La re-reelección de los intendentes esconde la crisis dirigencial
Para entender la desesperación reeleccionista, quizás haya que examinar la degradación de una dirigencia política que solo encuentra un destino a expensas del Estado y al amparo de los cargos
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Se ha hablado de “la ambición de perpetuarse en el poder” para explicar el afán de intendentes, legisladores y concejales bonaerenses por sortear la barrera que les impedía una nueva reelección. El argumento, sin embargo, tal vez les quede demasiado grande. Para entender la desesperación reeleccionista, quizás haya que examinar la degradación de una dirigencia política que solo encuentra un destino a expensas del Estado y al amparo de los cargos.
La ley que habilitó una nueva reelección de intendentes bonaerenses ha sido bien analizada como una muestra de la desconexión entre los dirigentes y la ciudadanía; se la ha considerado –con justicia– un reflejo de la endogamia política y otra muestra de una cultura del poder que antepone sus propios privilegios a las urgencias de la sociedad. Para comprender el trasfondo de este capítulo institucional, habría que evaluar también la calidad de una dirigencia que no parece aspirar al prestigio, sino a su propia comodidad.
Nociva y peligrosa, la ambición de perpetuidad puede ser un rasgo asociado a grandes liderazgos. Para recurrir a un ejemplo gráfico, Napoleón supo encarnar esa ambición. En el caso de la dirigencia bonaerense, sin embargo, cuesta identificar los afanes de continuidad con proyectos megalómanos y una épica del poder. Sería más ajustado asociarlos a la pretensión de conservar chofer y secretaria; sueldo jugoso y buena obra social; auto, oficina, viajes y celular solventados por el Estado. La angustia de unos 90 intendentes (más cientos de legisladores, concejales y hasta consejeros escolares) ante el riesgo de volver al llano es el retrato de una elite política cada vez más devaluada. También es una clave para entender el gigantesco déficit del Estado y la asfixia del sector privado. No estamos, entonces, frente a la ambición de la política, sino ante su propia decadencia. El voto por las re-reelecciones nos ha ofrecido la fotografía de una dirigencia que intenta salvarse a sí misma, hipotecando el futuro.
La pregunta es por qué a un intendente, a un diputado o a un concejal les produce tanta desesperación la posibilidad de dejar sus cargos. Por supuesto que las generalizaciones nunca son justas, y hay numerosas excepciones que deberían ponerse a salvo, pero la respuesta desnuda –inevitablemente– a una dirigencia política cada vez menos capacitada, con bajos índices de profesionalismo, sin trayectorias fuera del Estado, sin experiencia en el emprendedurismo y el riesgo, sin antecedentes académicos y con escasa formación técnica. Ese cóctel de debilidades hace que la perspectiva de quedar “a la intemperie” del Estado les produzca pánico. Tal vez sea, además, una explicación de los altos índices de corrupción que han carcomido a la política en las últimas décadas. Muchos funcionarios han visto en el Estado la oportunidad de “salvarse”. El servicio público se ha convertido en sinónimo de candidez e ingenuidad. La vocación política ha mutado hacia una vocación por los cargos y el “conchabo” público.
No es necesario ir a los desvíos de la corrupción. El Estado hoy es concebido como una agencia de colocaciones y, para muchas provincias, se ha transformado en la principal fuente de empleo. Es un Estado que, así como paga sueldos bajos a docentes, policías, médicos y enfermeros, les asegura a intendentes, legisladores y funcionarios una escala de ingresos y beneficios que difícilmente podrían asegurarse en el sector privado. Por supuesto que las altas funciones del Estado deben estar bien pagas, pero de ahí a creerlas vitalicias hay (o debería haber) un largo trecho. Todo este entramado es el que profundiza la crisis estructural del país: el Estado cada vez necesita mayor recaudación y mayor emisión para financiarse a sí mismo. Así es como exprime a un sector privado que reduce su capacidad de generar empleo y ve limitadas (y hasta riesgosas) sus posibilidades de crecimiento y expansión.
