noción de “agujeros de gusano”, desarrollada por el físico inglés Stephen Hawking. El concepto de Hawking deriva de la teoría de los “agujeros negros”, expuesta por el astrónomo alemán Karl Schwarzschild en 1916, sobre la base de la teoría de la relatividad general de Albert Einstein, enriquecida por el aporte del físico Nathan Rosen y perfeccionada –justamente– por su colega John Wheeler en 1967 (verdadero padre del término wormhole, agujero de gusano). Un agujero negro, según el desarrollo de Schwarzschild, detenta un campo gravitatorio tan fuerte que nada puede escaparle, ni siquiera la luz.
Es interesante entender que dentro de esos agujeros negros –cuya existencia quedó fehacientemente confirmada en 1994 por medio de imágenes del telescopio espacial Hubble y reconfirmadas en enero de 1997 por investigaciones de un equipo de astrofísicos estadounidenses– puede encontrarse gran parte del Universo, a la que no accedemos ni alcanzamos a medir con ninguna herramienta hoy disponible. Esto significa que cuando apreciamos la realidad de manera sistémica, aplicable asimismo a las relaciones humanas, puede siempre haber un número significativo de elementos que existen pero a los que sólo podemos aproximarnos si no los negamos a priori, dejando abierta y valorando la posibilidad de su existencia.
Los estudios de Stephen Hawking estimulan nuestro intelecto cuando sugiere que los agujeros negros no colapsan como muchos otros objetos celestes, sino que pueden formar una suerte de túnel entre ellos: los “agujeros de gusano”, también llamados “túneles de gusano”, por la configuración de unión en espiral de gases y polvo estelar alrededor de los agujeros negros, constituyendo los llamados “discos de acreción”.
Estos “agujeros de gusano” tendrían la singularidad de poder conectar diferentes partes de nuestro propio Universo, pero también podrían comunicar con otros “universos” distintos del nuestro, haciendo de túnel entre el agujero negro y ellos; de este modo, nos relacionarían con otras áreas ignotas de lo que, desde nuestra humilde pequeñez, podríamos llamar el “Todo”.
En esas galerías, siguiendo la teoría de la relatividad general einsteiniana, el tiempo se detiene en absoluto; es así como el astrónomo Carl Sagan plantea –en su obra Contacto y con la ayuda del físico Kip Thorne– la problemática de tiempo/espacio entreabriendo una puerta de razonable esperanza para los seres humanos por la cual habríamos de poder visitar otros rincones del cosmos. En efecto, el túnel que se forma entre las dos bocas de un agujero de gusano es estable: de este modo, podríamos pasar de una galaxia a otra, o bien de un “universo a otro”, en el escenario de diversos mundos teorizado por Hugh Everett, otro discípulo de John Archibald Wheeler.
Los “agujeros de gusano” representan un potencial pasaje a determinados campos de una realidad más vasta que, aunque eternamente inalcanzable en nuestra condición de seres humanos, siempre será menos incompleta para quien no amputó su curiosidad ni cauterizó su sensibilidad hacia lo que lo rodea. ¿Qué habría sido de esta porción de verdad si John Archibald Wheeler hubiera caído en la necedad del “si no lo veo, no lo creo” o, peor aún, del “si no lo creo, no lo veo”, o bien no hubiera unido sus sueños y su interés a los de otros?
La integración del conocimiento quizá no sea una casualidad: por alguna razón los pueblos más avanzados la estimulan y promueven, más allá de las vicisitudes por las que todas las sociedades transitan. Acaso el esfuerzo conjunto no sea una casualidad; tampoco la conjugación de intereses y el consenso que procura una visión más abarcativa. Tal vez se trate de un aprendizaje continuo que nuestro género debe llevar a cabo para evolucionar y trascender. Ante tal incertidumbre, precisamente Einstein nos legó su esperanzadora reflexión “Dios no juega a los dados con el mundo”.