Es un circuito perverso, porque a su vez para garantizarse reelecciones y continuidad los gobernantes multiplican los puestos públicos, aunque después haya que pagarlos con más deuda, más emisión y más hipotecas. Es lo que acaba de hacer Kicillof con el presupuesto que prevé 25.000 nuevos empleos en el Estado bonaerense. Se cierra así un círculo vicioso que desalienta la producción y el empleo genuino y que, más tarde o más temprano, conduce al colapso del Estado o a un virtual “estaticidio”.
Para intendentes y funcionarios, salir de la burbuja estatal no solo implica arriesgarse en un sector privado muy achicado y debilitado; también es ir a competir en un mundo en el que rigen otras reglas: se exige calificación, se miden resultados, se rinden cuentas y se evalúa la productividad. El contraste se ha hecho cada vez más notorio: en ese Estado expandido y superpoblado, hasta un funcionario municipal de tercera línea tiene un asistente que le sirve café. Si esas condiciones contrastan con las del trabajo en una empresa, el abismo es aún mayor cuando se evalúan los requisitos de acceso a empleos públicos y privados.
Antes de la pandemia, un centro de estética de Palermo necesitaba cubrir un puesto de recepcionista y encargada. Entre las condiciones, valoraba que las aspirantes tuvieran un manejo fluido de inglés, porque buena parte de la clientela eran turistas extranjeras. En el Estado, hoy ese requisito ni siquiera rige para ser canciller. Para conducir una empresa como AySA, alcanza con haber abierto varias veces una canilla, y para dirigir un teatro lírico, como el Argentino de La Plata, solo se pide haber escuchado alguna vez un CD de Pavarotti.
Las re-reelecciones no son, entonces, el mayor problema: son la punta de un iceberg. Debajo está la degradación dirigencial. La vocación de continuidad es una secuela de la deserción de los mejores en la escena pública. Nos recuerda que ya no se llega a los cargos por prestigio ni trayectoria personal; por eso no hay un capital simbólico que cuidar; tampoco hay un lugar al que volver. Se pagan los costos que haya que pagar con tal de conservar conchabos y privilegios.
El de las reelecciones es un debate sobre la calidad institucional. Pero acá estamos ante un problema, si se quiere, previo: el de la calidad dirigencial. No son 16 años de Merkel, sino de los barones del conurbano, que han logrado contagiar su cultura política a dirigentes que parecían distintos. Sería justo decir que no es solo un problema de la política: la crisis de liderazgos también afecta a las instituciones de la sociedad civil, a las universidades y a la Justicia, por mencionar solo algunos ejemplos.
En el audio de la diputada Vallejos que sacudió hace unos meses la interna del oficialismo, la legisladora –entre otros reproches altisonantes a su propio gobierno– dijo algo que tal vez hubiera merecido mayor atención. Se quejó de que en el entorno del “okupa” y “mequetrefe” (como llamó al Presidente) había funcionarios que no hicieron ningún mérito para estar donde están. Podría haber sido auspicioso si con ese planteo hubiera impugnado el dogma kirchnerista de que “el mérito no importa”. Pero no se refería a las competencias para desempeñar los cargos; aludía a la falta de compromiso militante, de cercanía con la “jefa” y de constancia para defender “la causa”. El mérito que reivindica el oficialismo es el de la obsecuencia, la militancia acrítica y la obediencia debida. Esos parecen ser los requisitos para sobrevivir y “hacer carrera” en la burocracia política.
El ejercicio de la obsecuencia también forma parte de una psicología del poder que explica por qué tantos se aferran al Estado. Afuera no cuenta como virtud. El mundo exterior es más riesgoso y exigente. Si un gerente asume y al día siguiente se va a Disney, lo echarán en diez minutos. Lo de los intendentes, entonces, es mucho más que una nueva reelección: es el retrato de un país degradado.
¿La única opción es resignarnos? Entender lo que nos pasa debería ser el estímulo para cambiar. No será sencillo, por supuesto, pero la salida está en una ciudadanía alerta y movilizada. Entre muchas genialidades, Borges nos dejó una linterna para alumbrar el futuro: “Tenemos un deber –dijo, ya anciano–; el deber de la esperanza”.